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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (32 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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Para restarle hierro al asunto, uno de los policías les puso al corriente de un teatral suceso acaecido aquella misma mañana en el barrio de San Andrés, por aquello de que toda desgracia tenía su lado gracioso.

—Tres mujeres que ignoraron las órdenes de los huelguistas y acudieron a trabajar fueron agredidas por sus propios compañeros —les dijo el agente—. Las despelotaron completamente en mitad del Paseo de las Glorias Catalanas, para vergüenza suya, después de raparles el cabello como si se tratasen de unas convictas. —Se echó a reír—. ¡Si es que esa gente está sin civilizar!

—¿Y qué hay de los anarquistas que abrieron fuego contra la Guardia Civil? —preguntó Carbonell, obviando el comentario.

—Bravo Portillo ha iniciado su búsqueda —informó el otro agente, con algo más de seriedad—. Creo que ya se han realizado las primeras detenciones.

—Gracias por la información, pero debemos irnos. —Fernández-Luna cogió del brazo a su compañero, invitándole a seguir caminando—. Buenos días, caballeros.

Apenas habían llegado al Paseo de Isabel II, cuando Carbonell lo increpó por su impaciencia.

—¿A qué se debe esa prisa por llegar, tocayo?

—He de entrevistarme de nuevo con el señor Riquelme. Unos amigos míos me prometieron que hoy mismo tendría firmado el permiso del gobernador civil para iniciar mi estratégico plan de infiltración.

—¿Estás seguro de querer entrar en la Modelo?

—Es necesario. Debo separar la paja del heno.

—¿Y eso qué significa? —Frunció la mirada, extrañado.

—Significa que nos enfrentamos a dos casos diametralmente opuestos, pero unidos por un nexo en común: la sangre.

—¿La sangre? —Aquello sí que no se lo esperaba Carbonell—. Excuso decirte que no he visto una sola gota desde que iniciamos el caso, como no sea la de aquel italiano que acuchillaron en la reyerta que tuvo lugar en La Suerte Loca.

—Eso es porque tú solo miras, y yo «veo».

—Eres un pedante, Luna. ¿Lo sabías?

—La graja le dijo al cuervo…

Carbonell soltó una carcajada. Para entonces habían llegado a la puerta principal de la Jefatura de Policía.

Nada más entrar, el sargento los llamó desde el otro lado del mostrador.

—Señor… —se dirigió al madrileño—, han telefoneado preguntando por usted.

—¿Le ha dicho su nombre? —Se acercó a él.

—Era el agente Blasco.

Fernández-Luna miró a su compañero, exultante.

—Para mí que son buenas noticias. —Dicho esto, se volvió hacia Jiménez—. ¿Podría solicitar una llamada de larga distancia a la Comisaría General de Madrid?

—Sí… aunque es posible que tarde unos minutos.

—No tengo prisa. Esperaré.

El suboficial fue hacia la pared de donde colgaba el teléfono. Segundos más tarde giraba con fuerza la manivela.

Mientras aguardaban, Carbonell se excusó ante su compañero.

—Ahora vuelvo. He de hablar con uno de los agentes que hacen su ronda por el Paseo de Gracia. Es sobre una mujer que vive en la calle Salmerón. Luego te cuento.

Fue hacia un grupo de policías que formaban un círculo frente al armario archivero que había entre dos amplios ventanales.

Fernández-Luna se olvidó de él. Centró su atención en tres prostitutas que permanecían sentadas en el banco de los acusados a la espera de que un oficial les tomase declaración. Vestían de forma zarrapastrosa. Sus blusas y faldas estaban llenas de lamparones. La más joven llevaba el rostro tiznado de carbón y los cabellos apelmazados debido a la grasa y la suciedad. Otra de ellas lucía una enorme cicatriz que le cruzaba todo el rostro: el resultado de un ajuste de cuentas.

Entre aquellas mujeres no existía conciencia de clases. Pertenecían al inframundo. Eran gente del abismo: el lumpen; la capa social más baja de todas, por debajo del proletariado.

Sintió lástima de sus miserables vidas.

—Menudo jaleo el de esta mañana —le oyó decir a Jiménez, que seguía con el auricular en la oreja a la espera de la señal de la operadora—. Los sindicalistas, según cuentan los agentes que han llegado esta mañana a Jefatura con varios detenidos, se han reagrupado en la Gran Vía Diagonal después de fortalecerse en los barrios del Clot y de San Martín. Otros vienen de Sans… de San Andrés… de Hostafranchs. Dicen que en la Rambla hay reunidos más de tres mil manifestantes. —Movió la cabeza de un lado a otro, disconforme—. No sé de qué se quejan —añadió—. En el llano de Barcelona, en lo que respecta a la industria textil, los salarios y la mano de obra se suelen pagar bien, casi el doble de lo que gana un obrero en Sabadell o Mallorca.

El madrileño escuchaba con atención las explicaciones del sargento, incluso asentía a sus razonamientos de vez en cuando, aunque en realidad seguía pensando que los empresarios infravaloraban la labor de sus trabajadores, rebajados a la categoría de esclavos industriales.

