El castillo en el bosque (57 page)

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Authors: Mailer Norman

BOOK: El castillo en el bosque
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Tengo que decir que ningún suceso desde la muerte de Alois había estado tan cerca de quebrar el sentido de personal importancia que tenía Adolf. No obstante, yo había erigido una empalizada tan protectora alrededor de su visión de sí mismo que ni siquiera este episodio representó un desastre.

5

Klara lloró de amor cuando supo por qué el certificado le había llegado en cuatro pedazos.

—Así es todavía más valioso para mí —dijo—. Será un orgullo enmarcarlo.

Fue la hora en que él decidió que la capacidad de mentir con arte era un don estimable y, en efecto, madre e hijo pasaron una noche deliciosa. Paula se durmió enseguida y ellos, sentados juntos en el sofá, rememoraron viejos tiempos, de cuando Adolf tenía dos y tres años.

Fue una ocasión especial. El año anterior, cada fin de semana que volvía de Steyr, había llegado a cansarse de escuchar a Klara hablando de Alois. Para ella, había que recordar al difunto como un pilar del imperio, como un funcionario profundamente abnegado. Sus pipas de arcilla y de larga boquilla estaban expuestas sobre la campana de la chimenea, cada una reposando en un soporte especial. El evangelio familiar daba por sentado que Alois había dado su bendición a Adolf. Era una bendición tener un padre que, en su carrera, había escalado el equivalente de una montaña.

Yo me disponía a decirle esto mismo. Por entonces yo quería implantarle una idea en el cerebro: la de que Alois le había dado a Adolf la oportunidad de comenzar desde un lugar más alto que su padre, para que de esta forma llegara a ser un individuo más prestigioso. No sabría decir si Klara tenía más influencia que yo en este tema, pero estos pensamientos quedaron tan arraigados en la mente de Adolf que cuando escribió
Mi lucha,
diecinueve años después, en 1924, hablaría de Alois elogiosamente:

Sin haber cumplido aún trece años, el niño que era entonces recogió sus cosas y abandonó su terruño, Waldviertel. Debió de ser una resolución amarga la que le llevó a emprender la ruta hacia lo desconocido con sólo tres florines para el viaje. Cuando el chico de trece años tuvo diecisiete, larga era su experiencia de penalidades. Una pobreza y desdichas interminables fortalecieron su determinación con toda la tenacidad de quien se ha hecho «viejo» por culpa de una tristeza incesante. Aunque aún era casi un niño, el chico de diecisiete se aferró a su decisión y se hizo funcionario. Ya se había cumplido la promesa que el pobre antaño había formulado de que no volvería a su pueblo natal hasta ser alguien.

6

Para mejorar aún más su situación económica, Klara vendió la casa de Leonding y la familia se mudó a un apartamento en Urfahr, justo en la ribera de enfrente de Linz. Durante el día, rara vez Adolf abandonaba el piso nuevo. No veía ningún modo rentable de incorporarse a las huestes de empleados. En realidad, no tenía ganas de trabajar para otros. Además se sentía un poco tísico, lo suficiente para mantener a Klara en un estado de terror reprimido. ¿Moriría Adolf, como Alois, de una hemorragia pulmonar? No era difícil convencerla de que en aquel momento no sería juicioso pensar en una carrera. Tal como él se lo exponía, algún día sería considerado un gran pintor, un gran arquitecto o muy posiblemente ambas cosas. Quedándose en casa por el momento, aún podría ampliar su educación: leía y dibujaba. No necesitaba decir nada más. Al cabo de cinco años sufriendo los rigores de la Realschule, era sin duda capaz de disfrutar de su nueva vida en la Humboldtstrasse de Urfahr. Su madre pagaba las facturas y Paula limpiaba el cuarto de baño. Adolf se dejó bigote. No era frecuente que tomara el sol. Sólo por la noche daba un paseo a lo largo del Danubio, desde Urfahr a Linz, para pasar por delante de la ópera. Klara le había comprado ropa nueva y él se aventuraba a salir con un buen traje oscuro, un sobretodo oscuro y un sombrero de fieltro negro, empuñando un bastón con mango de plata, su bien más preciado. Le tomarían, pensaba, por un joven miembro de la pequeña nobleza de Linz. Cada vislumbre que captaba reflejada en los escaparates confirmaba este efecto.

