El castillo en el bosque (53 page)

Read El castillo en el bosque Online

Authors: Mailer Norman

BOOK: El castillo en el bosque
4.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

Otro miembro se levantó para decir:

—Concuerdo con mi distinguido amigo en que muchas de esas llamadas mejoras son dudosas. Los relojes de bolsillo son sin duda un excelente ejemplo. En estos tiempos cualquiera puede comprarse un reloj por un precio razonable. Pero yo todavía recuerdo la época en que era un privilegio lucir un hermoso reloj. Un empleado tuyo tenía que tomar nota de la estupenda calidad de tu reloj y leontina. Se retiraba de tu presencia con respeto. Hoy cualquier obrero saca una bisutería de los pantalones y te dice que ese chisme marca mejor el tiempo que el tuyo. ¿Quieren saber lo peor? A veces es cierto.

Este comentario suscitó la risa.

—No, caballeros —prosiguió el que hablaba—, una baratija de reloj puede ser más exacta en este sentido que nuestras reliquias de familia, que, al fin y al cabo, apreciamos porque llevan con nosotros muchísimo tiempo.

Una noche, el tema de conversación fueron las cicatrices que dejaban los duelos. Alois se puso nostálgico. Escuchó con suma atención las diversas opiniones sobre la mejor ubicación de la herida. ¿Había que preferir la mejilla derecha o la izquierda, la barbilla o la comisura del labio? Sin embargo, hacia el final de la velada consiguió meter la cuchara y comentó que cuando era un joven funcionario en el servicio de aduanas muchos de sus superiores lucían estas cicatrices y «les respetábamos». Se sentó, sonrojado. Su observación no fue de gran ayuda.

En otra ocasión hirió sus sentimientos un joven deportista (con una prominente cicatriz de duelo) que entabló una larga conversación con él. Poco antes había atravesado Linz la primera gira automovilística de París a Viena, y el hombre de la cicatriz no sólo poseía un automóvil sino que había participado en la carrera.

En la misma velada, unas horas antes, el deportista había animado un debate sobre la cuestión de si era sensato comprar un automóvil, y los pros y contras de la acalorada discusión propiciaron comentarios vehementes. Los que se oponían a los automóviles hablaron con desprecio del polvo, el barro, los tumultos y, lo peor de todo, las humaredas.

—Sí, ya sé —contestó el deportista—: esas máquinas infernales les parecen atroces, pero resulta que a mí me gustan los gases. Para mí son afrodisíacos.

La observación fue acogida con abucheos y gritos. Él se rio.

—Digan lo que quieran, los gases ofrecen un poco de libertinaje. —Y aquí se atrevió a olerse los dedos. La reacción de los oyentes fueron gruñidos y risas—. Ustedes confórmense con sus carruajes y establos —continuó—, pero a mí me gusta viajar a grandes velocidades.

—¡Oh, esto es demasiado! —exclamó alguien.

—En absoluto —dijo el deportista—. A mí me agrada la sensación de peligro. Me estimula el rugido del motor. La atención de los numerosos peatones que admiraban un hermoso caballo y carruaje se centra ahora en las virtudes de mi monstruo de hierro. Lo veo con el rabillo del ojo cuando voy embalado.

A Alois le impresionó sin duda aquel rico deportista, que remató su argumentación diciendo:

—Sí, conducir un automóvil entraña cierto peligro. Pero también es peligroso frenar a un caballo enloquecido. Preferiría arriesgar el pellejo en un vehículo de motor que aplastarme los huesos debajo de un coche volcado. O que sentarme detrás de un jamelgo que secretamente me aborrece a muerte.

¡Qué jaleo se armó cuando dijo esto! Nada peor que aquella animalada.

Más tarde, cuando el debate concluyó, el hombre entabló con Alois una conversación discreta cuyo temario oculto pronto se hizo evidente, ya que no tardó en formular numerosas preguntas sobre los procedimientos aduaneros. Alois se ofendió. Brillantemente ufano en el podio, el deportista ahora revelaba con claridad su motivo.

—Parece que va a cruzar unas cuantas fronteras —observó Alois.

—En efecto, así es —dijo el deportista—. Pero estoy pensando en la inglesa. Dicen que los ingleses son los peores.

Procuró hablar de perfil, de tal manera que a Alois le impresionara como merecía la cicatriz del duelo en la mejilla izquierda.

