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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (31 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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«Tranquilo, Miguel. No es la primera vez que te enfrentas a un acto de valor», pensó mientras ladeaba la cabeza hacia un lado, recordando el ayer…

Sucedió años atrás, siendo todavía un muchacho. Una gran explosión frente al domicilio de John D. Rockefeller, en Tarrytown; Nueva York. Hubo tres muertos y nueve heridos. La orden provenía del mismísimo Galleani.

Las manos comenzaron a sudarle. Estaba nervioso, un poco más de lo acostumbrado. Respiró en profundidad antes de alzar el brazo. Apuntó con precisión. No podía fallar; no a esa distancia.

Apretó el gatillo. En contra de todo pronóstico erró el disparo.

—¡Maldita sea! —exclamó furibundo.

Se dispuso a intentarlo de nuevo. Echando mano de la imaginación, con el fin de motivarse, creyó estar en el Teatro de Drama Musical de Petrogrado. Pudo ver a Nicolás II sentado en el palco junto a sus ministros y escoltas, quienes a su vez observaban embelesados el provocativo baile de María Duminy, su queridísima hermana.

Volvió a disparar, y sin embargo falló de nuevo. Juró entre dientes. Aquello no era lo que se esperaba de él. Tendría que afinar la puntería.

«¡Natasha!»

El mero recuerdo de su bellísima cómplice vino a trasmitirle seguridad en sí mismo. La imagen de sus cabellos del color del oro, sus labios afresados y el azul inmenso que dilapidaba su angelical mirada, bastaron para templar los nervios de Miguel.

Ahora sí, levantó el brazo con determinación, cerró su ojo izquierdo y observó a través del punto de mira. Por un instante se imaginó que la piña era la cabeza de aquel zarrapastroso anarquista que le había robado el corazón a su querida Natasha. Estalló en mil pedazos después de que disparase sobre ella. Sonrió satisfecho.

23

Carbonell se inclinó sobre la fuente ubicada en el centro de la plaza. Apretó con fuerza uno de los cuatro inyectores y el agua brotó de la cañería yendo a parar al fondo de su gaznate. Satisfecha la sed, se acercó a su compañero al tiempo que se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Fernández-Luna observaba con atención la fachada de la botica Vilardell. A través de los amplios ventanales podían verse los expositores con los tarros cerámicos alineados en las diversas estanterías.

—¿Te puedo hacer una pregunta, Luna? —El mallorquín lo miró con curiosidad.

—Como poder, puedes. Pero si intentas pasarte de listo conmigo, posiblemente ni te responda. —Aquella mañana no estaba de humor para bromas.

—Pues, verás… —Echaron a andar hacia la puerta de la botica—. Anoche, cuando Lolita y yo os dejamos en la plaza de Cataluña, me pareció ver que mirabas a la baronesa de un modo especial; y ella a ti también, por supuesto. Me preguntaba si entre vosotros dos… Ya sabes, hombre.

—¡Madre de Dios! —Suspiró el madrileño, alzando la mirada al cielo con harta impaciencia. Aquello era una locura, un auténtico disparate. Y así se lo hizo saber—. Si esa mente calenturienta que tienes la pusieras al servicio de este caso, hace tiempo que ya lo habrías resuelto —le espetó con acritud.

Carbonell se quedó descolocado. Lo cierto es que esperaba otra respuesta.

—Está bien. Olvida lo que he dicho.

Nada más abrir la puerta sonó una campanilla. El mancebo que había en el mostrador central miró por encima del hombro del cliente que atendía en ese momento. Fernández-Luna les dio los buenos días a los presentes y estos respondieron al saludo, tal y como dictan las más elementales normas de cortesía. Según pudo apreciar, el conjunto de trabajos en hierro forjado que adornaban el interior del local eran magníficos, destacando sobre todos ellos la figura de la serpiente y la copa que permanecía adosada a la pared principal. El resto del establecimiento lo componían tres mesas de madera repujada y diversas estanterías colmadas de albarelos que llevaban escritos, en letras azul cobalto, los nombres de los distintos productos farmacológicos a la venta.

Atusándose el bigote, el madrileño fue hacia el mostrador de la derecha, donde Eulogio Vilardell, el boticario, leía atentamente la receta médica que sostenía entre sus manos.

Carbonell siguió sus pasos.

—Buenos días —le dijo, interrumpiendo la lectura del licenciado—, ¿dispone de unos minutos para atendernos?

Aquel tipo de aspecto rollizo, amplia frente y mirada imperturbable, cuyos cabellos quedaban aplastados bajo el peso de la brillantina, los observó a ambos con interés, aunque un tanto receloso. No era el primero que se suicidaba utilizando arsénico, estricnina o ácido prúsico, ni la primera visita policial que atendía en la botica por este motivo. Desgraciadamente, siempre aparecían cuando había clientes en el establecimiento. Aquello significaba un descrédito para el negocio, ya que ponía en entredicho su profesionalidad, cuando no su ética como farmacéutico.

Trató de llevar la entrevista con la mayor discreción posible.

