Evra y yo nos sonreímos. Sabíamos que el sueño de Sam nunca se haría realidad, pero no tuvimos corazón para decírselo.
Nos fuimos a ver una vieja estación de trenes abandonada, a unas dos millas, de la que Sam nos había hablado.
—Es genial —dijo—. Aquí trabajaban en los trenes, los reparaban, los pintaban y cosas así. Cuando estaba activa, era una estación muy concurrida. Pero abrieron una nueva estación más cerca de la ciudad y ésta se fue a la bancarrota. Es un lugar estupendo para jugar. Hay viejas vías oxidadas, cobertizos vacíos, la caseta del guarda y un par de antiguos vagones.
—¿Es seguro? —preguntó Evra.
—Mi madre dice que no —respondió Sam—. Es uno de los pocos lugares que me impide frecuentar. Dice que podría caerme a través del techo de un vagón, o tropezar con los raíles o algo así. Pero ya he venido muchas veces y nunca me ha pasado nada.
Era otro día soleado, y caminábamos despacio a la sombra de los árboles, cuando percibí un aroma extraño. Me detuve y olisqueé el aire. Evra también podía olerlo.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—No lo sé —repuso, olfateando el aire junto a mí—. ¿De dónde viene?
—No sabría decirlo —dije. Era un olor denso, pesado, ácido.
Sam no podía oler nada y seguía caminando delante de nosotros. Entonces se dio cuenta de que nos habíamos quedado atrás, se giró de un salto y se acercó a ver qué pasaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Por qué os...?
—¡
Te cogí
! —gritó una voz a mis espaldas, y antes de que pudiera moverme, sentí que una mano firme se apoyaba en mi hombro y me obligaba a volverme. Me encontré ante una cara grande y peluda, y entonces, repentinamente, caí hacia atrás, derribado por la fuerza de aquella mano.
Caí al suelo duramente y me torcí un brazo. Grité de dolor, e intenté apartarme de la peluda figura que se cernía sobre mí. Antes de que pudiera hacerlo, ya se había agachado junto a mí con una fiera expresión.
—¡Eh, oye, tío! No te habré hecho daño, ¿verdad? —Su voz era amistosa, y comprendí que mi vida no corría peligro; la expresión de su rostro era de preocupación, no de furia—. No pretendía pasarme tanto —dijo el hombre—. Sólo quería darte un susto, tío, para reírme un rato.
Me senté y me masajeé el codo.
—Estoy bien —dije.
—¿Seguro? No estará roto, ¿verdad? Pero si lo está, tengo unas hierbas que te vendrán bien.
—Las hierbas no pueden soldar los huesos rotos —dijo Sam. Ahora estaba junto a Evra.
—Claro que no —admitió el extraño—, pero pueden elevarte a planos de la consciencia donde preocupaciones tan mundanales como los huesos rotos no son más que diminutas lucecillas en el inmenso mapa cósmico. —Se detuvo y se acarició la barba—. Claro que también pueden fundirte las neuronas...
La desconcertada expresión en el rostro de Sam indicaba que ni siquiera
él
había entendido aquella frase tan larga.
—Estoy bien —repetí. Me levanté y giré el brazo—. Sólo me lo he torcido. Estará perfecto en unos minutos.
—Tío, me alegro de oír eso —dijo el extraño—. Me sentiría fatal por ser el causante de algún daño físico. El dolor es un colocón muy feo, tío.
Le estudié con más detalle. Era grandote y gordinflón, con una barba negra y espesa y cabellos largos y desaseados. Su ropa estaba sucia y era obvio que no se bañaba desde hacía tiempo, porque apestaba a rayos. Ése era el extraño olor que habíamos percibido antes. Tenía una apariencia bastante amigable; por eso me sentí estúpido al pensar que había tenido miedo de él.
—¿Sois de por aquí, chicos? —preguntó el hombre.
—Yo, sí —dijo Sam—. Ellos son del circo.
