Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
—Mamá dijo que no. Todavía no debemos besarte.
—Mamá no comprende que está bien besarse entre hermanos.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro.
—Déjame verte los dedos cuando juras.
En este momento impulsé claramente a Adolf. Levantó las manos, con los dedos extendidos. «Lo juro», dijo, y besó varias veces a Edmund, un beso lleno de babas, y Edmund se lo devolvió. Estaba muy feliz de que Adi le quisiera, a pesar de todo.
Edmund contrajo el sarampión. Y la enfermedad resultó mortal. Fuimos los responsables de su muerte. O no lo fuimos. Yo no sabía más que Adolf al respecto. Noche tras noche, por consiguiente, un nuevo pelotón de soldados franceses perecía en su sueño. Yo había decidido distraerle con una serie de deseos cumplidos. Uno por uno no producirían un gran efecto, pero la cantidad altera la calidad, como en una ocasión le escribió Engels a Marx, y por tanto creo que mi trabajo habría surtido el efecto deseado de no haber habido otros problemas que Adolf tuvo que afrontar. Por lo demás, creo que al final podría haberse decidido a desplazar sus fuerzas psíquicas hacia la convicción rigurosa de que el asesinato proporciona poder a un asesino.
La predisposición de Adolf Hitler a exterminar a seres humanos en la cámara de gas no era obviamente en aquella época, 1900, un anhelo activo. Si hablo, por tanto, de un año como 1945, es para establecer una conexión con los meses que siguieron a la muerte de Edmund. Totalmente guiado por el Maestro en aquellos años, yo sólo procuraba intensificar una sensación temprana de que Adolf quizás pudiese convertirse todavía en un importante agente de los dioses de muerte. Ello le permitió creer que su fin no sería como el de los demás. Por supuesto, yo aún no tenía una expectativa real de las dimensiones venideras. Habría hecho lo mismo por Luigi Lucheni si hubiera sido mi cliente cuando era joven.
Sin embargo, me parece interesante que Hitler, pocos meses antes de los últimos de su vida, quisiera que le incinerasen. El aspecto más vulgar de su vida siempre había sido el cuerpo, pero por entonces, casi al final, su alma —para todos los baremos salvo el nuestro— estaba más contaminada que su torso. Claro que también es cierto que cuando has llegado a ser un supervisor de la muerte que posee el poder de liquidar a montones de personas, tu ego tiene asimismo una gran necesidad de una coraza muy dura para no experimentar un horror íntimo por el precio de tu alma. Casi todos los estadistas que se erigen en caudillos victoriosos de un país en guerra han alcanzado ya esta prominencia. Se han implantado la capacidad de no sufrir noches de insomnio debido a las bajas en el otro bando. Poseen ya la más poderosa de todas las maquinarias sociales de embotamiento psíquico: ¡el patriotismo! Éste sigue siendo el instrumento más fiable para guiar a las masas, aunque aún puede reemplazarlo la religión revelada. Amamos a los fundamentalistas. Su fe nos brinda todas las garantías de llegar a convertirse en armas de destrucción masiva.
Aunque sean conclusiones personales, también debo advertir al lector de que el Maestro detesta que sus acólitos tengan amplitud de miras. Las denomina «vuestros vahos». Nos insta a ocuparnos de lo que nos incumbe.
Creo que hacia el final Hitler debió de sentirse tan cansado que confesó este sentimiento. En 1944, uno de los peores años de su vida, cuando el curso de la guerra no era favorable, el
Führer
, en su refugio subterráneo del este de Prusia —el Wolfschanze— intentaría relajarse contando anécdotas a sus secretarias durante la comida. Contaba que su padre muchas noches le
propinaba una azotaina. Pero aseguraba a sus oyentes que había sido valiente, sí, tanto como un indio americano sometido a tortura. Nunca había emitido el menor sonido. Las mujeres se recreaban oyendo las historias de su heroísmo. Por entonces, mucho más envejecido de lo que correspondía a su edad —cincuenta y cinco—, Adolf disfrutaba las ventajas de la vejez. Le encantaba recibir la admiración femenina sin pasar por el trance de decidir ponderar la posibilidad de copular con ellas. Su talante sexual, tan totalmente distinto del de Alois, nunca había pretendido buscar las glorias o peligros de una nueva fornicación. (El temor a la vergüenza era prodigioso en Adolf, y nosotros le incitábamos a conservarlo.) Una compañera terrenal ya no nos era en absoluto necesaria para nuestros designios.
