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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (34 page)

BOOK: El Cid
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—Dejad el caballo, cuidaremos de él.

El fámulo se alejó con el caballo y yo seguí al anciano al interior del monasterio. El abad estaba sentado en un modesto banco de madera, en un pasillo por el que se accedía a la iglesia en obras y a la terraza donde trabajaban los canteros. El monje me lo señaló con la mano y anunció:

—Señor abad, éste es el caballero castellano.

Y dando media vuelta se volvió por donde habíamos venido.

—Sed bienvenido a la casa de Dios —me dijo el abad—. El monje portero me ha dicho que buscáis al presbítero Gundemaro.

—Así es —asentí.

—¿Y cuál es el motivo de vuestro interés por él?

—Debo darle en persona un importante mensaje.

—En verdad que debe de serlo, si habéis venido hasta aquí desde Zaragoza.

—¿Está en este cenobio? —inquirí.

—Lo estuvo. Pero se marchó hace una semana.

—¿Iba con él su hija?

El abad comprendió entonces que mi interés por Gundemaro radicaba exclusivamente en la muchacha.

—¡Ah!, esos clérigos mozárabes siguen viviendo como los laicos. Todavía no han comprendido que la dedicación a la Iglesia y a Cristo requiere de una vida entregada en exclusiva a ellos. Sí, iba con él.

—¿Podríais decirme dónde han ido?

—No sé que os mueve a seguir a ese hombre y a su hija, pero lo intuyo. Han ido a Roma.

—¡Roma! ¡Dios Santo! —exclamé.

—Pero antes tenían que pasar por Jaca, tal vez los encontréis todavía allí.

—¿Cuál es el camino más corto para llegar a Jaca?

—Descended por el camino hacia Santa Cruz hasta que lleguéis al río Aragón. Una vez allí, seguid su curso aguas arriba. Si os apresuráis y no tenéis ningún contratiempo, esta misma noche dormiréis en Jaca.

—Os lo agradezco. Tomad, para las obras del monasterio.

Le ofrecí al abad diez monedas de plata que cogió y guardó en su mano.

Mientras descendía por los riscos, las nubes se fueron cerniendo sobre las cumbres y el vientecillo del norte arreció con fuerza. Cuando llegué al pie de la sierra de San Juan, al monasterio de Santa Cruz, llovía con fuerza. Encontré cobijo en aquel cenobio regido por mujeres y me calenté con una sopa de pan y cebolla y un pedazo de tocino frito. Estuvo lloviendo hasta el comienzo de la tarde, tiempo suficiente para que mis mojadas ropas se secaran ante una bien alimentada chimenea.

Aunque las monjas me aconsejaron que pasara allí la noche, pues ya era mediada la tarde y hasta Jaca todavía faltaba un buen trecho de camino, decidí ganar todo el tiempo posible y me puse en marcha hacia la capital del pequeño reino de Aragón. El sol declinaba en el horizonte cuando llegué al valle del río que da nombre al reino y seguí su curso aguas arriba, con el sol ocultándose a mi espalda, por un amplio camino, el mejor de cuantos había encontrado desde que dejé la vía romana del Gállego.

Vi las torres de Jaca recortarse en la penumbra de las últimas luces del día, en lo alto de un cerro donde el río Aragón traza una amplia curva y cambia su dirección hacia el oeste. Ascendí la ladera y llegué ante una de las puertas de la ciudad. El portalón de madera reforzada con láminas de hierro ya estaba cerrado, pero no obstante llamé a voces y un guardia se asomó en lo alto del torreón que la flanqueaba.

—¿Quién eres?

—Un caballero cristiano que busca cobijo. Abre esta maldita puerta.

—No se puede entrar en la ciudad una vez que el merino ha ordenado cerrar las puertas.

—Tal vez cinco monedas de plata sean suficientes para que pases por alto esa orden —le contesté.

Durante unos instantes se hizo el silencio, pero al cabo de un rato oí cómo se descorría el cerrojo y se entreabría uno de los dos batientes. El soldado alargó la mano y yo le entregué las cinco monedas.

