El castillo en el bosque

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Authors: Mailer Norman

BOOK: El castillo en el bosque
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Elegido por Heinrich Himmler para investigar qué hay de cierto tras las acusaciones según las cuales el abuelo de Adolf era judío, Dieter, agente de las SS, escribe una novela sobre los orígenes de Adolf Hitler. El resultado es inequívoco: no hay sangre judía en su familia. Sin embargo, lo que se confirma es su origen doblemente incestuoso. Bien lo sabe Dieter, pues estuvo presente en su concepción. En realidad, este narrador es un oficial del Maligno y Adolf Hitler un eslabón más en el eterno conflicto entre Satanás y Dios. Mailer nos ofrece así un provocador retrato de la disfuncional familia Hitler y de las obsesiones del joven Adolf. Tras haber escrito acerca de Marilyn Monroe, Lee Harvey Oswald, Picasso, Muhammad Ali o Jesucristo, Norman Mailer se confronta con su mayor desafío literario hasta la fecha.

«Este nuevo libro es impúdico, ambicioso, cósmicamente crítico... y provocador» (Janet Maslin,
The New York Times
); «Un retrato del monstruo adolescente, un considerable aporte a la ficción histórica» (J. M. Coetzee
New York Review of Books
)

Norman Mailer

El castillo en el bosque

ePUB v1.1

Aldog
10.08.12

Título original:
The Castle in the Forest

Norman Mailer, 2007

Traducción: Jaime Zulaika Goicoechea

Editorial: Editorial Anagrama

Colección: Panorama de Narrativas, 679

ISBN: 9788433974600

Editor original: Aldog (v1.0)

ePub base v2.0

A mis nietos Valentina Calodro, Alejandro Calodro, Antonia Calodro, Isabella Moschen, Christina Marie Nastasi, Callan Mailer, Theodore Mailer, Natasha Lancaster, Mattie James Mailer Cyrus Force Mailer, y Eden River Alson, así como mis ahijados Dominique Malaquais, Kittredge Fisher, Clay Fisher, Sebastian Rosthal y Julian Rosthal.

LIBRO I
La búsqueda del abuelo de Hitler
1

Pueden llamarme D. T. Es la abreviatura de Dieter, un nombre alemán, y D. T. servirá, ahora que estoy en Estados Unidos, un país curioso. Si recurro a mis reservas de paciencia es porque el tiempo aquí transcurre sin sentido para mí, un estado que a uno le incita a rebelarse. ¿Será porque estoy escribiendo un libro? Entre mis colegas de antaño, tuvimos que jurar que nunca tomaríamos una iniciativa semejante. Al fin y al cabo, yo era miembro de un grupo de inteligencia incomparable. Clasificado como las SS, Sección Especial IV-2a, estaba bajo la supervisión directa de Heinrich Himmler. Hoy se le considera un monstruo y no tengo intención de defenderle: resultó ser un auténtico monstruo. No obstante, Himmler poseía una mente original y una de sus tesis guía mis propósitos literarios, que no son, lo prometo, rutinarios.

2

La habitación que Himmler utilizaba para hablar a nuestro grupo de élite era una pequeña sala de conferencias con paneles oscuros de nogal, que sólo contenía veinte asientos distribuidos en gradas de cuatro filas de cinco asientos. No haré hincapié, sin embargo, en estas descripciones. Prefiero ocuparme de los conceptos heterodoxos de Himmler. Puede que incluso me hayan estimulado a iniciar unas memorias que no pueden sino provocar desasosiego. Sé que voy a navegar en un mar turbulento, porque debo desarraigar muchas creencias convencionales. Una disonancia brota en mi espíritu al pensarlo. Como oficiales de inteligencia, a menudo buscamos deformar nuestros hallazgos. La falsedad, en definitiva, posee su propio arte, pero la que asumo es una empresa que me exigirá renunciar a tales habilidades.