—Dígame… ¿En qué puedo servirles? —preguntó, bajando al máximo el tono de su voz. Miró de reojo hacia el caballero que estaba siendo atendido por su mancebo. Por suerte, ni se había fijado en los policías.

Fernández-Luna sacó el tarro de cristal que guardaba en el bolsillo de la chaqueta.

—Deseamos saber a quién le ha expedido este producto. —Se lo entregó en mano—. Forma parte de nuestra investigación.

—Por lo pronto… —el boticario observó la etiqueta pegada en el bote—, puedo adelantarle que el clorhidrato de cocaína solo lo servimos a las instituciones médicas y gubernamentales, como pueden ser los hospitales, las enfermerías de los distintos cuarteles del Ejército y los dispensarios de las prisiones.

Los policías entrecruzaron sus miradas. Aquel detalle resultaba de lo más interesante.

—¿Hay algún modo de saber, concretamente, qué colectividad u organismo compró la droga?

—Tendré que consultar el número de referencia en el libro de ventas —sopesó Vilardell, comprimiendo los labios. Una vez más, dirigió su mirada hacia el mostrador situado en el centro. Comprobó que el mancebo mantenía entretenido al parroquiano con una elocuente conversación sobre el catarro y sus remedios—. Por favor, acompáñenme al laboratorio. Guardo esa documentación en mi despacho.

Después de apartar las cortinas que había al otro lado del mostrador,
los
invitó a pasar. En su interior, Fernández-Luna pudo apreciar varios mecheros Bunsen, un microscopio, dos morteros, gran cantidad de probetas, alambiques, cuentagotas, serpentines de cristal y otros materiales que servían para la elaboración de productos farmacológicos.

Al final del recinto, bajo una pequeña bombilla que colgaba del techo, había un buró de patas bien torneadas. Vilardell tomó asiento en la silla del despacho y deslizó la tapa sobre los bordes curvos del mueble. Cogió el libro de cuentas que guardaba en el primer cajón, abriéndolo por la mitad. Mientras su mano izquierda sostenía el bote de cocaína, con el fin de leer el número de referencia, con la otra pasaba las hojas del cuadernillo.

Los policías permanecieron de pie, a ambos lados de la mesa.

—Aquí está… —Levantó la mirada hacia ellos—. El número tres mil quinientos sesenta y siete le fue expedido a un funcionario de la cárcel Modelo. Eso fue el día doce de este mes. El martes pasado en concreto, señores.

—¿Su nombre? —le exigió Carbonell.

—Solo dispongo de su firma y de la receta médica. —Le mostró el libro donde podía verse una rúbrica ininteligible—. Es lo único que puedo ofrecerle.

Para Fernández-Luna, aquello era más que suficiente.

Pasaba una hora del mediodía cuando Casilda, la sirvienta, dejó la fuente de guiso que llevaba en las manos sobre la mesa del comedor: una pareja de pichones cebados y rellenos que humeaban olorosamente. Con precaución de no manchar el mantel de ricos bordados, procedió a retirar el plato de sopa. Dejaría que el ama se sirviera a su capricho, como a ella le gustaba.

Cuando ya pensaba retirarse a la cocina, Dolores se dirigió a ella con confianza.

—Casilda, ¿tú sabes si el señor escondía en casa algún tipo de caja fuerte?

La joven se ruborizó al momento. Lo primero que pensó es que la pregunta tuviese un doble sentido, que fuera una artimaña del ama para ponerla a prueba.

«Doña Dolores quiere saber si entre su difunto esposo y yo existía un exceso de confianza», caviló mentalmente, aterrada.

Y aunque no tenía motivos para sentirse culpable, esquivó la interrogante como siempre solía hacer: con ingenuidad.

—¡Yo qué voy a saber, señora! —exclamó, con cara de sorpresa—. Don Rodrigo era tan reservado que no hablaba a menos que se le diera conversación.

Lolita estuvo de acuerdo con ella. Su esposo había sido una persona circunspecta, austera, incluso solitaria. Jamás tuvo amigos de verdad, ni le gustaba relacionarse con nadie.

—Tienes razón. Era un hombre parco en palabras. —Le regaló una sonrisa, disculpándose de algún modo por haberla puesto en el compromiso de responder.

La sirvienta, acercándose un poco más a ella, se inclinó para susurrarle:

—De todos nosotros… —se refería a la servidumbre—, Agustina es la única que podría saber algo del señor. Era como una segunda madre para él, aunque yo diría más bien una madrastra. —Hizo un mohín de repulsa. Al comprender que sus palabras estaban fuera de lugar, y que por lo tanto doña Dolores podía reprenderla por charlatana, se disculpó de inmediato—. Lo siento… —El rubor arañó sus mejillas—. No quise decir…

—Descuida, mujer —la tranquilizó—. Puedes hablar con total sinceridad. Me gusta la gente que dice lo que piensa.

—Es usted muy comprensible, doña Dolores. —Las manos de la sirvienta juguetearon con la guarnición de encaje de su uniforme, nerviosa. No sabía si quedarse o regresar de nuevo al trabajo.

—Quisiera hacerte otra pregunta —insistió Lolita.

—Usted dirá.