La conversación, o más bien soliloquio, llegó a su fin cuando la operadora le comunicó a Jiménez que podía hablar con la Comisaría de Madrid.

—Aquí tiene, señor. —Le extendió el auricular con forma de pera.

Fernández-Luna accedió a cogerlo de inmediato.

—Ramón al habla —dijo, con voz grave.

—Lo tenemos, señor. El Fantôme ya es nuestro —le oyó decir al agente Blasco.

—Espero que haya pruebas suficientes para inculparlo.

—Algunas hay,
señor
… —titubeó unos segundos—. Hemos hallado el disfraz que utilizaba para perpetrar sus robos, y varios juegos de ganzúas. Sin embargo, nos ha sido imposible encontrar la llave maestra que se utilizó para forzar la cerradura de seguridad del hotel Ritz. Debe de tenerla escondida en algún lugar secreto.

Fernández-Luna guardó silencio un instante. Intentaba ahondar en la mente de Eddy Arcos. Debía ponerse en su lugar; pensar como él.

«¿Dónde esconderías algo que no quisieras que encontrase la Policía?», se preguntaba una y otra vez, sin hallar respuesta.

Tuvo un presentimiento, una corazonada por decirlo de algún modo. Era una idea absurda y manida. Demasiado recurrente para ser verdad.

—Quiero que tú y Heredia vayáis a la habitación que esos dos tienen reservada en el Ritz…

—La hemos registrado a fondo —se adelantó a decir su subordinado, en tono de queja.

—¡Déjame que termine! —lo amonestó, airado—. Una vez en su cuarto, mirad bajo el colchón. Encontraréis un agujero entre los muelles; y dentro, la ganzúa que andáis buscando.

Blasco, perplejo, no supo qué decir. Aquello resultaba ridículo, pueril.

—¿Está seguro, señor? ¿Tan sencillo como eso?

—Me apuesto la paga de un año —respondió, convencido de sus palabras—. Envíame un telegrama al Hotel Colón en el momento que la tengáis en vuestro poder.

—Descuide, señor. Mañana mismo tendrá noticias mías.

Antes de dar por finalizada la conversación, Fernández-Luna le recordó que debían extremar las precauciones mientras no se les condujera ante el juez. Por encima de todo, debían evitar que Eddy y su amante se fugasen de nuevo.

Ya pensaba entregarle el auricular al sargento, cuando se acordó de Ana. Sintió la imperiosa necesidad de hablar con ella. La echaba de menos. Además, tenía que pedirle un pequeño favor. Su valiosa ayuda podría ser determinante a la hora de resolver el caso.

—Jiménez… —le dijo al sargento de forma confidencial, haciéndole un pequeño gesto para que se acercase al mostrador—, ¿podría solicitar otra llamada de larga distancia?

—¿De nuevo a la Comisaría de Madrid?

—Esta vez no. —Le dio cierto reparo decirle la verdad—. Verá, me gustaría hablar con mi esposa. Hace una semana que no sé nada de ella.

—No se preocupe, señor. Me hago cargo. —Las mejillas rubicundas del sargento enrojecieron más de lo acostumbrado—. Por favor, facilíteme su número.

—El cinco mil ochocientos cincuenta y dos… en el número diecisiete de la calle Montalbán.

Apenas habían transcurrido unos minutos, cuando pudo escuchar la voz de Ana a través de la línea. Como es natural, lo primero que hizo fue preguntar por ella y por sus hijos. Su esposa le puso al corriente de todas las novedades, incluyendo la noticia de que su primogénito Ramón había conseguido matricularse en la Academia de Infantería de Toledo, como era el deseo de todos. Fernández-Luna, por su parte, le hizo un breve resumen de sus peripecias en la Ciudad Condal, adelantándole que pronto habría de resolver el caso, y que por lo tanto podría estar de vuelta en Madrid en unos pocos días.

Pero antes, debía solicitar su ayuda.

—Ana, he de pedirte un favor —le dijo, con voz seria.

—¿De qué se trata?

—Quiero que vayas a Alcalá de Henares a visitar a tu padre. Necesito que le hagas unas preguntas.

—Tú me dirás…

—Es sobre un asunto ocurrido en Cuba hace años que me gustaría indagar. Tu padre pasó gran parte de su vida en La Habana. Debe de saber algo al respecto.

—Descuida, iré a verle esta misma tarde —le prometió ella—. Dime… ¿Qué es lo que deseas averiguar, concretamente?

—Quiero que le preguntes por la familia Ródenas, y por el escándalo que propició la venta de sus terrenos, allá en la isla, y su inmediato regreso a España. He de conocer todos los detalles.

—Y los sabrás. —La oyó reír al otro lado de la línea—. Ya conoces al coronel Aguilera. Tiene una memoria de elefante.

Mientras hablaba por teléfono, vio a Carbonell en compañía del señor Riquelme. Ambos se dirigían hacia él.

—En cuanto sepas algo me envías un telegrama al Hotel Colón —se apresuró a decir—. Ahora he de dejarte. Tengo trabajo. Un beso, querida. Te quiero.

