El círculo (39 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: El círculo
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Drissa asestó una mirada de desafío a las gafas negras, pero la calma de aquel individuo lo estaba desarmando. Notaba que se burlaba de él, que no tenía miedo. Su inquietud, entre tanto, aumentaba en proporción inversa.

—Vamos a ver —dijo el hombre, después de dar una calada—. Entonces dime: ¿quién soy yo?

El maliense no respondió, porque no tenía la respuesta.

—¿Qué les vas a decir, amigo mío? ¿Que un hombre con gafas de sol que conociste en un bar te dio mil euros por colocar un micro en una lámpara la primera vez? ¿Y que, al ver todo ese dinero, no te pudiste resistir? ¿Y después que te dio quinientos euros más por fotografiar unos documentos que había en una carpeta? ¿Y luego quinientos por recuperar cada día unos papeles de una papelera? ¿Y qué vas a contestar cuando te pregunten cómo se llama? ¿Es Papá Noel? ¿Les vas a decir que ese hombre tiene unos cuarenta años, que es alto, bastante gordo, que tiene un ligero acento extranjero y que va vestido más o menos como todo el mundo? ¿Que no conoces su nombre ni su dirección, ni siquiera su número de teléfono? ¿Que siempre es él el que te llama desde un número sin identificación? ¿Eso les vas a contar? El que va apañado eres tú, Driss, no yo.

—Les diré que estoy dispuesto a devolver el dinero, si hace falta.

El hombre volvió a echarse a reír y Drissa Kanté sintió que se encogía. Habría querido meterse bajo tierra, habría querido no haber conocido nunca a ese hombre.

La húmeda manaza se abatió sobre su mano con un gesto de repugnante intimidad.

—No te hagas pasar por más tonto de lo que eres, Drissa Kanté. Yo sé que no eres imbécil, ni mucho menos.

Al oír brotar su nombre de aquella boca, se estremeció de la cabeza a los pies.

—Bueno, prosigamos… Te has dedicado al espionaje industrial en un lugar donde eso es un delito casi tan grave como matar a alguien, cuando resulta que hace poco que llegaste a este país, que tuvo la bondad de recibirte y de sacarte del antro maltes en el que te pudrías y donde acabas de encontrar por fin un empleo estable y quizá, ¿quién sabe?, un porvenir… Lo demás no se puede comprobar. Es un producto de tu imaginación, una novela. No hay ni un solo elemento verificable aparte de eso, amigo.

Drissa reparó en las manchas de sudor que se expandían en las axilas del hombre, bajo la americana.

—Aquí lo ha visto mucha gente. Ellos podrán testificar. Usted no es un producto de mi imaginación, tal como dice.

—Bueno, admitamos que así sea. ¿Y qué? Aparte del hecho de que a la gente de aquí no le gusta mucho hablar con la policía, es evidente que tú has hecho todo eso para alguien y que has recibido dinero por eso. Muy admirable. Para ti es lo mismo, pero, si quieres mi opinión, es incluso peor que si lo hubieras hecho por una noble causa. ¿Qué dirán todos esos clientes que hay alrededor? Lo mismo que tú. La policía nunca podría remontar el hilo hasta mí y tú vas a pudrirte en la cárcel antes de que te expulsen al cabo de unos años. ¿Es eso lo que quieres? Tú has viajado, hermano; has cruzado el desierto, el mar, las fronteras… Se dice que este país es racista, pero joder, tú sabes que los libios son racistas, que los malteses son racistas, que los chinos son racistas, que hasta esos malditos tuaregs son racistas. Todo el dichoso planeta es racista y tú eres un malinké, hermano. Eres un negro negrísimo. O sea que ¿de verdad quieres volver a ser un indocumentado?

Drissa sintió que lo abandonaban las fuerzas, que su voluntad hacía aguas como aquel barco azotado por el temporal. Su cerebro cedía ante las palabras de aquel hombre como la madera de aquella quilla ante los embates del mar. Cada una de sus palabras le resultaba más dolorosa que un latigazo.

—Responde. ¿Es eso lo que quieres?

Negó con la cabeza, con la mirada fija en el mantel de cuadros.

—Muy bien. Entonces escucha. Soy yo quien decide cuándo se va a acabar. Además, tengo una buena noticia para ti. Te doy mi palabra. Esta es la última vez que te pido algo, la última. Y hay dos mil euros en juego.

Drissa levantó la cabeza. La perspectiva de verse por fin liberado y de ganar tanto dinero al mismo tiempo acababa de serenarlo un poco. El hombre se metió la manaza en el bolsillo interior de la americana y la sacó. Cuando la abrió, el lápiz USB se veía muy pequeño en su palma.

—Lo único que tienes que hacer es introducir este lápiz en un ordenador. Después, lo enciendes y él se encargará de todo, de encontrar la contraseña y de cargar el programa que contiene. Será cuestión de tres minutos solamente. Luego lo retiras, apagas el ordenador y ya está. Se acabó. Nadie se dará cuenta nunca de la manipulación. Tú me devuelves el lápiz, cobras los dos mil euros y no volverás a saber nada de mí. Te doy mi palabra.