Era un chirlo bien irregular, perfecto para un hombre tan apuesto y sereno como aquel individuo, pero el trabajo en la aduana le había enseñado sus propias astucias, y Alois sabía distinguir entre una cicatriz auténtica, ocasionada por el sable de un duelista rival que te surca la superficie de la cara y te causa, en consecuencia, un desgarro genuino, de una cicatriz autoinfligida por un tipejo ambicioso que pretende embelesar a las mujeres. Un sujeto así utilizaría una cuchilla para abrirse una herida en la cara e insertar luego una crin de caballo en la fisura. Con este método la herida se convertía en un chirlazo lo bastante vistoso para ennoblecer el resto de tu carrera.

Cuando estaba bien hecha, la cicatriz podía parecer auténtica, pero Alois ya había decidido que aquel hombre, casi con plena certeza, había usado una crin. La herida le quedaba demasiado bien.

Por tanto, Alois se limitó a responder:

—Espero que sigamos siendo tan buenos como los ingleses cuando hay un gracioso que pretende introducir objetos preciosos en Austria sin pagar derechos.
Celer et vigilans
—añadió Alois—. Era mi divisa.

Fue una mentira feliz: por casualidad había recordado el lema aquella misma tarde: veloz y vigilante. Aquello impuso una pausa al automovilista.


Numquam non paratus
—contestó, ante lo cual Alois no pudo por menos de sonreír.

Lo primero que hizo al volver a casa fue mirar lo que significaba el latinajo. «Nunca desprevenido.» Una antigua cólera le invadió un momento. Cómo le habría gustado echarle el guante a aquel hombre en una garita de aduanas.

No obstante, se sintió expansivo durante la cena. La emoción del debate todavía le acompañaba, y cuando refirió su comentario final sobre las cicatrices de duelo, Adolf escuchó con avidez. Algún día tendría su propio automóvil. Quizás incluso su propia cicatriz.

9

Para sorpresa de Adolf, hubo una noche en que Alois le llevó a la ópera. La invitación —fueron a ver
Lohengrin—
había sido consecuencia de una mejoría en el boletín de notas de febrero de 1902. Debido al fracaso anterior, la primera mitad del segundo curso había sido una repetición de la primera mitad del primero, y por tanto obtuvo un aprobado en cada curso. Incluso hubo comentarios elogiosos sobre su diligencia y su conducta que indujeron a Alois a declarar:

—Una buena seña. En cuanto uno concede la prioridad a la conducta, lo demás viene solo.

Alois estaba reduciendo sus exigencias. Había estado enfermo. Dos meses antes, en diciembre del año anterior, 1901, había tenido una gripe que le asustó. Una vez más sintió una necesidad imperiosa de mejorar a su recalcitrante hijo.

Así pues, a principios de febrero, poco después del aniversario de la muerte de Edmund, decidió volver a intentar un nuevo acercamiento. Habiendo advertido que Adolf escuchaba con intenso interés cada vez que él contaba las conversaciones en las Buergerabends, también le complacía ver que Adolf leía todos los periódicos que llegaban a casa. De hecho, gracias a unas cuantas observaciones que Adolf hizo en la mesa familiar, Alois supo que algunos condiscípulos de su hijo (pertenecientes, por supuesto, a las familias más pudientes) hablaban en los recreos de las óperas a las que habían asistido. Decidió que había llegado el momento de llevar al chico.

No fue una sorpresa que Alois hablase también despectivamente de la ópera de Linz.

—Para los de aquí —le dijo a Adolf—, la ópera es un edificio espléndido, pero si has estado en Viena y conoces, como yo, una auténtica ópera, la de aquí no te parecerá tan imponente. Claro que viniendo de Hafeld, Lambach o incluso Leonding, supongo que pensarás que esta noche estás escuchando algo grandioso. Y, en efecto, Linz ha obtenido el derecho de proclamarse una ciudad y enorgullecerse de su ópera. Sin embargo, esta noche no será en absoluto como en Viena. Adolf, si triunfas en una carrera quizás algún día puedas vivir en Viena. Entonces gozarás de verdad las cumbres del placer musical.

Alois se quedó complacido con su discurso. Había llegado a un punto en la vida en que sentía que aunque muchas otras cosas estaban en decadencia, había aumentado la capacidad de expresarse con las críticas exhaustivas de un verdadero
Buergerabender.