—¿Del circo? —sonrió el hombre—. ¿Hay un circo por aquí? ¡Oh, tíos, y yo me lo estoy perdiendo! ¿Dónde está? ¡Me encanta el circo! Nunca me pierdo una ocasión de ver a los payasos en acción.
—No es esa clase de circo —le explicó Sam—. Es un espectáculo de freaks.
—¿Un espectáculo de freaks? —el hombre se quedó mirando a Sam, y luego a Evra, cuyas escamas y colores le delataban como a uno de los artistas—. ¿Tú formas parte del espectáculo freak, tío? —inquirió.
Evra asintió tímidamente.
—No te maltratarán, ¿verdad? —preguntó el hombre—. No te azotarán, o te dejarán sin comer, o te obligarán a hacer cosas que no quieres, ¿no?
—No —negó Evra, meneando la cabeza.
—¿Estás aquí por tu propia voluntad?
—Sí —dijo Evra—. Todos lo estamos. Es nuestro hogar.
—Oh. Bueno, entonces está bien —dijo el hombre, recuperando su sonrisa—. He oído rumores sobre esos pequeños espectáculos ambulantes. Tú... —Se dio un golpe en la frente—. Oh, tíos, todavía no me he presentado, ¿verdad? Qué atontado soy a veces... Me llamo R.V.
—¿R.V.? Qué nombre tan raro —comenté.
Carraspeó con embarazo.
—Bueno —dijo, bajando la voz hasta convertirla en un susurro—, es la abreviatura de Reggie
Verdureggie
.
—¿
Reggie Verdureggie
? —reí.
—Sí —dijo—. Reggie es mi verdadero nombre. Y en la escuela me llamaban Reggie
Verdureggie
porque soy vegetariano. Bueno, nunca me ha gustado, así que les pido a todos que me llamen R.V. Algunos lo hacen, pero no muchos. —Parecía afligido al recordarlo—. Podéis llamarme Reggie
Verdureggie
si queréis —nos dijo.
—R.V. me parece bien —le aseguré.
—A mí también —dijo Evra.
—Y a mí —agregó Sam.
—¡Estupendo! —se animó R.V. —. Y ahora que ya está resuelto lo de mi nombre, ¿cómo os llamáis vosotros?
—Darren Shan —dije yo, y nos estrechamos la mano.
—Sam Grest.
—Evra Von.
—¿Evra Von qué? —preguntó R.V., igual que yo cuando conocí a Evra.
—Sólo Von —dijo Evra.
—Oh —sonrió R.V.— ¡Genial!
R.V. era un ecoguerrero, que estaba allí para detener la construcción de una carretera. Era miembro de la APN (Antagonistas Protectores de la Naturaleza), y había recorrido todo el país salvando bosques, lagos, animales y esas cosas.
Nos invitó a visitar su campamento, y aceptamos entusiasmados. La estación de trenes podía esperar. Una oportunidad así no se presentaba todos los días.
Nos habló sin parar del medio ambiente mientras caminábamos, de todas las guarradas que le hacíamos a la Madre Naturaleza, de los bosques destruidos, de los ríos contaminados, del aire envenenado, de los animales en vía de extinción...
—¡Y todo esto en nuestro propio país! —dijo—. No me refiero a lo que ocurre en otros sitios. ¡Esto es lo que le estamos haciendo a nuestra propia tierra!
La APN luchaba para salvar la tierra de la peligrosa codicia de los seres humanos, a quienes no importaba lo que le estaban haciendo. Iban de un lado a otro del país intentando concienciar a la gente del peligro. Les daban panfletos y libros sobre la protección del medio ambiente.
—Pero la concienciar a la gente no es suficiente —nos explicó R.V. —. Es un comienzo, pero debemos hacer más. Tenemos que detener la contaminación y la destrucción del paisaje. Mirad este lugar: están construyendo una carretera que atraviesa un antiguo cementerio, un lugar donde la gente enterraba a sus muertos hace miles de años. ¿Os lo podéis imaginar, tíos? ¡Destruir una parte de la historia, sólo para ahorrar diez o veinte minutos de camino a los coches!