—¿Dónde? —preguntó Drissa Kanté.

★ ★ ★

Conducía con la impresión de circular a través de un muro de fuego. Cada zona de sombra proyectada por un bosquecillo era una bendición. Elvis Konstandin Elmaz había bajado la ventanilla, pero el aire estaba tan recalentado que fue como si hubiera abierto la puerta de un horno. Por suerte, con la caída de la tarde, en aquella región frondosa se pasaba a menudo del sol a la sombra. Giró a la derecha, delante del cartel plantado en el cruce, contra el tronco de un árbol.

FINCA DE LOS GUERREROS

CRÍA DE PERROS GUARDIANES Y DE DEFENSA

Un poco más allá, torció por una carretera de carácter aún más rural, llena de baches y grietas. Sobre el anaranjado cielo del atardecer se veían recortadas las negras formas de un edificio y un aeromotor. La capa de sudor que cubría la cara de Elvis Elmaz no solo se debía al calor. El crepúsculo y las sombras lo ponían nervioso. En realidad tenía miedo. Aunque había conseguido mantener el tipo delante de ese poli y esa policía tan extraña, enseguida había comprendido lo que había pasado. ¡Joder! Otra vez estaba en las mismas… Mientras conducía, tenía la impresión de que en el estómago se le iban formando nudos sin parar. ¡Hostia puta! No quería palmarla. Él no se iba a dejar, como esa zorra de profesora… ¡Se iban a enterar de quién era él! Golpeó el volante con un gesto de rabia y de miedo. «¡Pandilla de mamones, venid, venga! ¡Soy yo el que me voy a cargar a todos, pedazos de gilipollas!». La otra noche no los había visto venir. ¡Unos serbios, ja! ¡Vaya trola! Había inventado esa historia de una chavala y los serbios para despistar a la policía y después había pedido a un par de amigos del bar que la confirmaran. Ese bar estaba lleno de tipos como él, en libertad condicional, pendientes de juicio o a punto de reincidir. Esa vez le había ido de poco, pero se había defendido y al final se habían fugado. Había demasiados testigos posibles. Eso fue lo que lo salvó, pero ¿por cuánto tiempo? Había otra solución: contarlo todo a la pasma. Pero entonces, volverían a abrir el expediente, los otros dirían lo que había pasado realmente esa noche y se echaría encima a las familias. Se arriesgaba a que le cayeran un juicio y una condena. Podía caerle bastante, con sus antecedentes. No quería volver al trullo, de ninguna manera.

Cerca de un buzón oxidado y de la vaporosa nube de un saúco en flor, otro cartel invitaba a dejar la estrecha carretera para tomar un camino todavía más desigual. Empezó a botar en el asiento, agarrado al volante, antes de atravesar un arroyo sobre un puente de troncos, en medio de un campo de maíz en el que ganaban terreno las densas sombras del ocaso. Un auténtico túnel de follaje acompañó el último trecho del camino durante un centenar de metros. Su nerviosismo crecía a medida que aumentaba la oscuridad. La pista estaba dividida en dos por una franja central en la que la hierba raspaba el chasis. Un cartel de gran tamaño anunció:

ROTTWEILERS, DÓBERMANS, PASTORES BELGAS MALINOIS,

DOGOS ARGENTINOS Y DOGOS DE BURDEOS

Aquella publicidad venía apoyada por el tosco dibujo de un animal que el mismo Elvis había realizado. A la derecha, detrás de los leñosos tallos de los árboles, un espantoso tumulto de ladridos lo recibió entre el silencio del anochecer, y él sonrió al oír el entrechocar de las rejas contra las que se arrojaban con furor sus queridos chuchos. Por un momento pareció que los canes se excitaban unos a otros hasta desgañitarse, pero luego se cansaron y cesó el alboroto.

Ellos también debían de notar el efecto del calor. Después de apagar el motor y bajar del coche, saboreó el silencio circundante.

Nada se movía, ni siquiera el aire, inerte como plomo. Los únicos signos de vida los ponían las moscas que revoloteaban en torno a él y el tintineo que producía el motor al enfriarse. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de los vaqueros y se colocó uno entre los labios. Se enjugó la frente y el sudor le dejó apelmazados los pelos del brazo. Husmeando con satisfacción el olor de las fieras, un olor salvaje y peligroso, encendió el cigarrillo y se encaminó a la casa. Todavía tenía el torso envuelto en una sucia venda bajo la camiseta de la selección de Brasil con «Ronaldo 9» escrito en la espalda y un montón de puntos de sutura debajo de la venda, que le producían un horrible picor. De todos modos, se alegraba de haber salido del hospital y de volver a su casa con sus queridos animales… y su arma.

Se trataba de una escopeta de cañones superpuestos Rizzini de calibre 20, para la caza mayor.

