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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (12 page)

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
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Estuvo lloviendo varios días seguidos. Los nuevos brotes de los árboles tomaron un color verde más intenso e invadieron mi ventana. Frente a mi casa había unas zelkovas, todavía jóvenes. Sus hojas resplandecían bajo la lluvia. Un martes, Takashi Kojima me llamó.

—¿Te apetece ir al cine? —propuso.

—Vale —le respondí.

Oí un suspiro al otro lado de la línea.

—¿Qué te pasa?

—Es que estoy nervioso. Me siento como un adolescente —se justificó—. La primera vez que invité a una chica a salir conmigo, apunté en un papel todo lo que quería decirle por teléfono.

—¿Hoy también te has hecho una chuleta? —inquirí.

—No —repuso él, completamente serio—. Pero he estado a punto.

Quedamos el domingo en Yurakucho, un punto de encuentro clásico. Takashi Kojima parecía un hombre chapado a la antigua.

—¿Quieres que vayamos a comer algo cuando salgamos del cine? —sugirió.

Estaba convencida de que me llevaría a un lujoso restaurante occidental de Ginza, el distrito comercial de la ciudad. Un sitio donde comeríamos exquisiteces, como estofado de lengua y croquetas de nata.

El sábado por la tarde fui al centro a cortarme el pelo para mi cita con Takashi. Estaba diluviando y había poca gente en la calle. Caminaba sujetando el paraguas firmemente. ¿Cuántos años llevaba viviendo en aquella ciudad? Cuando me emancipé viví en otra ciudad, pero del mismo modo que los salmones siempre acaban remontando el río donde nacieron, yo también acabé regresando al lugar donde había nacido y crecido.

—¡Tsukiko! —me llamó alguien.

Cuando me volví, vi al maestro. Iba ataviado con botas de agua y un chubasquero que le cubría todo el cuerpo.

—¡Cuánto tiempo sin vernos!

—Ya. Hacía mucho tiempo —repuse.

—El día del picnic de primavera te fuiste muy pronto.

—Ya —respondí de nuevo—. Aunque volví más tarde —añadí en voz baja.

—Cuando terminó el picnic, fui a la taberna de Satoru con la señorita Ishino —continuó el maestro, que aparentemente no había oído mis últimas palabras.

—¿Ah, sí? Qué bien —observé sin el menor interés.

Me pregunté por qué, cuando hablaba con el maestro, estaba tan irritable y me disgustaba con tanta facilidad, hasta el punto de tener ganas de llorar. Nunca me he considerado una persona sensible.

—La profesora Ishino tiene el don de cautivar a los demás. Pronto hizo buenas migas con Satoru.

«Será porque Satoru tiene ojo para los negocios y sabe que le conviene llevarse bien con sus clientes», estuve a punto de replicar. Pero conseguí callar a tiempo. Habría parecido que estaba celosa de la profesora Ishino, y aquello era un disparate. Simplemente absurdo.

El maestro levantó su paraguas y se puso en marcha. Estaba convencido de que iría tras él, pero no lo hice. Me quedé de pie, inmóvil. Él anduvo un trecho sin volverse. Cuando al fin se dio cuenta de que yo no lo seguía, se volvió hacia mí.

—¡Tsukiko! —dijo—. ¿Qué ocurre?

—Nada. Es que iba de camino a la peluquería. Mañana tengo una cita —le espeté a bocajarro, sin que viniera a cuento.

—¿Con un hombre? —me preguntó el maestro, muy intrigado.

—Sí.

—Vaya.

Retrocedió hacia mí y me miró con expresión grave.

—¿Quién es?

—No es asunto suyo.

—Tienes toda la razón.

Inclinó el paraguas. Una gota de agua se deslizó por una de las varillas y cayó encima de su hombro.

—Tsukiko —me dijo el maestro, en un tono de voz exageradamente solemne.

—¿Qué pasa?

—Tsukiko —repitió.

—¿Sí?

—¿Quieres ir a jugar a un salón de
pachinko?

Su voz era cada vez más trascendental.

—¿Ahora? —le pregunté yo.

El maestro asintió con gravedad.

—Sí, ahora mismo —insistió.

Por la expresión de su cara, parecía que el mundo estallaría si no íbamos a un salón de
pachinko
en ese momento. Me sentí tan presionada, que acabé aceptando.

—De acuerdo. Pues vamos a jugar al
pachinko.

El maestro me condujo por una callejuela de la calle principal.

En el salón sonaba una versión bastante moderna de una vieja marcha militar. El sonido de una guitarra acústica destacaba por encima de los instrumentos de viento. Con aire experto, el maestro se abrió paso a través de las hileras de máquinas de
pachinko.
Se detuvo frente a una, la inspeccionó e hizo lo mismo con la siguiente. El salón estaba a rebosar. Siempre estaba lleno, tanto en los días de lluvia o viento como cuando hacía sol.

—Tsukiko, elige la que quieras —me ofreció cuando hubo escogido su máquina.