Por supuesto, la historia que contó a sus secretarias era una exageración descarada. Alguna vez hablaría de doscientos azotes descargados por el brazo paterno sobre su trasero.
Una vez, a finales de los años treinta, hablando con Hans Frank le dijo:
—Cuando yo tenía diez o doce años me veía obligado a ir a altas horas de la noche a aquella inmunda taberna llena de humo. No me importaba poner a mi padre en evidencia. Iba derecho a la mesa donde él me miraba idiotizado y le zarandeaba. «Padre», le decía, «es hora de volver a casa. Levántate.» Y muchas veces tenía que esperar un cuarto de hora o más, suplicando y regañándole hasta que él conseguía ponerse en pie. Yo le sostenía en el camino de vuelta. Nunca me he sentido tan horriblemente avergonzado. Te aseguro, Hans Frank, que sé lo diabólico que puede ser el alcohol. A causa de mi padre, me envenenó la juventud.
De hecho, refirió esta historia tan bien que Hans Frank la repitió durante los procesos de Nuremberg.
Lo cierto era que Alois estaba bebiendo menos. No se atrevía a trasegar mucha bebida. El hecho de que Edmund no estaría allí para saludarle por las mañanas se le hacía insoportable. Se sentía como si en sueños hubiera ingerido un cuenco de cenizas.
Muchas noches también necesitaba estar despierto porque iba a las Buergerabends. Aunque los notables fuesen quizás más cultivados que él, su compañía le sacaba un poco de sus peores estados de ánimo. Sin una diversión tan elegante, habría tenido que pasarse las noches rumiando la muerte del niño. Y de este modo se volvió un asiduo y con frecuencia asistía a las cuatro veladas de la semana, con independencia de la posada que hubieran elegido. Sí, al principio, se había mostrado rígido en sus llegadas y despedidas, la silenciosa compasión que le dispensaban fue aflojando su actitud. Una cortesía general le recibía al entrar.
Muchos se mostraban efusivos cuando se iba. «Es el lado bueno de la pequeña nobleza», se decía. En las aduanas, siempre les había visto glaciales en sus maneras, salvo cuando tenían algo que ocultar.
Lo que asimismo le impresionaba era que uno de los asistentes asiduos a las Buergerabends era un rabino llamado Moriz Friedmann, que había sido miembro de la escuela austriaca del distrito durante dieciocho años. Alois veía que la mayoría de los presentes trataban con respeto a Friedmann, y esto sin duda reforzaba su idea de que la humanidad se dividía entre las personas que eran instruidas y las que no lo eran. Dedujo que si un judío era aceptable para una Buergerabend, entonces también lo sería un campesino nacido en las más humildes circunstancias, sí, un hijo ilegítimo de una mujer que dormía sobre paja en un pesebre abandonado. No, no era proclive a beber con exceso en aquellas veladas. Adolf nunca tuvo que llevarle borracho a casa. En vista de la acogida calurosa que ahora le dispensaban en ellas, llegó a la conclusión de que tenía derecho a pertenecer a aquella sociedad porque él también, al igual que el rabino Moriz Friedmann, era un individuo especial. Alrededor de seiscientos judíos vivían en Linz en aquel tiempo, lo cual, habida cuenta de una población de sesenta mil, significaba que había un hombre o una mujer judías por cada cien habitantes. La mayoría de los judíos provenían de Bohemia y en realidad no eran tan toscos como cabía esperar: así se lo habría dicho a Klara si ella no hubiera supuesto que él era judío. En realidad, muchos de ellos eran asimilados. No se paseaban con viejos caftanes que olían a lugares rancios. Muchos eran profesionales o industriales y muchos, como Moriz Friedmann, ocupaban puestos federales honorarios. De modo que sí, venían de fuera, lo mismo que él.
