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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo

BOOK: El círculo
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Un horripilante asesinato en una pequeña ciudad universitaria del suroeste de Francia nos devuelve a Martin Servaz, protagonista de Bajo el hielo.

Un vecino llama a la policía para advertir de que hay un joven sentado junto a la piscina de la víctima, que está llena de muñecas flotantes. El joven, Hugo, drogadicto, resulta ser el único hijo de Marianne, el gran amor de Servaz y a la que este no ve desde hace más de veinte años. Hugo parece el único sospechoso del terrible crimen pero una vez que Servaz se pone a investigar, descubre algo mucho peor: Julian Hirtmann, el perverso asesino en serie de Bajo el hielo, podría estar detrás del crimen.

Bernard Minier

El círculo

ePUB v1.0

NitoStrad
15.06.13

Título original:
Le cercle

Autor: Bernard Minier

Fecha de publicación del original: octubre 2012

Traducción: Dolors Gallart

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

«Los individuos civilizados, los que se ocultan detrás de la cultura, el arte, la política… e incluso la justicia, de ellos es de quienes hay que desconfiar. Aunque llevan un disfraz perfecto, son los más crueles. Son los individuos más peligrosos de la Tierra».

Michael Connelly,

El último coyote

Prólogo
EN LA TUMBA

Su mente era un mero grito, un lamento.

En su fuero interno gritaba de desesperación, vertía en un aullido su rabia, su sufrimiento, su soledad… todo aquello que, mes tras mes, la había desposeído de su humanidad.

También suplicaba.

«Por compasión, por compasión, por compasión… déjeme salir de aquí: se lo suplico…».

En su fuero interno gritaba y suplicaba y lloraba. Lo hacía en su fuero interno tan solo, porque en realidad, de su garganta no brotaba sonido alguno. Un buen día, se había despertado casi muda. «Muda…». Ella, que siempre había sido tan expresiva, ella, que tenía tanta facilidad de palabra, que era tan pronta para la risa…

En medio de la oscuridad cambió de postura para aliviar la tensión de los músculos. Estaba sentada contra la pared de piedra, en contacto directo con el suelo de tierra batida. A veces se tendía allí mismo; otras se iba al mugriento colchón del rincón. Pasaba casi todo el tiempo durmiendo, acurrucada. Cuando se levantaba, hacía estiramientos o bien caminaba un poco… cuatro pasos de ida y cuatro de vuelta tan solo, porque su prisión medía dos metros de lado. Reinaba allí un calor agradable; hacía mucho que había deducido que detrás de la puerta debía de haber una sala de calderas, no solo por el calor sino también por los zumbidos, tintineos y silbidos que oía. No llevaba ropa alguna. Estaba desnuda como un animal desde hacía meses, años tal vez. Hacía sus necesidades en un cubo y recibía dos comidas al día, salvo cuando él se ausentaba. Entonces podía pasar varios días sola, sin comer ni beber, atormentada por el hambre, la sed y el miedo a morir. La puerta tenía dos mirillas, una abajo, por donde le llegaba la comida, y otra en el medio, por donde él la observaba. Incluso cerradas, aquellas mirillas dejaban entrar unos delgados rayos luminosos que perforaban la oscuridad de su prisión. Sus ojos se habían acostumbrado hacía mucho a aquellas tinieblas mitigadas y distinguían en el suelo y en las paredes detalles que nadie más habría podido ver.

