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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (18 page)

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
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Recorrí con la mirada el interior del local. En un paragüero había unos cuantos paraguas olvidados. Últimamente no había llovido.

De repente, oí un «cri-cri» procedente del suelo. Al principio pensé que sería la radio, pero parecía el canto de un insecto. El «cri-cri» se prolongó durante un rato más y se interrumpió, pero volvió a empezar casi de inmediato.

—Creo que hay un bicho por aquí —anuncié a Satoru, cuando me sirvió un plato humeante de brotes de soja verde.

—Será un grillo. Ha entrado esta mañana y sigue ahí desde entonces —me respondió el tabernero.

—¿Dentro de la taberna?

—Sí, en el desagüe.

El grillo reanudó su canto, como si quisiera confirmar las palabras de Satoru.

—El maestro me dijo que estaba resfriado. Espero que se encuentre bien.

—¿Eh?

—La semana pasada vino un par de días, por la tarde. Tenía mucha tos. Desde entonces no he vuelto a verlo —me informó Satoru. El cuchillo de cortar golpeaba la tabla y producía un ruido tosco.

—¿No ha venido ni un solo día? —le pregunté. Mi voz sonó demasiado estridente, como si fuera la de otra persona.

—No.

El grillo seguía cantando. Oía mis latidos y el zumbido del torrente sanguíneo circulando por mis venas. Mi corazón latía cada vez más acelerado.

—Espero que se encuentre bien —repitió Satoru, dirigiéndome una mirada interrogante.

Evité responderle y guardé silencio.

El grillo cantaba. Al cabo de un rato, se quedó en silencio. Mi corazón seguía latiendo acelerado, y notaba las pulsaciones por todo el cuerpo.

El cuchillo de cocina de Satoru chocaba contra la tabla de cortar. El grillo empezó a cantar de nuevo.

Llamé a la puerta.

Llevaba más de diez minutos dudando frente a la casa del maestro, hasta que por fin decidí llamar.

Había intentado pulsar el timbre, pero el dedo se me quedó paralizado. Rodeé el jardín y traté de asomar la cabeza al balcón, pero la puerta corrediza estaba cerrada. Escuché atentamente y no oí nada. Al dar la vuelta a la casa, me di cuenta de que había luz en la cocina y me sentí más aliviada.

—Maestro —lo llamé desde el otro lado de la puerta.

Como era de esperar, no respondió. No había gritado lo suficiente. Lo llamé unas cuantas veces más. Mi voz se perdió en la oscuridad de la noche. Entonces decidí llamar a la puerta.

Oí unos ruidos de pasos que se acercaban por el pasillo.

—¿Quién es? —preguntó una voz ronca.

—Soy yo.

—¿Cómo voy a saber quién es «yo», Tsukiko?

—Pues lo ha sabido.

Mientras hablábamos, el maestro abrió la puerta. Llevaba un pantalón de pijama rayado y una camiseta de manga corta con la inscripción «I ♥ NY».

—¿Qué haces aquí? —me preguntó con voz tranquila.

—Es que…

—No son horas de que una señorita visite a un hombre en su casa.

Seguía siendo el mismo de siempre. En cuanto le vi la cara, las fuerzas me abandonaron y las rodillas me flaquearon.

—¿Cómo que no? Cuando ha bebido, es usted mismo quien me invita a entrar.

—Pero hoy no he bebido suficiente.

Me hablaba con naturalidad, como si nos hubiéramos visto recientemente. Aquellos dos meses que había pasado intentado alejarme de él se borraron de mi memoria.

—Satoru me ha dicho que estaba enfermo.

—Cogí un resfriado, pero ya me encuentro mejor.

—¿Por qué lleva esa camiseta tan rara?

—Me la dio mi nieto.

Nos miramos a los ojos. No se había afeitado. Llevaba una barba de dos días.

—Por cierto, Tsukiko, cuánto tiempo sin vernos.

Intenté aguantarle la mirada. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Se la devolví torpemente.

—Maestro.

—Dime, Tsukiko.

—¿Se encuentra bien?

—¿Creías que estaba muerto?

—Reconozco que he llegado a pensarlo.

Soltó una carcajada. Yo también reí, pero la risa se me quedó atascada en la garganta. Quería pedirle al maestro que no volviera a mencionar la muerte. Pero me habría respondido algo como: «La gente muere, Tsukiko. Además yo ya soy mayor, y tengo muchas más probabilidades de morir que tú. Es ley de vida».

La muerte siempre flotaba a nuestro alrededor.

—Entra. ¿Te apetece una taza de té? —me ofreció mientras se adentraba en la casa.

En la parte trasera de la camiseta también había una inscripción de «I ♥ NY», pero era más pequeña. Me quité los zapatos murmurando: «I love New York».

—Maestro, ¿por qué lleva un pijama en vez de un camisón? —le pregunté en un susurro mientras lo seguía por el pasillo.

Él se volvió.

—¿Tienes alguna queja sobre mi estilo, Tsukiko?

—En absoluto —le aseguré.

—Estupendo —dijo él.