R.V. meneó tristemente la cabeza.
—Esta época es un caos, tíos —dijo—. Las cosas que le estamos haciendo a este planeta... En el futuro (asumiendo que haya alguno) la gente volverá la vista atrás y nos llamará bárbaros estúpidos por lo que hemos hecho.
Le apasionaba el medio ambiente, y tras escucharle durante un rato, también a Sam, a Evra y a mí. Antes no pensaba mucho en eso, pero después de un par de horas con R.V., comprendí que debería haberlo hecho. Como decía R.V., quienes no piensan ni actúan ahora, no tendrán derecho a quejarse cuando el mundo se desmorone sobre sus cabezas.
Su campamento era un lugar muy interesante. La gente (una veintena, más o menos) dormía en chabolas hechas con ramas, hojas y matojos. La mayoría estaban tan sucios y apestaban tanto como R.V., pero también eran gente alegre, amable y generosa.
—¿Cómo vais a detener la construcción de esa carretera? —preguntó Sam.
—Cavando túneles por toda la zona —dijo R.V. —. Y saboteando las máquinas que traen, y alertando a los medios. Los ricachones odian estar en el punto de mira. Un noticiario de televisión es tan efectivo como una veintena de guerreros activos.
Evra le preguntó a R.V. si habían llegado a pelear cuerpo a cuerpo. R.V. dijo que la APN no creía en la violencia, pero por su expresión nos dimos cuenta de que él no estaba muy de acuerdo con eso.
—Si lo hiciéramos a mi modo —dijo—, les daríamos lo que se merecen. A veces somos demasiado amables. ¡Tíos, si yo estuviera al mando, enviaría a esos pavos a asarse en el infierno!
R.V. nos invitó a comer allí. No era una comida muy apetitosa (no había carne, sino unos cuantos vegetales, arroz y frutas), pero nos lo comimos todo por educación.
También tenían muchas setas (grandes y de colores extraños), pero R.V. no dejó que las probáramos.
—Cuando seáis mayores, tíos —dijo, riendo.
Después de comer nos fuimos. Los miembros de la APN tenías cosas que hacer, y no queríamos estorbarles.
R.V. nos dijo que podíamos volver en otra ocasión, pero que probablemente se irían en un par de días.
—Aquí ya casi hemos ganado la batalla —dijo—. Dentro de unos días marcharemos hacia nuevos horizontes. Las batallas comienzan y se acaban, tíos, pero la guerra nunca acaba.
Nos despedimos y nos fuimos a casa.
—Qué raro es ese R.V. —dijo Sam un rato después—. ¿Os imagináis dejarlo todo para ir a luchar por los animales y los campos?
—Hace aquello en lo que cree —dijo Evra.
—Ya lo sé —dijo Sam—. Y creo que lo que hace es genial. Necesitamos gente como él. Es una pena que no haya más. De todos modos, es una extraña forma de vivir, ¿no creéis? Hay que tener mucha dedicación.
Yo
no creo que pudiera convertirme en un guerrero del medio ambiente.
—Yo tampoco —convine.
—Yo, sí —dijo Evra.
—No, no podrías —me burlé.
—¿Por qué no? —inquirió—. Podría coger a mi serpiente e irme a vivir y a luchar junto a ellos.
—Te digo que no podrías —insistí.
—¿Por qué no?
—¡Porque no apestas lo suficiente! —reí.
Evra hizo un mohín.
—Sí, la verdad es que no olían precisamente a rosas —admitió.
—¡Olían peor que mis pies después una semana con los mismos calcetines! —exclamó Sam.
—De todos modos —dijo Evra—, se me ocurren un montón de cosas peores a las que dedicarme cuando crezca. Me gustaría ser como R.V.
—A mí también —dijo Sam.