¡Basta! Les presentaré a Heinrich Himmler. Los lectores deben prepararse para una ocasión nada fácil. Este hombre, cuyo apodo a sus espaldas era Heini, en 1938 se había convertido en uno de los cuatro dirigentes de Alemania realmente importantes. Pero su actividad intelectual más preciada y secreta era el estudio del incesto. Dominaba nuestra investigación a alto nivel, y nuestros descubrimientos sólo se revelaban en conferencias cerradas. Heini exponía que el incesto siempre había estado muy extendido entre los pobres de todos los países. Hasta nuestro campesinado alemán se había visto aquejado, sí, incluso en una época tan tardía como el siglo XIX.

—En general, nadie hablaba de este tema en los círculos ilustrados —observaba—. ¿Quién se molestaría en declarar que un pobre diablo era un vástago confirmado del incesto? No, la clase dominante de cada nación civilizada procura esconder estos hechos debajo de la alfombra.

Es decir, todos los altos funcionarios del gobierno, excepto nuestro Heinrich Himmler. Detrás de sus infortunadas gafas fermentaban las ideas más extraordinarias. Debo repetir que para un hombre con una jeta anodina y sin barbilla, exhibía, desde luego, una mezcla frustrante de inteligencia y estupidez. Por ejemplo, se declaraba pagano. Vaticinaba que la humanidad disfrutaría de un futuro saludable en cuanto el paganismo se apoderase del mundo. El alma del mundo entero se vería enriquecida por placeres hasta entonces inaceptables. Sin embargo, ninguno de nosotros podía concebir una orgía donde la carnalidad cobrase un grado tan intenso que se pudiera encontrar a una mujer dispuesta a revolcarse con Heinrich Himmler. ¡No, ni siquiera el espíritu más innovador! En efecto, siempre veías su cara como debió de haber sido en un baile estudiantil, con aquella mirada miope y censuradora de un joven alto, delgado y físicamente inepto al que nadie saca a bailar. Heini tenía ya barriga. Y allí estaba, dispuesto a esperar junto a la pared mientras el baile continuaba.

Aun así, con los años se obsesionó con asuntos distintos que no osaba mencionar en voz alta (debo decir que esto suele ser el primer paso hacia un pensamiento nuevo). De hecho, prestó una atención especial al retraso mental. ¿Por qué? Porque Himmler profesaba la teoría de que las mejores posibilidades humanas se acercan mucho a lo peor. Por ende, estaba dispuesto a admitir que niños prometedores, nacidos en el seno de familias humildes y vulgares, podían ser «incestuosos». La palabra alemana que él acuñó fue
Inzestuarier.
No le gustaba la más común para denominar esta deshonra:
Blutschande
(escándalo de sangre), ni la que a veces se empleaba en círculos educados,
Dramatik des Bluttes
(drama de sangre).

Ninguno de nosotros se consideraba suficientemente cualificado para decir que esta teoría era refutable. Incluso en los primeros años de las SS, Himmler había reconocido que una de nuestras necesidades principales era desarrollar grupos de investigación excepcionales. Teníamos la obligación de investigar hasta el fondo. Como Himmler lo expresó, la salud del nacionalsocialismo dependía de nada menos que de aquellas
letzte Fragen
(últimas preguntas). Teníamos que explorar problemas que otros países ni siquiera abordaban. El incesto encabezaba la lista. El pensamiento alemán tenía que recobrar su rango de inspiración que guiaba al mundo culto. A su vez —tal como indicaba su emparejamiento tácito—, había que conceder un gran reconocimiento a Heinrich Himmler por su profundo estudio de problemas que se originaban en el medio agrícola. Hacía hincapié en el punto subyacente: sin comprender al campesino apenas se podía investigar la agricultura. Pero entender al labriego significaba hablar del incesto.

Aquí, les juro, levantaba la mano con exactamente el mismo pequeño gesto que Hitler hacía: un cursi floreo de la muñeca. Era el modo que Himmler tenía de decir: «Ahora viene la carne. Y con ella... ¡las patatas!» Y proseguía su perorata.