—Si estuvieses en mi lugar… quiero decir, viuda —especificó—, y hubiesen transcurrido dos años de la muerte de tu esposo… ¿Te volverías a casar, o guardarías luto eternamente para honrar su memoria?

—Según el párroco de mi pueblo, san Pablo decía de las viudas: «Y si no tienen don de continencia, vuelvan al matrimonio… que más vale casarse que quemarse». —Dibujó una amplia sonrisa. Entonces, añadió en voz queda—: Me buscaría un hombre, sin lugar a dudas. Y si fuera posible, uno bien joven y con una gran fortuna.

A pesar de la gran diferencia social que existía entre ama y criada, ambas rieron en complicidad.

—Será mejor que vuelvas al trabajo o Beatriz te acusará de haragana —le dijo, recordándole lo estricta que era la cocinera con las sirvientas.

En el instante que iba a cruzar la puerta para marcharse, Casilda se encontró con el ama de llaves. Esta le dirigió una mirada de reproche. La joven agachó la cabeza, escabullándose rápidamente por el pasillo.

Agustina atravesó la habitación, haciendo gala de su habitual arrogancia. Se acercó a la repisa de la chimenea, sobre la cual descansaba un jarrón de China con un ramo de claveles rojos en su interior. Colocó bien las flores, separando los tallos de forma equidistante.

—Lo que tienen las visitas inesperadas, a primera hora del día, es que pueden dar lugar a erróneas interpretaciones… y a veces hasta son motivo de sorpresa. —Se volvió para mirar a Dolores—. Me temo que esta mañana he asustado al señor Carbonell mientras limpiaba la plata. Entró en la cocina como un loco, pistola en mano. —Sus labios se ensancharon levemente de forma incisiva—. Debió de confundirme con un ladrón.

Lolita sintió una repentina oleada de calor ascendiendo por todo su cuerpo, y no era precisamente de vergüenza sino de rabia. Aquella mujer se arrogaba el derecho de espiarla; más aún, criticaba su decisión de reiniciar una nueva vida con otro hombre. Y lo hacía de manera sutil, con indirectas como aquella.

Estaba harta de que la gente le reprochara el amor que sentía por Ramón Carbonell.

—Se me olvidaba que tu exactitud en el desempeño del trabajo te empuja a llegar a casa antes de tiempo… con el propósito de vigilarme, claro está. —Alzó el mentón, encarándola—. Pues sabes lo que te digo, que de haberte presentado a tu hora te hubieses ahorrado esa escena.

—Con todos mis respetos, señora —replicó Agustina muy seria, sin tan siquiera parpadear—. Yo solo velo por sus intereses.

—Si es así, dime… ¿Dónde guardaba mi esposo sus ahorros?

—No sé de qué me habla, señora.

—¿Por qué tengo la impresión de que sí lo sabes? —Cogió la copa de vino y bebió un largo trago, mirándola fríamente a los ojos.

Agustina aguantó la respiración. La sinceridad y valentía del ama la habían cogido por sorpresa. Creyendo que estaba de más en el comedor, regresó por donde había venido sin excusarse siquiera.

Minutos después entraba en la cocina. Apretó con fuerza los dientes para paliar su rabia. Aprovechando que Beatriz regañaba a la sirvienta por su tardanza, el ama de llaves se dirigió a la despensa. Abrió la puerta con discreción. En la repisa de la derecha, entre los botes de conserva encontró un tarro con veneno para ratas. Lo cogió, decidida a llevárselo consigo. Sin embargo, tras sopesar las dramáticas consecuencias lo dejó de nuevo en su lugar.

Todavía no estaba segura de querer hacerlo.

Cuando llegaron a la plaza de Jaime I, los jefes de la BIC se encontraron de lleno con un grupo de manifestantes. Centenares de hombres y mujeres, de los que trabajaban en la industria textil, se habían reunido en la calle Princesa con el propósito de exigir un aumento salarial digno, así como para controlar que todos los miembros del colectivo respetasen la huelga. Uno de los grupos se adentró por la Vía Layetana profiriendo gritos discordantes, mientras que los otros rodeaban la manzana para luego bajar hacia las inmediaciones del puerto a través del Paseo de la Industria. Ambas cuadrillas portaban pancartas donde podían leerse duras consignas revolucionarias.

Los policías aceleraron el paso para llegar cuanto antes a Jefatura. No era prudente mezclarse con los agitadores. Podrían salir malparados en caso de enfrentamiento.

Al final de la avenida, en las inmediaciones de la estatua de Colón, se encontraron con una pareja de agentes. Después de intercambiar impresiones con ellos, les informaron de que varios anarquistas armados, que se hallaban escondidos en una casa en ruinas situada en la calle Gignás, habían disparado contra la sección de caballería de la Guardia Civil que obstaculizaba el paso de los manifestantes a la altura del Paseo de las Aduanas, asesinando a dos de ellos e hiriendo gravemente a un agente de vigilancia. El propio gobernador civil había acudido al lugar de los hechos para comprobar in situ el fallecimiento de los miembros de la Benemérita. Todos en el distrito andaban conmocionados.

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