Su necesidad de quedarse en casa durante el día sólo era comparable a su amor a la oscuridad. No todos los tópicos sobre el demonio son falsos. La mayoría de humanos no empieza a comprender la hondura que tiene la suposición general de que lo normalmente condenado como el Mal busca, en efecto, la negrura. Con razón. La noche es más propicia a la evocación.

Klara, por supuesto, estaba muy orgullosa del aspecto de Adolf. Sabía que en cuanto se sintiera preparado surgirían las oportunidades. No sólo era un muchacho muy singular, sino que seguramente necesitaba de momento aquel tipo de ocio.

El modo de masturbarse de Adolf también había cambiado. Su costumbre en el bosque había consistido en eyacular sobre las hojas más cercanas. (Le encantaban las hojas y le encantaba rociarlas.) Ahora, encerrado con llave detrás de la puerta de su habitación, tenía un pañuelo a mano. Pero antes de dejar que sus pensamientos se descontrolaran, se ejercitaba en mantener el brazo en el aire durante un largo rato, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Se acordaba de las veces que había exhibido esta proeza ante otros estudiantes en los urinarios de la Realschule. Por más que ellos tuvieran dos testículos y él sólo uno, él podía mantener el brazo erecto en el aire y ellos no. Claro que había muchísimas otras ocasiones en que el interés general se dirigía hacia otra dirección. Los chicos se habían congregado alrededor de los mingitorios para comparar el tamaño de los genitales. Había sido un episodio curioso. Siempre temían que apareciese un profesor. Las erecciones, por consiguiente, decaían muy deprisa ante el menor sonido, y la capacidad de Adi de mantener el brazo en alto no era más que otra distracción. Ahora, en su cuarto, descubrió, sin embargo, que mantenía la erección mientras tenía el brazo levantado. Pensar en la gran diversidad de dotaciones personales que había visto entre los estudiantes bastaba para que afluyera un tropel de suculentos recuerdos.

Pero subsistía una nube en su vida de entonces. Era el marido de Angela, Raubal. No podía hablar con Adolf sin soplarle al oído:

—Tienes que empezar a ganarte la vida, amigo. Te sentirás mal hasta que empieces. Creo que se debe a que te deprime pensar que todos tus parientes de Spital piensan que eres un inútil. Sabemos que no es verdad, pero tienes que abandonar tu ocupación actual, que consiste en no hacer nada.

Adolf salía de la habitación. Angela se sentía consternada. ¡Qué grosero era con su marido! Klara, al oírlo todo, guardaba silencio, pero era sólo por respeto a Angela. Aquel zoquete, Leo Raubal, a fin de cuentas, era el marido de su querida hijastra. En consecuencia no se entrometía. No sería ella la suegra que creaba problemas a un joven matrimonio. Aquello podía ser hasta peor que tener que escuchar cómo regañaba a su hijo aquel nuevo yerno que tenía una idea sumamente exagerada del valor de sus consejos. Klara se dijo a sí misma: «Adolf no es un holgazán. Se queda en casa, pero trabaja de firme cuando dibuja. Además no le gusta beber y no fuma. Eso no es un haragán. No pierde el tiempo. No va detrás de las chicas malas. No tengo que preocuparme por las chicas. Quizás llegue a ser todavía un gran artista. ¿Quién sabe? Es tan serio. Cuando está solo y trabaja, es muy fuerte y está muy orgulloso de sí mismo. Está convencido de que también él saldrá adelante. En este sentido es igual que Alois. O quizás aún más. Alois quería demasiadas cosas a la vez.» Y una vez más repetía:

—Adolf no pierde el tiempo con chicas. No hay chicas malas en su vida.