Unos metros más y estaría en su casa, protegido. Atravesó el claro hundido en la penumbra, subió los escalones del porche e introdujo la llave en la cerradura. Hasta entonces, vivir en medio de bosques le había representado una ventaja, un beneficio para sus pequeños negocios, que exigían tranquilidad y discreción. Hacía tiempo que había dejado lo de las chicas, que traían demasiados riesgos y problemas, para dedicarse a los combates de perros y a la droga. Las ganancias por inversión eran mejores y los perros resultaban mucho más fáciles de tratar. En cuanto a la droga, tal como había dicho un autor del que Elvis nunca había oído hablar, pero al que sin duda habría dado la razón, era «el producto ideal, la mercancía por excelencia». Aquel día, sin embargo, habría cambiado su situación. Habría preferido estar en la ciudad, confundirse entre la multitud, porque entre tanta gente no le podían hacer nada. Lo malo era que no podía dejar demasiado tiempo solos a sus animales. Debían de estar hambrientos después de su estancia en el hospital. Esa noche no tenía, no obstante, la fuerza ni el valor para aventurarse por el lado de las jaulas. Estaba demasiado oscuro. Les daría de comer al día siguiente, después de levantarse.

Empujó la puerta y no bien la hubo cerrado, corrió en busca de la escopeta y las municiones.

«Venid, venid, que ya veréis. A Elvis nadie le da por el culo. El que da por saco soy yo».

28
CORAZONES PERDIDOS

Margot no podía más del calor que reinaba en su habitación. El sudor le empapaba la camiseta, el pelo y la frente. Se mojó la cara en el grifo del pequeño lavabo, detrás de la mampara que lo separaba de la cama. Luego cogió la toalla y entreabrió la puerta para dirigirse a las duchas, cuando los oyó.

—¿Qué quieres? —preguntaba Sarah dos puertas más allá.

—Tienes que venir. Es David.

—Oye, Virginie…

—¡Date prisa!

Margot echó un vistazo por el resquicio. Virginie y Sarah estaban frente a frente, una en el pasillo y la otra en el umbral de su habitación. Las de segundo curso tenían derecho a habitaciones individuales. Sarah asintió con la cabeza y entró un instante para luego salir y alejarse con su amiga hacia la escalera.

«¡Mierda!».

Se planteó qué debía hacer. En la voz de Virginie eran patentes la urgencia y la tensión. Había hablado de David… Margot tardó medio segundo en decidirse. Se puso las Converse y salió. Por el pasillo desierto, se encaminó con sigilo a la escalera.

Enseguida oyó sus murmullos y exclamaciones ahogadas, mientras bajaban por las anchas escaleras de piedra. Estirándose el pantalón corto para deshacer los pliegues, se retorció un poco y enfiló a su vez la monumental escalera, apoyándose en la balaustrada. A través del gran vitral del rellano, advirtió el sol que se ponía detrás de los edificios cuyas oscuras siluetas se acurrucaban entre el arrebol del crepúsculo. Al salir al aire libre, enseguida la capturaron los rayos que descendían por encima del negro horizonte de los árboles y los cubos de hormigón. Aunque el aire le pareció dotado de la misma solidez del cristal, el anochecer iba apaciguando, como un ungüento, el ardor del día.

Escrutó en derredor, buscándolos.

In extremis
, divisó las dos siluetas que ya engullía la negra masa boscosa, allá, detrás de las pistas de tenis.

Echó a correr en esa dirección, lo más quedamente que pudo, a través de las nubes de mosquillas y las sombras. No obstante, en cuanto hubo dejado atrás la avenida de los solitarios patios, en el linde del bosque, las sombras se tornaron más profundas, más densas, confundiéndose unas con otras en un inquietante claroscuro, y empezó a dudar, sin saber si quería continuar.

¿Dónde se habían metido? Entre los árboles sonó un crujido. Después la voz de Sarah surgió desde la espesura: «¡David!». Justo delante, había un sendero. Apenas lo distinguía entre la compleja penumbra intensificada por el ramaje. Dio media vuelta para regresar al dormitorio, resuelta a no adentrarse por allí. Luego la curiosidad y la necesidad de saber superaron su aprensión, obligándola a volver sobre sus pasos.

«¡Qué demonios!».

Avanzó entre las ramas y matorrales. Las telarañas tendidas entre las plantas le rozaban la cara y una multitud de insectos se arremolinaban en torno a ella, atraídos por su piel desnuda, su sangre y su sudor. Caminaba con precaución, pero, de todas maneras, las otras dos de delante hacían demasiado ruido para percatarse de su presencia. El ocaso dejaba entrar grandes franjas de polvorienta luz entre los árboles, por encima de ella, pero abajo la oscuridad avanzaba y hacía más fresco. Sintió que un maldito bicho le picaba en el cuello y tuvo que contenerse para no aplastarlo de un manotazo.

—Joder, David, ¿qué narices estás haciendo?

Las voces venían de allá. Lo habían encontrado… Margot notó que se le secaba la boca. Pisó una ramita que estalló como un petardo y, por un instante, temió que el ruido atrajera su atención, pero ellas estaban demasiado ocupadas.

—Por dios, David, ¿qué has hecho?

La voz de Sarah resonó en el vasto espacio del bosque, con un asomo de pánico. El pánico era contagioso y la misma Margot casi estuvo a punto de sucumbir a él. Prosiguió con medidos pasos entre las ramas de los abetos y descubrió un claro bañado por la penumbra del anochecer.

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