Así pues, llevaron a Adolf a escuchar su primer Wagner en una ópera de segunda clase. Y a pesar de los comentarios de su padre, más de una vez se quedó extasiado. Aunque se burló de la entrada del gran cisne que remolcaba la barca de Lohengrin al escenario para salvar a Elsa (porque Adolf oía el crujido de las botas de los dos hombres escondidos dentro del cisne), le maravilló el aria de bienvenida de Elsa a Lohengrin. «Veo brillante de esplendor a un caballero de glorioso semblante... El cielo lo envía para salvarme. Será mi paladín.»

Lágrimas brotaron de los ojos de Adolf. Al día siguiente se mezclaría con los alumnos que hablaban de las funciones a las que habían asistido. Por consiguiente, durante el intermedio escuchó los comentarios de los aficionados de aspecto más entendido.

—Qué manía la de Wagner —le dijo un hombre a otro— de preferir los violines y las maderas de viento para evitar que le atrapen las arpas. Wagner conoce sus sonidos celestiales. Es como si hubiera sido el primero en descubrirlos. Violines, oboe, fagot, sí, pero nada de arpas.

Sí, pensó Adolf, al día siguiente repetiría esto mismo en la escuela.

Alois, por su parte, estaba sumido en su meditación. Cavilando sobre la pericia de las clases superiores, decidió que poseían una base para su buena fortuna. Sabían cómo conseguir puestos apropiados para sus hijos en el ejército, la Iglesia o el derecho, para de este modo seguir preciándose de los logros familiares. Pero ¿por qué llegar a la conclusión de que él no era tan bueno como ellos? De acuerdo, él había empezado desde un lugar humilde, pero ahora se disponía a asumir el punto de vista de los poderosos. Comprendían que el hijo primogénito, apto o no, aún tenía que prepararse para cumplir el destino de la familia. Esto no sólo era cierto en el caso del ejército y la Iglesia, sino que también incluía a los funcionarios del gobierno. Al fin y al cabo, algunos burócratas llegaban a ser ministros. Si bien él no había escalado tan alto, un hombre que tuvo que empezar en lo más bajo de la escala, se sentía con derecho a una certeza. Si hubiera tenido aquellas ventajas de nacimiento habría sido un excelente ministro. Y si llegaba a ser alguna vez un hombre respetable, él también estaría en condiciones de superar los logros de su padre. Al escuchar ahora la música, tan acorde con su ánimo elevado, tan sublime, tan ambiciosa y audaz, Alois vertió en la oscuridad unas pocas lágrimas de felicidad por una vida consumada, y estos sentimientos se fundieron tan bellamente con las notas finales de
Lohengrin
que las palmas se le pusieron coloradas de los aplausos que dedicó a la compañía de aquella ópera de segunda.

Adolf, sin embargo, no estaba tan agitado. Ante la energía de los últimos acordes, no tardó en caer en picado desde un estado de ánimo elevado y magnífico al habitual abatimiento.

Diré que esto era uno de nuestros problemas básicos. Nos sobran los clientes que ascienden hasta la embriaguez de sus sueños personales para luego caer como un plomo a la fealdad de su situación real. Así que tenemos que calmarlos. Aunque planeaba por el empíreo con Wagner, la caída de su confianza comenzaba. Wagner era un genio. Adolf había concebido esta opinión al instante. Todas sus notas le eran elocuentes. ¿Acaso podía afirmar esto de sí mismo? ¿O no era él un genio, en definitiva? No, comparado con Wagner.

10

Al volver a Leonding en el último trolebús, Alois no estaba más contento que su hijo. Después de haber obsequiado con
Lohengrin
a Adolf, tenía que encontrar una forma de pasarle factura. ¿Estaría el chico dispuesto a acompañarle a la aduana? Llevaba meses sopesando todas y cada una de las profesiones que Adolf pudiese ejercer y había llegado a la conclusión de que la mejor alternativa era la aduana. Como mínimo, sería comparable con ingresar en un oficio estimado de una buena familia.

Sin embargo, cada vez que la conversación viraba hacia este tema, Adolf hablaba de ser un artista. Alois entonces le sugería:

—Puedes ser las dos cosas. Sin asomo de duda. ¿No he hecho yo más de una cosa en la vida?

Pues bien, aquí el chico asentía con una resignación melancólica, como si fuese obligatorio rendir homenaje a las repeticiones de un padre. Con el tiempo, Alois ya no hablaba del servicio aduanero. El parco fruto obtenido le dejó irritable.