En la casa reinaban el silencio y la humedad. En la sala había un futón extendido. El maestro preparó el té y lo sirvió despacio. Yo intenté beber a pequeños sorbos, para que me durara más.

—Maestro.

—Dime —me respondió, pero yo me quedé callada. Lo intenté un par de veces más, pero cada vez que me respondía guardaba silencio. No sabía qué decir.

Cuando hube terminado mi taza de té, me despedí.

—Que se mejore —le deseé educadamente desde el recibidor, inclinando la cabeza.

—Tsukiko.

En esa ocasión fue él quien me llamó a mí.

—¿Sí? —inquirí yo, levantando la cabeza y mirándolo a los ojos. Tenía las mejillas rasposas y el pelo enmarañado.

—Cuídate —dijo, tras una breve pausa.

—No se preocupe —lo tranquilicé.

El maestro quería acompañarme al recibidor, pero se lo impedí y cerré la puerta yo misma. Era una noche de media luna. El jardín estaba lleno de cantos de insectos.

—No lo sé —murmuré, mientras me alejaba de su casa—. Pero da igual. No importa si es amor o no. ¡Qué más da!

La verdad es que me daba igual. Nada tenía importancia mientras el maestro estuviera bien.

—Ya no importa. No quiero nada con el maestro —me decía a mí misma, mientras caminaba junto al río.

El agua fluía en silencio rumbo al mar. Probablemente el maestro estuviera acurrucado en el futón, con su pantalón de pijama y su camiseta de manga corta. ¿Habría cerrado la puerta con llave? ¿Habría apagado la luz de la cocina? ¿Habría comprobado que el gas estuviera apagado?

—Maestro… —suspiré—. Maestro.

Un frescor otoñal ascendía desde el río. «Buenas noches, maestro. La camiseta de “I ♥ NY” le sienta muy bien. Cuando esté del todo recuperado iremos juntos a tomar algo. Como ya empieza a hacer frío, le pediremos a Satoru alguna cosa caliente y beberemos juntos».

Hacía un buen rato que había dejado atrás la casa del maestro, pero seguía dirigiéndome a él como si estuviera a mi lado. Caminaba despacio, siguiendo el curso del río. Parecía que estuviera hablando con la luna.

EN EL PARQUE

E
l maestro me había pedido una cita.

Me daba mucha vergüenza utilizar la palabra «cita». Además, el maestro y yo ya habíamos viajado juntos, aunque nunca habíamos sido una pareja en el sentido estricto de la palabra, por supuesto. Más que una cita, lo que habíamos planeado parecía una excursión escolar, porque el maestro me había invitado a visitar una exposición de caligrafía antigua en el museo de arte. En cualquier caso era una cita en toda regla, y fue el maestro quien me propuso: «Tsukiko, ¿por qué no salimos juntos un día?».

No se trataba de una borrachera improvisada en la taberna de Satoru, ni de un encuentro accidental en medio de la calle. Tampoco me había invitado porque casualmente llevara dos entradas en el bolsillo. Me llamó por teléfono expresamente, cuando yo ni siquiera sabía que tuviera mi número, y fue directo al grano para invitarme a salir con él. Al otro lado de la línea la voz del maestro sonaba más dulce que de costumbre, quizás porque el sonido llegaba un poco distorsionado.

Quedamos el sábado a primera hora de la tarde frente a la estación del museo de arte. Tenía que hacer dos transbordos para llegar desde mi casa. Al parecer, el maestro tenía cosas que hacer por la mañana y me dijo que iría directamente al museo.

—Aquella estación es muy grande, Tsukiko. Me da un poco de miedo que te pierdas —bromeó por teléfono.

—No voy a perderme, ya soy mayorcita —le respondí.

Me quedé callada, sin saber qué decir a continuación. Hablar por teléfono con Takashi Kojima, cosa que hacíamos con frecuencia aunque apenas nos viéramos, parecía lo más sencillo del mundo comparado con hablar con el maestro. Cuando estábamos sentados en la taberna rellenábamos las pausas contemplando el ir y venir de Satoru tras la barra. Pero por teléfono los silencios eran mucho más evidentes.

—Bueno, pues… vale —balbucí para dar continuidad a la conversación, pero mi voz sonaba poco convencida. Aunque me hacía ilusión hablar por teléfono con el maestro, estaba deseando que colgara.

—Bien, Tsukiko. Me alegro de que nos veamos pronto —empezó a despedirse.

—Sí —repuse, con un hilo de voz.

—Entonces, quedamos el sábado a la una y media frente a los torniquetes de la estación. Intenta ser puntual. Si llueve, la cita sigue en pie. Nos veremos el sábado. Hasta luego.

En cuanto se cortó la comunicación, me dejé caer al suelo. A lo lejos oía los pitidos procedentes del auricular, que seguía sujetando en la mano. Permanecí un rato en esa posición.

El sábado amaneció despejado. Era un caluroso día de otoño. La camisa de manga larga que me había puesto era un poco demasiado gruesa y me molestaba. Durante el viaje a la isla había aprendido a prescindir de los vestidos y los zapatos de tacón. Llevaba una camisa, un pantalón de algodón y calzado sencillo. Tenía el presentimiento de que el maestro me diría que parecía un hombre, pero no me importaba.