Ni las habría. No durante un largo tiempo. Más le habría valido a Klara inquietarse por los enredos amorosos venideros con hombres y chicos, algunos de ellos incluso hombres malos.

Como Klara veía a Adolf entonces con todo el amor de su corazón, apenas se paraba a pensar qué tendría él en la cabeza cuando se masturbaba. De hecho, ¿cómo iba a adivinarlo? No tenía constancia de que lo hiciera. Él se cuidaba de enjuagar los pañuelos. No, ella no sabía que mientras él se acariciaba y se acercaba cada vez más al momento de ser disparado por su propio cañón, se preguntaba si habría alguna conexión entre su negativa a trabajar en la aduana y la última hemorragia de su padre. De ser así, habría arrancado el cuero cabelludo a dos personas: a Edmund y a Alois. Y este pensamiento, junto con recuerdos de alumnos de la Realschule en los urinarios, excitaba tanto sus compresiones, cada vez más rápidas, que ya no lograba contenerlas y ¡zas!, ya estaba. Consumado el acto, se quedaba feliz y extenuado por todo lo que le había bullido dentro.

7

Años después, una chica que iba al colegio de Paula la veía a menudo paseando con Klara. Hasta hacía poco, aquella chica había vivido en una granja, pero ahora casi todos los días laborables veía a Klara recorrer con Paula todo el camino al colegio y despedirla con un beso. Nada parecido le había sucedido nunca a la chica campesina. Su madre siempre estaba demasiado atareada. Le daba igual a la chica que Paula se retrasara en clase y que la hubieran dejado atrás: la envidiaba a pesar de todo. Pensaba que el amor de una madre debía de ser dulce como la miel.

En realidad, hemos venido también a disfrutarlo.

EPÍLOGO
El castillo en el bosque

Al principio dije que mi nombre era D. T., y no era del todo inexacto. Había sido un sobrenombre de Dieter mientras yo ocupaba el cuerpo y la persona de un hombre de las SS, ocupación que no terminó hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. (Momento en el cual Dieter tuvo que abandonar Berlín pitando.) Por este medio, en síntesis, llegué a estar a la orilla de un alboroto en un campo donde la celebración continuó durante toda la noche. Soldados americanos acababan de liberar un campo de concentración el ultimísimo día de abril de 1945.

Instalado en un pequeño cubículo, fui interrogado por un capitán psiquiatra destinado en la división americana que había capturado el campamento. Debido a la agitación de los días anteriores, le habían facilitado una pistola del 45 que ahora descansaba en la mesa, cerca de mi mano. Siendo médico, el capitán no estaba acostumbrado a tener armas y vi que no se sentía a gusto con la suya.

El nombre en la etiqueta de su solapa era judío y huelga decir que no le hacía muy feliz lo que había visto.

De talante pacifista, el oficial judío había hecho lo posible por apartarse de lo peor de aquel entorno, lo que equivale a decir que procuraba huir de algunos de los más ofensivos olores humanos. Efluvios fétidos sin duda acompañaron los gritos de alegría de los ex prisioneros. De hecho, el hedor era suficiente para que el americano me ordenase a mí, su único homólogo disponible, que me quedara con él en su despacho. Allí, después de medianoche, respondí a sus preguntas.

Estando los dos tan solos como dos náufragos en pleno océano, en una roca donde no cabían tres personas, confieso que jugué con sus sentimientos. Para mí era un momento de derrota. Estaba casi fuera de juego. El Maestro acababa de relevarme de servicio.

—Por ahora, apáñatelas —dijo—. Voy a trasladar nuestras operaciones a Estados Unidos y te llamaré en cuanto haya tomado algunas decisiones respecto a lo que vayamos a hacer allí.

Yo ni siquiera sabía si creerle. Entre nosotros abundaban los rumores. Un demonio llegó incluso a sugerir que habían degradado al Maestro.

Esta posibilidad — de ser cierta— indicaba que había en los dominios del Maestro elevaciones y profundidades que escapaban a mi comprensión. Así que actué como suelen hacerlo los humanos: opté por no pensar en ello. Me entregué por entero a otro juego. Decidí jugar con aquel psiquiatra judío fingiendo que le explicaba la visión del mundo que tenían los nazis a los que yo había servido. Di detalles sobre las empresas psicológicas que los nazis habíamos llevado a regiones inexploradas.