—¿Dónde puedo hospedarme?

—A estas horas es difícil.

—¿Es así más fácil?

Le alargué otra moneda. El guardia la cogió y la puso en una bolsa con las demás.

—Id por esta calle adelante hasta que encontréis la catedral, detrás de ella veréis una casa con un portalón con un arco de piedra labrada; sobre ella hay un cartel que reza Posada del Peregrino; imagino que sabréis leer —el soldado había cambiado su forma de dirigirse hacia mí en cuanto le ofrecí el dinero.

Asentí con la cabeza.

—Bien —prosiguió—, llamad a esa puerta y cuando os pregunten decid que os envía Pedro de Acumuer. Allí os darán cena y posada.

—¿Conoces al presbítero Gundemaro? —le pregunté.

—No, jamás he oído hablar de ese hombre.

—Viaja acompañado de una hija, de nombre Leonor.

—No, no recuerdo haberlos visto por aquí.

—Tal vez una moneda te haga recordar.

Pedro de Acumuer rechazó la moneda y dijo:

—Ya os he dicho que no recuerdo a nadie de ese nombre; no puedo cobraros por un servicio que no he hecho y que no puedo hacer.

—No importa, toma la moneda, si sabes algo de ese hombre o de su hija, házmelo saber. Considera esta moneda un pago adelantado.

—¿Por quién he de preguntar?

—Por Diego, don Diego de Ubierna.

Desde que salí de Zaragoza no había dormido en una cama de paja limpia, y aunque la Posada del Peregrino no era precisamente el palacio de la Alegría, dormí de un tirón hasta bien despuntada el alba.

Desayuné en la misma posada un pedazo de pan, mantequilla, tajadas de tocino y cerveza caliente, y salí en busca de Leonor. No sabía adónde dirigirme, pero, instintivamente, lo hice hacia la catedral, junto a la cual había una pequeña plaza donde se celebraba un concurrido mercado. Había medio centenar al menos de puestos de venta, entre los que abundaban los de los zapateros, que luego supe que eran muy numerosos porque los peregrinos que cruzaban los Pirineos camino de Compostela recalaban en Jaca para recuperar las fuerzas tras la dura travesía de las montañas y para reponer su calzado maltrecho de transitar por aquellos pedregosos senderos.

Atravesé la plazuela del mercado entre los comerciantes que voceaban las excelencias de sus mercancías y entré en la catedral, que estaba construyéndose todavía. La cabecera parecía recién acabada, pues en el interior del ábside unos pintores se afanaban en dibujar una escena, que identifiqué con la expulsión de Adán y Eva del jardín del Edén, sobre un paramento recién estucado con cal.

Me acerqué a un clérigo que parecía ser el supervisor de los trabajos y le pregunté por Gundemaro. Me respondió que no sabía nada, que me dirigiera al hospital de peregrinos pues tal vez allí pudieran informarme.

Pregunté en el hospital y tampoco supieron darme noticias de Leonor y de su padre.

Regresé a la posada tras toda una mañana de idas y venidas en busca de dos fantasmas y pedí que me sirvieran la comida: unas gachas de harina de trigo aderezada con manteca de cerdo y un guisado de conejo con caracoles y cebollas.

Estaba acabando de comer cuando se acercó un hombre al que no reconocí hasta que me dijo su nombre y oí su voz.

—Don Diego, sé dónde han ido Gundemaro y su hija.

Era Pedro de Acumuer, el guardián nocturno de la puerta de Jaca.

—¿Dónde están? —pregunté dejando a un lado el guiso de conejo.

—Hace cuatro días que salieron hacia el norte por el paso del Sumo Puerto; ya deben de estar muy lejos.

—¿Cómo te has enterado?

—Me lo ha dicho uno de los sayones. Partieron con una caravana de peregrinos provenzales que regresaban de Compostela. Ha sido la última en salir antes de que los pasos sean impracticables por las nieves del invierno.

—¿Hay alguien que me pueda guiar a través de esos puertos?