Había decidido pasar por alto sus opiniones. Me mantendría distante. Neutral. Si él era caballeroso, yo me comportaría como una dama. Quería mantener una relación formal, superficial y duradera, sin esperar nada a cambio. Ya había intentado acercarme a él, pero no me había dejado. Era como si hubiera un muro invisible entre los dos. A primera vista parecía blando y maleable, pero por mucho que lo presionara no me devolvía nada. Era un muro de aire.

Hacía un día fabuloso. Los estorninos se apiñaban en los postes de electricidad. Yo tenía entendido que solían reunirse cuando empezaba a oscurecer, pero los postes de aquella zona estaban abarrotados desde primera hora de la tarde. Parecían estar hablando entre ellos en el idioma de los pájaros.

—Qué escandalosos —comentó alguien detrás de mí, súbitamente.

Era el maestro. Llevaba un abrigo oscuro, una camisa lisa de color beige y un pantalón marrón claro. Tan elegante como siempre. Jamás se pondría una corbata hortera.

—Parece que se divierten —dije.

El maestro observó durante un rato los estorninos. Luego me miró con una sonrisa en los labios.

—¿Vamos? —sugirió.

—Sí —acepté, mirando al cielo.

Sólo había dicho un simple «vamos», en el mismo tono de siempre, pero me sentí extrañamente nerviosa.

El maestro compró las entradas. Cuando le ofrecí el dinero, negó con la cabeza y rechazó el billete que yo le tendía.

—No tienes por qué devolvérmelo, fui yo quien te invité.

Entramos en el museo de arte. En el interior había mucha más gente de la que imaginaba. El museo estaba tan abarrotado, que los documentos expuestos apenas se podían leer, y me sorprendió que hubiera tanta gente interesada en la ilegible caligrafía de las épocas Heian o Kamakura. El maestro contemplaba los rollos de pergamino y los cuadros colgantes expuestos en las vitrinas. Yo sólo veía su espalda.

—¿No te parece precioso?

El maestro estaba señalando un documento que parecía una carta repleta de caracteres retorcidos escritos con tinta diluida. No entendí nada.

—¿Usted entiende lo que pone ahí?

—La verdad es que no —confesó riendo—. Pero los caracteres me parecen muy bonitos.

—Ya.

—Cuando tú ves a un hombre atractivo te fijas en él aunque no lo conozcas, ¿verdad? Pues con los caracteres ocurre lo mismo.

—Ya —repuse. Según ese razonamiento, cuando él se cruzaba con una mujer atractiva también se fijaba en ella, pensé.

Durante dos horas visitamos la exposición itinerante de la primera planta, bajamos de nuevo a la planta baja y recorrimos la exposición permanente. Yo no entendía en absoluto aquellos garabatos, pero el maestro los comentaba uno por uno. «Qué caligrafía más bonita», susurraba.

O bien: «Esos trazos son poco cuidadosos», o: «¡Qué pergamino tan magnífico!». Al final me contagió su entusiasmo. Me divertía expresar mi libre opinión sobre la caligrafía de las épocas Heian y Kamakura. «¡Ésa me gusta!», «Tiene algo especial», «Me recuerda a un conocido», comentaba, como si estuviera sentada en una cafetería del centro sin nada mejor que hacer que criticar a los transeúntes que pasaban por la calle.

Nos sentamos en un sofá del rellano. La gente iba y venía frente a nosotros.

—¿Te has aburrido mucho, Tsukiko? —me preguntó el maestro.

—Al contrario, me ha parecido muy interesante —le respondí mientras observaba el desfile de gente.

Notaba el calor que desprendía el cuerpo del maestro, sentado a mi lado. Mis sentimientos afloraron de nuevo. Aquel sofá duro e incómodo me parecía el lugar más agradable del mundo. Me sentía feliz a su lado. Eso era todo.

—¿Va todo bien, Tsukiko? —me preguntó el maestro, mirándome. Yo caminaba junto a él y me iba repitiendo para mis adentros: «No te hagas ilusiones, no te hagas ilusiones». Recordé un cuento que leía cuando era pequeña, titulado
El aula voladora,
en que el joven protagonista se decía a sí mismo: «No llores, no llores, no llores».

Creo que era la primera vez que el maestro y yo caminábamos tan cerca el uno del otro. Normalmente él caminaba delante de mí y yo lo seguía a paso ligero, un poco rezagada.

Cuando venía alguien de frente, nos apartábamos a derecha e izquierda y dejábamos el espacio justo para que pudiera pasar entre nosotros. Cuando el transeúnte había pasado, volvíamos a juntarnos.

—No hace falta que nos separemos, Tsukiko. Podemos apartarnos hacia el mismo lado —sugirió el maestro al ver que otra persona venía en dirección contraria y teníamos que dejarla pasar. Sin embargo, me separé del maestro y me hice a un lado. Me sentía incapaz de arrimarme a él.

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