Surtió su efecto. Dieter había sido un hombre encantador de las SS, alto, rápido, rubio, de ojos azules e ingenioso. Para darle otra vuelta de tuerca, hasta sugerí que él era un nazi con problemas. Hice una excelente simulación de sincero pesar por los excesos condenables, que habrían de conocerse, de los logros del
Führer
. Fuera de la habitación, unos ex reclusos correteaban como locos de una punta a otra del campo de desfile. Los que aún tenían fuerzas para vocear gritaban como locos. A medida que la noche avanzaba, aquel capitán psiquiatra no pudo soportar su situación. Secuestrado en las profundidades de un pacifista típico —como se descubre invariablemente— hay un asesino.

Por eso, de entrada, la persona se ha hecho pacifista. Ahora, debido a mi sutil ataque contra lo que él creía que eran
sus
valores humanos, el capitán cogió su pistola del 45, sabía lo suficiente para quitar el seguro, y me disparó.

Diré que más de una vez he tenido que deshabitar un cuerpo. O sea que me desplacé. Viajé a Norteamérica. Hablé con el Maestro. Él observó:

—Sí, aquel capitán judío me enseñó el camino. ¡Invertiremos tanto en árabes como en israelíes!

Dicho lo cual, me deseó buena suerte y tuve que arreglármelas en Estados Unidos. Éste es otro relato, pero me temo que menos interesante. Los personajes, yo incluido, son más pequeños. Ya no formo parte de la historia.

Lo único que hay que añadir es por qué he escogido este título:
El castillo en el bosque.
Si el lector que me ha acompañado durante el nacimiento, la infancia y una buena parte de la adolescencia de Adolf Hitler me preguntara: «Dieter, ¿cuál es el vínculo con tu texto? Hay mucho bosque en tu historia, pero ¿dónde está el castillo?»

Le respondería que
El castillo en el bosque
es la traducción de
Waldschloss.

Resulta que es el nombre que los presos pusieron hace años al campamento recién liberado. El Waldschloss se alza sobre la llanura desierta de lo que fue en otro tiempo un campo de patatas. No se ven muchos árboles y no hay rastro de un castillo. En el horizonte no hay nada de interés. Waldschloss, por consiguiente, pasó a ser la denominación que dio al recinto el más inteligente de los prisioneros. Fue un orgullo mantenido hasta el final no perder el sentido de la ironía. Para ellos se había convertido en su fortaleza. No debería extrañarnos que los presos que inventaron esta pieza de nomenclatura fueran berlineses.

Si eres alemán y posees una inteligencia despierta, la ironía es, por supuesto, vital para tu orgullo. En su origen, el alemán nos llegó como la lengua de gente sencilla, buenos animales paganos y agricultores, un pueblo tribal dedicado a la caza y la labranza. Por tanto es una lengua llena de los gruñidos del estómago y los gases en los intestinos de la vida bullanguera, los mugidos de los pulmones, los silbidos de la tráquea, los gritos de mando que se lanzan a animales domesticados y hasta el rugido que brota en la garganta ante la visión de la sangre. Dada, sin embargo, la imposición dictada sobre este pueblo a través de los siglos —que se dispongan a incorporarse a las comodidades de la civilización occidental antes de perder por completo esta oportunidad—, no me sorprende que gran parte de la burguesía alemana que había emigrado a la vida urbana desde corrales embarrados se desviviera por hablar con una voz tan suave como la seda de una manga. Sobre todo las mujeres. No incluyo las largas palabras alemanas, que muchas veces eran precursoras de nuestro espíritu tecnológico actual; no, me refiero a las palatales almibaradas, sonidos sentimentales para cerebros de baja estofa. Para todo alemán agudo, sin embargo, sobre todo para los berlineses, la ironía tuvo que ser el correctivo esencial.

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