Para entonces Alois pensaba (como el alcalde Mayrhofer) que la taberna de la ciudad era demasiado zafia. Debido a su luto, el vocerío le ponía al borde de las lágrimas cuando pensaba en Edmund. Además, habría bebido más en la taberna. Qué espectáculo tan impropio de un hombre daría si le sobrevenía allí el llanto.
Adolf comenzó la enseñanza secundaria en septiembre de 1900, cerca de ocho meses después de la muerte de Edmund. Si aprobaba todos los cursos en los cuatro años siguientes, al cumplir quince habría terminado secundaria. Declaró que su preferencia era cursar el Gymnasium, con su programa de estudios centrado en lenguas clásicas y arte, en vez de la Realschule, donde se hacía hincapié en las disciplinas prácticas.
Alois y Adolf hablaron a este respecto. A veces Klara estaba sentada en la habitación y a veces no, pero la materia de discusión era el Gymnasium. Adi creía que podría cursarlo con provecho. Manifestó que poseía talento para el arte. Con ánimo de ablandar a Alois, añadió que también estaba dispuesto a estudiar a los clásicos. Alois se mostró desdeñoso.
—Los clásicos? ¿Hablas en serio?
Klara habló.
—Nuestro hijo está disgustado. Lo cual, naturalmente, afecta a otras cosas.
—Entiendo algunos de sus infelices pensamientos —dijo Alois—. Pero lo que dices no va a ninguna parte. No veo de qué sirve intentar el ingreso en el Gymnasium. No va a conseguirlo. —Optó por mirar a Adolf a los ojos—. Puesto que ahora pareces incapaz de escribir alemán sin faltas, ¿cómo, en el nombre del buen Dios de quien habla tu madre, vas a asimilar el latín o el griego?
En este punto, Alois decidió hablar a su hijo en latín. No para ponerle a prueba, sino para burlarse de él.
—
Absque labore nihil
—dijo.
—¿Y qué quiere decir eso? —preguntó Klara, bruscamente.
¡Qué cruel por parte de Alois! Simuló que encendía su pipa, expulsando humo lentamente, y después lo liberó a su gusto antes de decir:
—Sin trabajo no hay nada. — Asintió— . Eso significa. —Exhaló el humo a pequeñas bocanadas instruidas—. A mi entender, el proverbio se aplica bien al estudio. En el Gymnasium, los alumnos deben dominar la gramática. La latina y la griega. ¡Las dos! Son hermosos conocimientos que adquirir. Te darían superioridad sobre otros durante el resto de tu vida. Pero nada se obtiene sin el esfuerzo adecuado, y esa escuela, Adolf, no es para ti. Tampoco necesitas estudiar historia antigua, filosofía o arte. Creo que sobresaldrías en muy pocas de estas asignaturas. En mi opinión, es mejor que entres en la Realschule. No sólo sus enseñanzas prácticas son lo que necesitas, sino que puedo ayudarte a ingresar en ella. —Pensaba en la ayuda del alcalde Mayrhofer—. Por mucho que me esfuerce, es inútil intentar que te admitan en el Gymnasium. Les bastará con echar un vistazo a tu ortografía.
Sabía que podría pedir a miembros de las Buergerabends recomendaciones para el Gymnasium, pero ¿para qué? No bastarían, sin duda. Él perdería mucho más de lo que pudiera ganar, y para nada. Suspiró.