Le entregó el auricular a Jiménez.

—¡Bien, señor Luna! —exclamó el inspector de Seguridad. Traía el semblante serio. Parecía contrariado—. Acabo de recibir la aprobación del gobernador civil. Puede poner en marcha su ridículo plan cuando crea conveniente. A partir de ahora tiene carta blanca para actuar a su antojo.

Los ojos del madrileño chispearon de satisfacción. Había llegado el momento de pasar al contraataque.

—Luna, ¿tú crees en los espíritus?

La pregunta de Carbonell le hizo apartar la mirada del magnífico velero que había anclado en la Dársena de San Beltrán, llamativo tanto por la audacia de su aparejo como por la elegancia de su arboladura. Ambos permanecían sentados frente a una mesa en la terraza-balcón del Real Club Marítimo de Barcelona. Habían pedido unos cafés aprovechando una breve pausa en su trabajo.

—Mi abuela me hablaba de las ánimas del purgatorio. Son las almas de quienes no han alcanzado la Gloria de Dios, pero que tampoco son dignas de ir al infierno. —Proyectó una mueca de añoranza al rememorar los días grises de su niñez—. ¿Te refieres a eso?

—Pues mira, no estoy seguro. —Se quedó pensativo unos segundos, antes de continuar—. Yo te hablo de fantasmas… de muertos que se comunican con sus familiares a través de personas vivas, como son los médiums.

—Lo siento, soy demasiado racional. No creo en espiritistas ni en adivinadoras de cartas. —Lo miró con interés antes de proseguir—. ¿A qué viene esa pregunta?

Frente a ellos, una pareja de enamorados, apoyados en el barandal, observaba las tranquilas aguas del puerto, donde cuatro remeros y un timonel se entrenaban a bordo de la yola campeona
Barcino II
. La joven llevaba un elegante sombrero y un parasol de tela blanca con encajes. Él iba impecablemente vestido de
sport
, con pantalones y chaqueta de lino.

Hacía un día estupendo.

—Le he prometido a Lolita acompañarla a casa de
Yaya
Raquel, una médium que organiza sesiones de espiritismo en la calle Salmerón. —Carbonell extrajo un pañuelo del bolsillo para secarse el sudor de la frente—. Ella cree que puede hablar con Rodrigo, su difunto esposo.

—Al margen de que el susodicho está muerto, y los muertos no hablan… ¿Cuál es el problema?

—Tú eres el problema. —Antes de que su compañero pudiera reaccionar, terminó diciendo—: Quiero que vengas con nosotros.

Fernández-Luna se echó a reír. Aquella era la visita turística más pintoresca de todas las que le había propuesto su compañero.

—¿Lo dices en serio?

—Por supuesto —contestó—. Imagínate que es cierto eso de que puede comunicarse con los espíritus. Una mujer así, con ese poder, podría ayudarnos en la investigación. ¿No te parece?

—Permíteme que lo ponga en duda —fue el parecer del madrileño, siempre tan escéptico—. Incluso así, iré contigo… es decir, con vosotros. Pero que conste que lo hago solo porque siento curiosidad.

Carbonell dirigió su mirada hacia el embarcadero orientado a poniente. La brisa rizaba las olas del mar, que en su implacable avance colisionaban contra el espigón. Al cabo de unos segundos, le dijo:

—Gracias, amigo mío. No esperaba menos de ti.

Apenas le prestó atención a las palabras de su colega. Permanecía abstraído en sus pensamientos, ordenando los fragmentos aleatorios de aquel rompecabezas —que era el asunto del mago— mientras su vista corría en pos de las gaviotas que sobrevolaban las azules aguas del Mediterráneo.

Estaba muy cerca de cumplir su objetivo. Todo era cuestión de metodología y equilibrio mental. Y de intuición, por supuesto.

24

Serían cerca de las ocho cuando el carruaje de alquiler se detuvo en el número trece de la calle Salmerón. Con la llegada del crepúsculo, según pudo apreciar Fernández-Luna a través de la ventanilla, la luz de las farolas fue ahuyentando la penumbra que envolvía la doble hilera de fachadas reseguidas de árboles frondosos. Los carreteros que ofrecían sus servicios en la alameda comenzaron a recoger los aparejos propios de su labor. Los mozos que les ayudaban a cambio de unas pesetas, ataviados con guardapolvos blancos y gorras de fieltro, abrochaban con fuerza las muserolas de los caballos y el correaje de los ahogaderos, deseando terminar cuanto antes para regresar a la existencia gris de un hogar de noches tristes y resignadas. Los viandantes irrumpían en las dilatadas aceras. Acariciaban con mirada ufana aquel entorno partidario de las buenas costumbres, pero también de la incontinencia y el juego. Una inmensa mayoría reía con carcajadas altísonas mientras trataban de esquivar hábilmente las ágiles maniobras que ejecutaban aquellos que iban montados en bicicleta, que eran muchos y ocupaban gran parte de la avenida. Tras ellos marchaba el tranvía. El conductor, como siempre, tenía la precaución de no llevárselos por delante cada vez que se cruzaban en su camino.

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