Sacó el monedero del bolsillo del chubasquero y extrajo una tarjeta de su interior. La introdujo en una ranura situada al lado de la máquina, que expulsó bolitas plateadas por valor de mil yenes. Recogió la tarjeta y volvió a guardarla en el monedero.

—Tiene mucha práctica —observé.

El maestro afirmó con la cabeza sin decir nada. Parecía muy concentrado. Empezó a mover la palanca delicadamente, lanzando una bola tras otra. La primera entró, y la máquina escupió unas cuantas más de propina. El maestro volvió a accionar la palanca. Cada vez que una bola entraba en uno de los agujeros laterales del panel de juego, la máquina expulsaba más bolas.

—Lo está haciendo muy bien —lo elogié desde detrás.

Él sacudió la cabeza sin despegar la vista del panel.

—Qué más quisiera.

En ese preciso instante, coló una bolita en el agujero central del panel, y las tres ruedas que había en el centro empezaron a girar enloquecidas. El maestro tensó los músculos de la espalda y siguió lanzando con calma una bola tras otra, pero ya no entraban con tanta facilidad como antes.

—Se acabó la buena racha —dije.

Él asintió.

—Es que esas ruedas me sacan de quicio.

Dos de las ruedas se detuvieron mostrando el mismo dibujo. La tercera seguía girando. Cuando parecía que empezaba a perder impulso, volvía a ponerse en movimiento.

—¿Qué pasa si las tres ruedas tienen el mismo dibujo? —le pregunté.

Entonces, se volvió hacia mí.

—¿Es la primera vez que entras en un salón de
pachinko,
Tsukiko? —inquirió.

—No. Una vez, cuando era pequeña, acompañé a mi padre a un salón de los de antes, donde había que lanzar las bolitas manualmente. Se me daba bastante bien.

Tan pronto hube terminado de hablar, la tercera rueda se detuvo. Las tres mostraban el mismo dibujo.

—El cliente de la máquina ciento treinta y dos acaba de ganar una bonificación. ¡Enhorabuena! —dijo una voz por megafonía.

La máquina empezó a parpadear. El maestro volvió a olvidarse de mí y centró toda su atención en el juego. Sorprendentemente, tenía la espalda un poco encorvada. En el centro del panel se había abierto un tulipán enorme que iba engullendo todas las bolas que el maestro lanzaba. La máquina expulsaba tantas bolas, que la bandeja que había en la parte inferior estaba a punto de desbordarse. Un empleado del salón apareció con un cubo. El maestro accionó con la mano izquierda una manecilla de la máquina mientras que, con la derecha, seguía sujetando firmemente la palanca y lanzando bolas. Cambió ligeramente de ángulo, de modo que el tulipán todavía engullía más bolas que antes.

El cubo estaba lleno.

—Ya falta poco —murmuró el maestro.

Cuando las bolas llegaron al borde del cubo, el tulipán se cerró y la máquina se apagó de improviso. El maestro irguió la espalda de nuevo y soltó la palanca.

—¡Lo ha conseguido! —exclamé.

Él asintió de espaldas a mí y exhaló un profundo suspiro.

—¿Quieres probar suerte tú también, Tsukiko? —sugirió, girando la cabeza hacia mí—. Tómatelo como un experimento social.

Un experimento social. Típico del maestro. Tomé asiento frente a la máquina que había a su lado.

—Tienes que ir a comprar las bolitas —me recordó el maestro, así que fui a comprar una tarjeta, la introduje tímidamente en la ranura y la máquina expulsó bolas por valor de quinientos yenes.

Erguí la espalda imitando la postura del maestro y accioné la palanca, pero no conseguí colar ninguna bola. Los quinientos yenes se me acabaron en menos que canta un gallo, así que saqué la tarjeta y fui a comprar más bolas. En aquella ocasión lo intenté desde distintos ángulos. A mi lado, el maestro seguía jugando tranquilamente. Las tres ruedas centrales todavía no habían empezado a girar, pero oía el ruido incesante de las bolas que entraban en los agujeros. Cuando se me acabó la segunda tanda de bolas, las tres ruedecillas de la máquina del maestro estaban girando otra vez.

—¿Volverán a coincidir los tres dibujos? —le pregunté, pero él negó con la cabeza.

—Las probabilidades son de una entre varios centenares. Esta vez no lo conseguiré.

Tal y como había predicho, cuando las ruedas se detuvieron no coincidía ningún dibujo. Siguió jugando diez minutos más, durante los cuales ganó nuevas bolas. Cuando comprobó que estaba ganando la misma cantidad de bolas que gastaba, se levantó. Cogió el cubo y lo llevó al mostrador a paso ligero. No bien el empleado hubo contado las bolas, el maestro se acercó al rincón donde estaban expuestos los premios.

—¿No va a cambiarlo por dinero? —pregunté.

El maestro me miró fijamente.

—A pesar de que no juegas nunca, lo sabes todo.

—Soy una mujer bien informada —respondí.

El maestro se echó a reír. Yo creía que los premios de un salón de
pachinko
consistían básicamente en tabletas de chocolate, pero la oferta era bastante amplia. Había desde máquinas eléctricas para hervir el arroz hasta corbatas. El maestro examinó con interés todos los artículos. Al final, escogió una caja de cartón que contenía una aspiradora de mesa, y cambió las bolas que habían sobrado por tabletas de chocolate.