—Hace dos días que nieva en lo alto de las cumbres; el paso del Sumo Puerto estará cubierto de nieve. Nadie se atrevería a cruzarlo en estas condiciones.

—Búscame a alguien que sea capaz de hacerlo.

—Os costará algún dinero; es muy arriesgado.

—No importa, encuéntrame a alguien que me lleve al otro lado de esos malditos montes.

Pedro de Acumuer regresó a media tarde con un fornido montañés de unos treinta años de edad; vestía una camisola de lino grueso y sobre ella un chaleco hecho con la piel de una oveja, unas calzas de lana negra y unos zapatos de suela de cáñamo sobre unas medias de lana tupida.

—Éste es el mejor guía de las montañas de Jaca. Si él no logra pasaros al otro lado, no lo hará nadie.

Enseguida alcanzamos un acuerdo para el pago de sus servicios, yo no estaba dispuesto a perder tiempo en regateos, y a la mañana siguiente, poco antes de amanecer, nos pusimos en marcha hacia el Sumo Puerto. El guía me había dicho que seguramente no podríamos pasar, pues a esas alturas del otoño, con el invierno en ciernes, solía quedar bloqueado el paso de montaña a causa de las grandes nieves, que ese año se habían adelantado un par de semanas. Subimos hasta la aldea de Canfranc, una nueva localidad que estaba creciendo con el paso de los peregrinos, a lomos de dos mulas. Por aquellas montañas era preferible viajar sobre estos animales, que él me proporcionó, que sobre mi caballo, al que dejé en el establo de la Posada del Peregrino.

Desde Canfranc, el camino se fue empinando y la capa de nieve se hizo cada vez más gruesa. Dormimos en una hospedería levantada en la ladera de un monte, al abrigo de unas rocas con las enormes montañas nevadas al fondo, dedicada a Santa Cristina, donde el rey de Aragón estaba construyendo un gran hospital, con iglesia y albergue para los viajeros a Compostela.

Durante la noche no cesó de nevar, el viento ululaba sobre las crestas rocosas y su sonido se confundía con el aullido de los lobos, que se oía tan cercano que tuvimos que apresurarnos en plena nevisca a sacar las mulas del establo y colocarlas en nuestra estancia para evitar que fueran atacadas por aquellas alimañas mientras dormíamos.

A la mañana siguiente el guía me dijo que era imposible seguir avanzando. Los cuatro monjes que se habían quedado al cuidado del hospital ratificaron la opinión del guía, pero yo me empeñé en continuar adelante a pesar de sus consejos. Sólo pudimos caminar un centenar de pasos; me clavaba en la nieve hasta los muslos y tenía que hacer un doble esfuerzo para arrastrar a las mulas, que se negaban a dar un paso más.

Con el viento azotando nuestros rostros y cubiertos de copos de nieve, el guía me dijo:

—Vos mismo lo habéis comprobado: es inútil seguir, moriríamos en el intento. Dejadlo, señor, dejadlo.

Tenía razón; en esas condiciones apenas hubiéramos podido caminar trescientos o cuatrocientos pasos en un día, lo que hubiera supuesto nuestra muerte. Me rendí y accedí a regresar a la hospedería de Santa Cristina. Allí estuvimos dos días aguardando a que mejorara el tiempo, pero fue en vano, a una nevada sucedía otra mayor y así hora tras hora. El guía me sugirió que regresáramos a Jaca antes de que incluso ese tramo del camino quedara también cortado.

Asentí. Derrotados por las montañas y la nieve, agotados por el frío y el viento, bajamos a Jaca. No sería posible atravesar los Pirineos hasta que no mejorara el tiempo, y a la altura del año en que estábamos, con el invierno recrudeciéndose día a día, deberíamos esperar semanas, tal vez meses para poder cruzarlos.

Resignado a mi suerte, opté por regresar a Zaragoza. Había perdido a Leonor y con ella la esperanza de hallar el amor que jamás tuve. Sentía el alma vacía y el corazón roto, y ese inexplicable dolor parecía proceder de un acerado cuchillo con el que me estuvieran cortando las entrañas desde dentro.