Pero la ligera mejoría en las notas de Adolf recordaron a Alois que un padre tenía que atender cualquier atisbo de un cambio positivo en un hijo adolescente. Por tanto, había que hacer otro esfuerzo para dar al chico un vida honorable. Le llevaría a visitar la aduana.

Así pues, una noche determinada Alois lanzó uno de sus monólogos en la mesa familiar y sintió que el espíritu de las Buergerabends le facultaban para desplegar más dotes retóricas que nunca.

—Hay un socio de nuestro club que insiste, y debo admitir que es una opinión interesante, en que está disminuyendo la brecha que separa a los ricos de los pobres.

—¿Es verdad eso? —preguntó Klara, deseosa de entablar conversación.

—Desde luego. Hemos tenido grandes debates al respecto. Se debe a nuestro sistema ferroviario. Seas rico o seas pobre, ¡da igual! Viajas a la misma gran velocidad. Oh, te digo a ti, y os digo a vosotros, niños, prestad atención, tú, Angela, y tú, Adolf. Recordad esta predicción: estas noches he oído hablar en las Buergerabends de campesinos tan pobres que..., emplearé una expresión que ahora ya sois mayores para entender. Son gente tan pobre que —tuvo que susurrar el resto— usan las manos para lavarse.

—¡Oh, papá! —exclamó Angela.

Alois no pudo resistirse.

—Y después se raspan los dedos con tierra.

A lo cual Angela gritó de nuevo: «¡Oh, papá! ¡Oh, papá!», pero se reía de lo fácil que al padre le resultaba ser repulsivo y de lo bien que la conocía a ella. Era verdad. Sabía cómo hacerle reír.

—Oh —dijo Alois—, así era antes. Pero ahora algunos de estos empobrecidos en otro tiempo son lo bastante despiertos para saber lo que se avecina. Hasta oigo hablar de campesinos tan listos que venden sus tierras a los hombres que proyectan construir fábricas en esos lugares tan pronto como lleguen las carreteras. Sí —dijo—, todo corre hacia delante, y hasta los granjeros participan en esta carrera. Pero tú, Adolf, con tu inteligencia, bueno, he llegado a la conclusión de que eres potencialmente un hombre muy inteligente y aún vas a instruirte. Así que yo te pondría sobre aviso. Estos cambios en la sociedad van a alterar la naturaleza del trabajo que hacemos. La educación llega y prevalecerá sobre todo lo demás. Hasta los tontos sabrán leer y escribir. Por supuesto, también es importante que no todo el mundo se eduque tan bien que perdamos toda distinción de lo que significa que te llamen Herr Doktor. Adolf, si estudias con ahínco en la escuela, sí, es sólo la Realschule, no el Gymnasium, pero podrás seguir y hacerte ingeniero, ojalá así sea, y te llamarán, en cuanto obtengas tu doctorado, sí, ése será el gran día para ti y para todos nosotros, porque entonces a ti también te llamarán Herr Doktor. Te aseguro que me habría gustado que me llamaran así y en consecuencia haber disfrutado de un nivel de respeto más alto en la comunidad que el que ahora tengo. —Levantó una mano—. Aunque no me quejo, desde luego. En absoluto. Pero si yo hubiera sido Herr Doktor, a tu madre la habrían llamado
Frau
Doktor aunque nunca haya visto las puertas de entrada de una universidad. —En este punto Alois se rio y Klara se puso roja—. Sí, es posible que te intereses por los negocios. En mi época era algo imposible para alguien de mi origen. Pero ahora no es como cuando yo era joven. Ahora quizás valgas para el comercio o la tecnología. Y, sin embargo, no te veo como un ingeniero o un empresario porque en todos estos éxitos hay un fallo: no te queda tiempo para ti. Un empresario no conoce descanso. Se lleva el trabajo a casa. Lo mismo hace un ingeniero. ¿Y si el puente se derrumba? —Alois hizo una pausa, respiró hondo y continuó— : Si decidieras trabajar en la aduana, siempre dispondrás de tus noches y tus fines de semana, para disfrutarlos a tu gusto. Tendrás tiempo para dedicarlo a tu arte.

Other books

Kartography by Shamsie, Kamila
The Widow by Carla Neggers
Lexie and Killian by Desiree Holt
Embittered Ruby by Nicole O'Dell
Enflamed (Book 2) by R.M. Prioleau