Me encogí de hombros.
—Imagino que podría acostumbrarme.
Estábamos de buen humor y estuvimos hablando de la APN y de R.V. todo el camino hasta el campamento. Ninguno de nosotros tenía la menor idea de los problemas que pronto nos crearía aquel simpático ecoguerrero... ni de la tragedia que desencadenaría sin querer.
Los días siguientes transcurrieron lánguidamente. Evra y yo estuvimos ocupados con nuestras tareas y alimentando a las Personitas. Yo había intentado charlar con un par de aquellas criaturas de las capuchas azules, pero ni siquiera me miraron cuando les hablé.
Era imposible distinguirlos. Uno (o una... o lo que fuera) destacaba por ser más alto que los demás, y otro era más bajito, y otro cojeaba con la pierna izquierda. Pero el resto eran exactamente iguales.
Sam nos ayudaba cada vez más en el campamento. No le llevábamos con nosotros cuando salíamos de caza, pero dejábamos que nos echara una mano con la mayor parte de nuestras faenas. Trabajaba duro, y estaba decidido a impresionarnos y a ganarse una estancia permanente en el Cirque.
Yo no veía mucho a Mr. Crepsley. Él sabía que me levantaba temprano para salir a cazar para las Personitas, así que me dejaba solo la mayor parte del tiempo. Yo era feliz así; no quería que me estuviera fastidiando con lo de beber sangre humana.
Y entonces, una mañana temprano, llegó Cormac
el Trozos
, lo cual causó una gran agitación.
—¿Ves a ese tipo? —dijo Evra, arrastrándome detrás de él—. Es el artista más asombroso que haya existido.
Ya había una muchedumbre agolpada alrededor de Cormac cuando llegamos a la caravana de Mr. Tall (donde fue a presentarse). La gente le daba palmadas en la espalda y le preguntaba cómo estaba y dónde había ido. Él les sonreía a todos, les estrechaba la mano y respondía a sus preguntas. Podía ser una estrella, pero no se le subía a la cabeza.
—¡Evra Von! —exclamó cuando vio al niño-serpiente. Se abrió paso hasta él y le dio un abrazo—. ¿Cómo está mi reptil bípedo favorito?
—Muy bien —dijo Evra.
—¿Has mudado la piel últimamente? —le preguntó Cormac.
—Recientemente, no —respondió Evra.
—Recuerda —dijo Cormac— que la quiero cuando lo hagas. Es muy valiosa. La piel de humanos-serpiente vale más que el oro en algunos países.
—Puedes quedártela toda —le aseguró Evra. Luego me empujó hacia delante—. Cormac, éste es Darren Shan, un amigo mío. Es nuevo en el Cirque y nunca te ha visto.
—¡¿Nunca has visto a Cormac
el Trozos
?! —exclamó Cormac, fingiéndose ofendido—. ¿Cómo es eso? ¡Pensaba que el mundo entero ya habría visto al magnífico Cormac
el Trozos
en acción!
—Nunca había oído hablar de usted —respondí.
Se apretó el pecho como si estuviera sufriendo un infarto.
—¿Qué hace? —pregunté.
Cormac miró a la muchedumbre que nos rodeaba.
—¿Debería hacerle una demostración?
—¡Sí! —gritaron todos, entusiasmados.
Cormac miró a Mr. Tall, parado detrás de la multitud. Mr. Tall suspiró y asintió.
—Más vale que la hagas —dijo—, o no te dejarán tranquilo.
—Entonces, de acuerdo —dijo Cormac—. Apartaos y dejadme espacio.
La multitud retrocedió inmediatamente. Yo también me dispuse a hacerlo, pero Cormac puso una mano sobre mi hombro y me dijo que me quedara donde estaba.
—Bien —dijo a la multitud—. He estado viajando durante mucho tiempo, y estoy demasiado cansado para hacer el número entero, así que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
Cerró en un puño la mano derecha, y luego extendió el dedo índice.