Rodrigo se alegró al verme regresar, pero se lamentó por mi aspecto.

—¡Santo Dios! Pareces el espectro de ti mismo —dijo—. Necesitas reponer fuerzas y levantar el ánimo. Vamos come y bebe, después hablaremos.

Y en efecto, comí, bebí y charlé con Rodrigo; y pasé aquellas Navidades en Zaragoza rodeado de gentes felices: Rodrigo era feliz porque, tras el rey al-Mutamin, se había convertido en el personaje más poderoso del reino, gozaba de la presencia de su mujer y de sus hijos y había conseguido riquezas y honores para sus vasallos; Jimena era feliz porque estaba junto a su marido y lo veía al frente de una poderosa mesnada, querido y admirado por sus hombres y aclamado y ensalzado por los zaragozanos; nuestros hombres eran dichosos porque nadaban en la abundancia, comían exquisitos manjares y habitaban en casas decoradas con deliciosas filigranas de yeso y perfumadas con jardines y arrayanes; y los zaragozanos estaban contentos porque los gobernaba un rey sabio y justo y los defendía un caballero esforzado e invencible.

Entre tanta felicidad, sólo yo me mostraba triste y abatido, desconsolado por el recuerdo de Leonor, a la que en sueños veía alejarse entre montañas nevadas, con una sonrisa en los labios y agitando su mano entre una niebla que caía sobre ella como un velo de gasa mecido por el viento.

Al-Mutamin también era feliz; le preocupaba gobernar con justicia y lograr que Zaragoza mantuviera su integridad frente a los castellanos, los aragoneses, los leridanos y los catalanes. El asedio de Toledo por don Alfonso y la noticia de que al-Qádir estaba dispuesto a entregar la corona de ese reino, a cambio de ser entronizado en Valencia con la ayuda de los castellanos, obligó al rey a reaccionar y movió sus piezas con inteligencia. Para estrechar lazos con los valencianos acordó el matrimonio del príncipe Ahmad, su heredero, con la hija de Abú Bakr, el soberano de Valencia, y presentó este enlace ante los reyes de al-Andalus como un primer paso para lograr la concordia entre todas las taifas musulmanas.

La boda del príncipe Ahmad de Zaragoza y la princesa de Valencia constituyó un verdadero acontecimiento político. Al-Mutamin convirtió la ceremonia en el mayor encuentro de monarcas de la larga historia de al-Andalus, y para darle un mayor relieve decidió que la boda se celebraría el último día del mes de ramadán (cuando los musulmanes rompen el ayuno del mes sagrado y se lanzan a una fiesta de regocijo por el fin del período de abstinencia) del año 477 del calendario musulmán, enero del 1085 de Nuestro Señor Jesucristo.

Ibn Hasday, el noble y eficaz visir, fue el encargado de organizar la ceremonia y de establecer los contactos diplomáticos para que asistieran a la misma los grandes soberanos andalusíes. Y entre ellos, Rodrigo ocupó un lugar de honor al lado del rey.

Nunca jamás habíamos visto correr la comida y la bebida con la abundancia que lo hizo en la boda del príncipe de Zaragoza. Se sirvieron los pescados y las carnes más sabrosos, las salsas más deliciosas, las frutas más delicadas y los pasteles más dulces y durante el banquete cantaron los mejores cantantes y bailaron las más cimbreantes bailarinas, pero sobre todo la ceremonia fue un acontecimiento que aprovecharon los reyezuelos de las taifas para debatir qué hacer ante la presión a que los tenía sometidos don Alfonso de León y de Castilla. En Zaragoza estuvieron el orgulloso al-Mutamid de Sevilla, el taimado al-Mutawákkil de Badajoz y el recatado Abdalá de Granada, todos ellos envueltos en el nuevo clima propiciado por al-Mutamin con cuya intercesión incluso se logró, poco antes de la boda, que Sevilla y Granada firmaran la paz que puso fin a una guerra que durante varios años las había ensangrentado.

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