—Sí —decía—, ¡incesto! Es una excelente razón para que los viejos campesinos sean devotos. El miedo intenso de un pecador tiene que manifestarse por uno de estos dos extremos: devoción absoluta a la práctica religiosa. O nihilismo. De mi época de estudiante recuerdo que el marxista Friedrich Engels escribió: «Cuando la Iglesia católica decidió que era imposible evitar el adulterio, hizo imposible obtener el divorcio.» Una observación lúcida aunque provenga de la boca incorrecta. Otro tanto cabe decir del escándalo de sangre. Es también imposible evitarlo. De modo que el campesino procura seguir siendo devoto.

Asintió. Volvió a asentir como si dos buenos movimientos de cabeza fueran el mínimo necesario para convencernos de que nos hablaba desde los dos lados de su corazón.

¿Cuántas veces, preguntó, podía el campesino medio del siglo pasado evitar aquellas tentaciones de la sangre? A fin de cuentas, no era tan fácil. Había que decir que los campesinos no solían ser personas atractivas. El duro trabajo les estropeaba las facciones. Además, apestaban a campo de labranza y a establo. Los olores corporales estaban a merced de los veranos calurosos. En semejantes circunstancias, los instintos básicos ¿no desatarían inclinaciones prohibidas? Vista la escasez de su vida social, ¿cómo iban a adquirir la capacidad de abstenerse de enredos con hermanos y hermanas, con padres e hijas?

No se puso a hablar del revoltijo de miembros y torsos formado por tres o cuatro niños en una cama, ni de la patosa naturalidad de la tarea más agradable de todas —aquella jadeante y febril escalada, tan carnal, de las laderas del gozo físico—, pero declaró:

—Les guste o no, bastantes individuos del sector agrícola llegan a ver el incesto como una opción aceptable. ¿Quién, después de todo, es el que tiene más probabilidades de encontrar especialmente atractivos los rasgos honorables, endurecidos por el trabajo, del padre o del hermano? ¡Las hermanas, por supuesto! O las hijas. A menudo son las únicas. El padre que las ha engendrado sigue siendo el foco de su atención.

Hay que reconocérselo. Himmler llevaba dos decenios acumulando teorías en su cabeza. Gran admirador de Schopenhauer, daría también gran importancia a una palabra aún relativamente nueva en 1938:
genes.
Dijo que aquellos genes eran la personificación biológica del concepto de la Voluntad de Schopenhauer.

—Sabemos —dijo— que los instintos pueden transmitirse de una generación a otra. ¿Por qué? Yo diría que está en la naturaleza de la Voluntad permanecer fiel a sus orígenes. Incluso hablo de ella como de una Visión; sí, caballeros, una fuerza que vive en el corazón de nuestra existencia. Esta visión es la que nos distingue de los animales. Desde el principio de nuestra vida en la tierra, los humanos hemos pretendido elevarnos hasta las alturas invisibles que se extienden delante.

»Por supuesto, hay impedimentos a una meta tan grande. Los más excepcionales de nuestros genes tienen que superar las privaciones, humillaciones y tragedias de la vida, ya que se transmiten de padres a hijos, generación tras generación. Les diría que los grandes dirigentes rara vez son el fruto de una madre y un padre. Es más probable que el caudillo excepcional sea el que ha conseguido romper los vínculos que sujetaron a diez generaciones frustradas que no pudieron expresar la Visión en sus vidas, pero la legaron a sus genes.

»Huelga decir que he llegado a estos conceptos meditando sobre la vida de Adolf Hitler. Su heroica ascensión resuena en nuestros corazones. Como sabemos que procede de una larga línea de modesta estirpe campesina, su vida es el exponente de un logro sobrehumano. Un respeto sobrecogido debe abrumarnos.

Como agentes de inteligencia, sonreíamos por dentro. Aquello había sido la perorata. Ahora nuestro Heinrich se disponía a entrar en lo que los norteamericanos llaman el meollo del asunto.

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