—El chocolate es para ti —me dijo cuando salimos del salón.

Había más de diez tabletas.

—Quédese algunas —dije.

Le tendí las tabletas en abanico como si fueran las cartas de una pitonisa, y el maestro cogió tres.

—¿También estuvo en un salón d
e pachinko
con la profesora Ishino? —le pregunté, como si fuera lo más normal del mundo.

—¿Yo? —dijo el maestro, enarcando las cejas—. ¿Y tú, Tsukiko? ¿Adónde fuiste con tu amigo? —me preguntó a su vez.

—¿Yo? —disimulé. En aquella ocasión me tocó a mí enarcar las cejas—. Es usted muy bueno jugando al
pachinko
—lo elogié.

El maestro hizo una mueca de disgusto.

—Jugar demasiado no es bueno, pero el
pachinko
es un vicio muy agradable —dijo, y se acomodó bajo el brazo la caja que contenía la aspiradora de mesa.

Emprendimos el camino de vuelta hacia el centro, conversando en voz baja.

—¿Te apetece tomar una copa en la taberna de Satoru?

—De acuerdo.

—¿No tenías una cita mañana?

—No importa.

—¿En serio?

—En serio.

«No importa», repetí para mis adentros, y me arrimé al maestro.

Los pequeños brotes recién nacidos habían dado lugar a un follaje exuberante. El maestro y yo caminábamos despacio, bajo el mismo paraguas. De vez en cuando, su brazo rozaba mi hombro accidentalmente. El maestro sujetaba el paraguas abierto muy por encima de su cabeza.

—¿Cree que Satoru ya habrá abierto? —pregunté.

—Si no ha abierto todavía, podemos ir a dar un paseo —respondió.

—¿Vamos a dar un paseo? —propuse, mientras levantaba la mirada y contemplaba el techo del paraguas.

—Vamos —dijo el maestro, en el mismo tono resuelto de la marcha militar que sonaba antes en el salón de
pachinko.

La lluvia había perdido intensidad. Una gota de agua me cayó en la mejilla, y me la sequé con el dorso de la mano.

—¿No llevas ningún pañuelo, Tsukiko? —me preguntó el maestro.

—Sí, pero es más cómodo con la mano.

—Qué comodonas sois las jovencitas de hoy en día.

El maestro caminaba a grandes zancadas, y yo me había adaptado a su ritmo para no quedarme rezagada. El cielo se abrió y los pájaros empezaron a trinar. Había dejado de llover, pero él seguía con el paraguas abierto. Caminando deliberadamente despacio, nos dirigimos al centro de la ciudad.

LA ESTACIÓN LLUVIOSA

T
akashi Kojima me invitó a ir de viaje con él.

—Conozco un hostal tipo
ryokan
donde se come de fábula —me dijo.

—¿Se come de fábula? —repetí.

Takashi asintió, con la expresión grave que a veces adoptan los niños. Me sorprendí pensando que, cuando era pequeño, seguro que le sentaba bien el pelo cortado a lo paje.

—Estamos en la temporada de las truchas.

—Ajá —respondí.

Un
ryokan
de lujo con buena comida. Parecía un lugar hecho a la medida de Takashi Kojima.

—Podríamos ir antes de que empiecen las lluvias.

Cuando estaba con Takashi Kojima, siempre me pasaba por la cabeza la palabra «adulto». En la escuela primaria seguro que había sido un niño como cualquier otro, moreno y canijo. En secundaria habría sido un chico larguirucho. Luego se despojó de su piel de adolescente para convertirse en un joven. El Takashi universitario debió de ser un muchacho al que el adjetivo «joven» le iba como anillo al dedo. Me lo imaginaba perfectamente. Cuando cumplió los treinta, se había convertido en un hombre. No podía haber sido de otra forma.

Siempre hacía lo que tocaba según la edad que tenía. Su vida transcurría de forma equilibrada, y su cuerpo y su mente se desarrollaban proporcionalmente a la edad.

Yo, sin embargo, todavía no me podía considerar una «adulta» hecha y derecha. Cuando iba a la escuela primaria era bastante madura. Empecé a estudiar secundaria y luego pasé a bachillerato, pero mi nivel de madurez disminuía a medida que transcurrían los años. Nunca me he llevado muy bien con el tiempo.

—¿Por qué no podemos ir durante la estación de lluvias? —le pregunté.

—Porque nos mojaríamos —respondió automáticamente.

—Podríamos llevarnos un paraguas —objeté.

Takashi se echó a reír.

—Te estoy invitando a pasar un fin de semana conmigo a solas. ¿Lo has entendido? —me explicó mirándome a los ojos.

—Antes has mencionado las truchas, ¿verdad?

Era plenamente consciente de lo que Takashi me estaba proponiendo. Y no me desagradaba en absoluto la idea de viajar con él. Pero sin saber por qué, me iba por la tangente para evitar darle una respuesta.

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