El décimo círculo

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
2.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

Trixie tiene catorce años. Es una estudiante sobresaliente, guapa y popular, y está enamorada por primera vez. Su novio es nada menos que Jason, la estrella del instituto. Además, es la niña de los ojos de su padre, Daniel Stone, a quien siempre ha considerado un héroe. Y así es hasta que un acto de violencia pone su mundo patas arriba.

Durante quince años, Daniel Stone ha sido un hombre tranquilo y cordial. Un marido que ha dejado a un lado su propia carrera como dibujante de cómics para apoyar la de su mujer. Daniel canalizó su rabia en las páginas que dibujaba y enterró su pasado por completo… Hasta que descubre que Jason, el chico que había hecho resplandecer de alegría a su hija, ha acabado con la infancia de su pequeña para siempre.

El décimo círculo
es una novela que explora el delicado momento en que un niño se da cuenta de que sus padres no tienen todas las respuestas y que ser un buen padre significa dejar que tu hijo siga su camino.

Jodi Picoult

El décimo círculo

ePUB v1.0

nalasss
26.08.12

Título original:
The tenth circle

Jodi Picoult, enero de 2006.

Traducción: Manuel Manzano y Jordi Samanes

Ilustraciones: Dustin Weaver

Editor original: nalasss (v1.0).

ePub base v2.0

Para Nick y Alex Adolph,

y sus padres, Jon y Sarah,

porque un día les prometí que lo haría

A
GRADECIMIENTOS

Esta obra ha supuesto un arduo reto, y habría sido imposible sin la ayuda de mi Dream Team particular de colaboradores.

Mis sospechosos habituales: Betty Martin, Lisa Schiermeier, Nick Giaccone, Frank Moran, David Toub, Jennifer Sternick, Jennifer Sobel, Claire Demarais, Joann Mapson, Jane Picoult.

Dos damas con el don de ayudar a las víctimas de violación a encontrar una frágil paz: Laurie Carrier y Annelle Edwards.

Tres jóvenes maravillosas que me permiten asomarme a la vida de una adolescente: Meredith Olsen, Elise Baxter y Andrea Desaulniers.

Todo el equipo de Atria Books y Goldberg McDuffie Communications, en especial Judith Curr, Karen Mender, Jodi Lipper, Sarah Branham, Jeanne Lee, Angela Stamnes, Justin Loeber y Camille McDuffie.

Laura Gross, quien sobrepasa a diario y en todos los sentidos las obligaciones de una agente.

Emily Bestler, quien dijo todas las cosas maravillosas y acertadas que necesitaba escuchar cuando le di un libro que no se parecía a nada de lo que ella había visto hasta entonces.

Joanne Morrissey, que me dio un curso de repaso sobre Dante y es con quien más me gustaría quedarme varada en el infierno.

Mis propios superhéroes de cómics: Jim Lee, Wyatt Fox y Jake van Leer.

Pam Force, por el poema del principio.

Mis anfitriones en Alaska: Annette Rearden, Rich y Jen Gannon.

Don Rearden, quien no sólo es un escritor excelente {y probablemente lamenta haber dicho: «Eh, si alguna vez te apetece venir a conocer Alaska…»), sino también una persona de generosidad ilimitada con sus conocimientos y experiencia. Él me guió por los parajes aislados de Alaska y, meses más tarde, hasta mi última página.

Dustin Weaver, el dibujante de cómics que me dijo que le parecía que esta idea podía ser divertida. En pocas palabras: tú dibujaste el alma de este libro.

Y, finalmente, gracias a Tim, Kyle, Jake y Sammy, que me dieron mis finales felices.

Poema

En tiempos más antiguos,

cuando personas y animales vivían juntos sobre la tierra,

una persona podía convertirse en animal si quería, y un animal podía

convertirse en ser humano.

A veces eran personas

y a veces animales

y no había ninguna diferencia.

Todos hablaban la misma lengua.

Era la época en que las palabras eran magia.

La mente humana tenía misteriosos poderes.

Una palabra pronunciada al azar

podía tener consecuencias inesperadas.

Podía cobrar vida de pronto

y aquello que las personas deseaban podía suceder…

lo único que había que hacer era decirlo.

Nadie podía explicarlo:

simplemente era así.

«Palabras mágicas», de Edward Field,

inspirado en los inuit

Introducción

Querido lector:

En
El décimo círculo
, Daniel Stone, un dibujante de cómics, corteja a su futura esposa, Laura, dibujando una caricatura suya en la que oculta un mensaje secreto en el fondo del dibujo, en una serie de letras que configuran el nombre de un lugar para una cita. Con el mismo espíritu, yo también he incluido un mensaje oculto para que tú lo encuentres en el material gráfico intercalado a lo largo de la novela
[1]
. «En cada página hay varias letras escondidas en segundo plano: dos o tres por página, ochenta y seis letras en total. Juntas forman una cita que resume el tema de
El décimo círculo
y el nombre del autor». El lector puede visitar mi página web, www.jodipicoult.com, para comprobar si ha acertado. (Si tu vista de lince te da la clave, por favor no le estropees la diversión a nadie… ¡mantén la respuesta en secreto!).

Jodi Picoult

P
RÓLOGO

23 de diciembre de 2005

Así se siente uno cuando se da cuenta de que su hija ha desaparecido: la boca del estómago se congela de inmediato y las piernas se aflojan. El ritmo del corazón se reduce a un único latido sordo y grave. La forma de su nombre, acerada como un hilo metálico, se te queda atrapada entre los dientes por mucho que intentas expulsarla con un grito. El aliento del miedo te susurra como un monstruo en el oído: «¿Dónde la vi por última vez? ¿Se habrá alejado? ¿Quién puede habérsela llevado?». Hasta que al final se te hace un nudo en la garganta cuando digieres el hecho de que has cometido un error que jamás podrás reparar.