La vida de Adolf empeoró a partir de entonces. Linz estaba a ocho kilómetros de distancia y era veinte veces más grande que Leonding. Había un trolebús cada hora, pero Klara quería que fuese caminando, y era un largo trayecto a campo través y bosques hasta la Realschule.
Cada mañana su padre, su madre o incluso Angela le recordaban de una forma u otra que era el único hijo que quedaba y que la familia tenía que contar con él. No tardó mucho en aborrecer la Realschule. Los días oscuros era un edificio imponente. Se había desvanecido el placer que sentía en la escuela de Hafeld, de Lambach y de Leonding, donde descollaba. Ahora los pasillos compartían su melancolía. Pensaba a menudo en el día en que Alois, llorando la muerte de Edmund, casi le había asfixiado con la fuerza de su abrazo, al tiempo que repetía: «Eres mi única esperanza.» Una esperanza que apestaba a tabaco. ¿Escucharía siquiera la atmósfera una mentira semejante? Este recuerdo, tan lleno de desdicha y falsedad, se había adherido ahora a los portales de la Realschule.
La mayoría de sus condiscípulos provenía de familias prósperas. Se comportaban de un modo distinto que los chicos de granja o de ciudad que había conocido en los últimos años. No creía a su madre cuando ella le decía:
—Tu padre es el segundo hombre más importante de Leonding. Y el primero, el alcalde, Mayrhofer, es un buen amigo suyo.
Dudaba de que la importancia de ambos llegase hasta las afueras de Linz. Caray, el alcalde, que según su madre era el hombre más importante de Leonding, vendía también verduras en su tienda: ¡un alcalde de lo más encumbrado! Adolf no llevaba un día en la escuela y ya se sintió ignorante. En el recreo entreoyó a dos alumnos que hablaban de las cualidades de la ópera a la que les habían llevado sus padres la noche anterior. Aquello ya le dio bastante que pensar, y hubo de preguntarse qué dirían de él. «Este Hitler tiene que venir andando desde Leonding.» Sí, los días de lluvia tomaba el trolebús, pero sólo si sus padres le daban los pfennings para pagarlo. ¡Un forastero! Muchísimos de aquellos chicos de Linz no habían pisado nunca Leonding. Lo suponían un pueblo lleno de barro. Y además Adolf difícilmente podía quedarse después de clase y hacer amigos cuando tenía que volver a la Garden House. Sus guerras de mentirijillas en el bosque ya sólo eran posibles los sábados. No había tiempo para adiestrar a las tropas.
Poco tardó en asediarle de nuevo la antigua pregunta. ¿Era responsable de la muerte de Edmund? Una vez más, optó por hablar a los árboles. Pero las conversaciones se habían vuelto alocuciones. Arremetía contra la estupidez de sus profesores y el olor de sus ropas percudidas. «Ganan una miseria», le dijo a un roble majestuoso. «Es evidente. No pueden permitirse cambiar la ropa blanca. Angela debería oler a esos profesores. ¡Entonces respetaría a su hermano!» Tenía otros temas. A un olmo viejo le declaró: «Se supone que es una escuela avanzada, pero sólo puedo decir que es un lugar estúpido. Es burdo.» Oía cómo las ramas murmuraban su asentimiento. «He decidido dedicarme al dibujo. Sé que soy excelente en capturar cada detalle de los edificios más interesantes de Leonding y de Linz. Cuando enseño estos dibujos a mis padres, hasta mi padre los aprueba. Dice: “Eres un dibujante magnífico.” Pero luego tiene que estropearlo. Dice también: “Tienes que aprender más de perspectiva. No has descubierto el tamaño correcto para las personas que pasan por delante de tus edificios. Algunas podrían medir dos metros y otras son pigmeos. Tienes que aprender a dibujar cuerpos a escala. La gente debe estar proporcionada con el tamaño del edificio y la distancia a la que se encuentran de él. Lástima, Adolf, que no hagas esto bien, porque tu dibujo en sí sería un boceto estupendo.”»