La primera vez que le pasó, hace diez años, Daniel Stone había ido de visita a Boston. Su mujer asistía a una conferencia en Harvard, una buena razón para tomarse unas pequeñas vacaciones familiares. Mientras Laura estaba en su mesa redonda, Daniel paseaba la sillita de Trixie por la calle adoquinada Freedom Trail. Dieron de comer a los patos en el Public Garden, contemplaron las tortugas marinas de ojos endrinos realizando su número de ballet en el acuario. Luego, cuando Trixie dijo que tenía hambre, Daniel se dirigió hacia Faneuil Hall y su inmensa área de restauración.

Aquel día de abril era el primero lo bastante benigno para que los habitantes de Nueva Inglaterra se atrevieran a desabrocharse la chaqueta y recordaran que había otras estaciones además del invierno. Al margen de los grupos escolares en fila india y los turistas felices con sus cámaras en ristre, daba la impresión de que el centro financiero en pleno se hubiera desangrado de hombres de la edad de Daniel contraje y corbata, que olían a loción de afeitado y a envidia. Estaban sentados con sus
kebabs
, sus sopas y sus sándwiches de ternera fría en los bancos próximos a la estatua de Red Auerbach. Dirigían a Daniel fugaces miradas de soslayo.

Ya estaba acostumbrado. No era habitual que un padre se hiciera cargo de su hija de cuatro años. Las mujeres que le veían con Trixie daban por hecho que su esposa había muerto, o que era un recién divorciado. Los hombres apartaban la mirada por vergüenza ajena. Sin embargo, Daniel no habría cambiado aquel arreglo por nada del mundo. Disfrutaba amoldando su trabajo a los horarios de Trixie. Le encantaban sus preguntas: «¿Los perros saben que van desnudos? ¿La “supervisión de un adulto” es un poder que tienen los padres para ganar a los malos?». Le gustaba que cuando Trixie iba pensando en sus cosas en la sillita del coche y de pronto requería atención, siempre empezara diciendo: «Papá…», aunque fuera Laura la que aquel día condujera.

—¿Qué te apetece comer? —le preguntó Daniel a Trixie aquel día en Boston—. ¿Pizza? ¿Sopa? ¿Una hamburguesa?

Ella le observó desde su sillita, la viva imagen en miniatura de su madre, con los mismos ojos azules y el misino pelo rojizo, y asintió con la cabeza a las tres propuestas. Daniel había subido la sillita por las escaleras hasta el área de restauración principal, donde el olor a salitre del océano daba paso al olor a grasa, cebolla y fritos. Decidió pedir una hamburguesa con patatas fritas para Trixie y para él un plato de marisco y pescado en otro puesto. Hizo cola para la parrilla; la sillita sobresalía de la fila como una piedra que obstaculizaba el flujo de tráfico humano.

—Una hamburguesa con queso —le gritó Daniel a un cocinero con la esperanza de que le oyera.

Cuando le dieron el plato, tuvo que hacer malabarismos para sacar y abrir la cartera, así que decidió que no valía la pena hacer otra cola para conseguir su comida. Trixie y él compartirían la hamburguesa.

Daniel empujó la sillita para adentrarse de nuevo en la marea humana, esperando que en cualquier momento los escupiera hacia la cúpula. Al cabo de unos minutos, un hombre mayor sentado en una mesa alargada recogió sus cosas en la bandeja y se marchó. Daniel dejó la hamburguesa en la mesa y colocó la sillita mirando hacia él para dar de comer a Trixie… pero el niño que vio era un pequeño de pelo y piel oscuros que rompió a llorar en cuanto vio a aquel extraño.

El primer pensamiento de Daniel fue: «¿Qué hace este crío en la sillita de Trixie?». El segundo: «¿Es la sillita de Trixie?». Sí, era azul y amarilla, estampada con ositos. Sí, tenía la cesta de malla debajo. Pero la marca Graco debía de haber vendido millones de aquellas sillitas; sólo al norte de la Costa Este, miles. Al inspeccionarla con más detalle, Daniel se dio cuenta de que aquélla en particular tenía una barra de juegos en la parte delantera. La pequeña y raída manta de consuelo de Trixie no estaba doblada en el fondo del asiento, para casos de emergencia.

Como el de ese momento.

Daniel miró de nuevo al niño, aquel niño que no era suyo, y al instante agarró la sillita y volvió corriendo hacia la parrilla. Allí con un mofletudo policía de Boston, había una madre histérica cuya mirada se clavó de inmediato en la sillita que Daniel utilizaba en aquellos momentos para separar a la multitud como a las aguas del mar Rojo. La mujer corrió los últimos tres metros que les separaban y arrancó de un tirón a su hijo de la sillita mientras Daniel trataba de darle explicaciones, aunque lo único que salió de su boca fue:

—¿Dónde está mi hija?

Histérico pensó que aquello era un centro comercial abierto, que no había forma de cerrar las puertas o de hacer un anuncio público, que ya habían pasado cinco minutos y su hija podía estar en manos del psicópata que la había sustraído, en el tren camino del rincón más remoto de los suburbios de Boston.

Fue entonces cuando vio la sillita, su sillita, volcada en el suelo y con el cinturón de seguridad desabrochado. No hacía ni una semana que Trixie había aprendido a soltarse sola. Había sido muy gracioso, habían salido a pasear y de pronto estaba de pie en el asiento de lona, vuelta hacia Daniel, sonriendo triunfal por su recién adquirida pericia. ¿Se habría soltado para ir a buscarle? ¿O lo habría hecho alguien que había visto una oportunidad inmejorable para secuestrar a la niña?

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