Al principio había explorado su jaula, atenta al menor ruido. Había buscado la manera de evadirse, el fallo en su sistema, el más mínimo descuido por su parte. Después había dejado de preocuparse por aquello. No había ningún fallo ni esperanza. Ya no recordaba cuántas semanas y meses habían transcurrido desde su secuestro, desde su vida de antes. Alrededor de una vez por semana, poco más o menos, él le ordenaba pasar el brazo por la mirilla y le aplicaba una inyección intravenosa. Resultaba doloroso, porque él obraba con torpeza y el líquido era espeso. Perdía el conocimiento casi al instante y al despertar, se encontraba sentada arriba en el comedor, en el pesado sillón de respaldo alto, con las piernas y el torso atados al asiento. «Lavada, perfumada y vestida…». Hasta el pelo le olía a champú, y su boca, normalmente pastosa, y su aliento, que sospechaba era pestilente el resto del tiempo, estaban impregnados de aroma a dentífrico y mentol. En el hogar crepitaba el fuego, en la mesa de oscura madera reluciente como un lago ardían las velas y de los platos se desprendía un delicioso aroma. El equipo de música emitía siempre música clásica. Obedeciendo cual animal a un reflejo condicionado, en cuanto oía la música, veía la luz de las llamas y sentía el contacto de la ropa limpia en su piel, la boca se le hacía agua. Y es que antes de dormirla y sacarla del calabozo, él la dejaba veinticuatro horas en ayunas.

No obstante, por los dolores que sentía en el vientre, sabía que había abusado de ella mientras dormía. Al principio, horrorizada solo de pensarlo, había vomitado sus primeras comidas dignas de tal nombre en el cubo al volver a despertar en el sótano. Ahora aquello ya no la afectaba. A veces él no decía nada, otras hablaba sin parar, pero ella casi nunca lo escuchaba. Su cerebro había perdido la costumbre de seguir una conversación. Las palabras «música», «sinfonía», «orquesta» se repetían sin embargo como un
leitmotiv
en su charla, y también un nombre: Mahler.

¿Cuánto tiempo llevaba encerrada? No había día ni noche en su tumba. Porque eso era el sitio donde se encontraba: una tumba, una tumba de la que había comprendido que nunca saldría viva. Hacía mucho que había perdido la esperanza.

Evocaba la época maravillosa y simple en que era libre. La última vez que había reído, que había estado con amigos, visto a sus padres; el olor de una barbacoa de verano, la luz del ocaso en los árboles del jardín y los ojos de su hijo con la puesta de sol. Caras, risas, juegos… Se acordaba de cuando hacía el amor con hombres, con uno en particular… De aquella existencia que había creído banal y que en realidad era un milagro. Cuánto lamentaba no haberla saboreado más. Ahora tomaba conciencia de que incluso los momentos de pena o de dolor no eran nada comparados con aquel infierno, con aquella existencia anulada, sepultada en un lugar que no merecía tal nombre, al margen del mundo. Aunque sospechaba que tan solo la separaban de la verdadera vida unos cuantos metros de piedra, de cemento y de tierra, habría dado lo mismo que si hubieran interpuesto cientos de puertas, kilómetros de pasillos y rejas.

Un día, sin embargo, había tenido el mundo y la vida muy cerca. Por un motivo u otro, él se había visto obligado a cambiarla urgentemente de sitio. La había vestido a toda prisa, le había atado las muñecas a la espalda con unas esposas de plástico y le había cubierto la cabeza con un saco de tela. Después le había hecho subir unos escalones, tras lo cual se había hallado al aire libre. «Al aire libre…». Por poco no se había vuelto loca de la emoción.

Al sentir la tibieza del sol en los brazos y hombros desnudos, vislumbrar su luz a través del saco, respirar el olor de la tierra, los campos todavía húmedos y el perfume de las flores de los setos, oír el escándalo de los pájaros en el amanecer, a punto había estado de desmayarse. Había llorado tanto que había empapado la tela del saco de lágrimas y mocos.

Después él la había acostado sobre una superficie metálica y ella había respirado un olor a gas de tubo de escape y gasoil a través de la tela. Pese a que era incapaz de gritar, había tenido la precaución de ponerle algodón en la boca y esparadrapo encima. También le había atado las muñecas y los tobillos juntos para impedir que diera patadas en la chapa. Notó la vibración del motor y luego el vehículo avanzó dando tumbos por un accidentado suelo antes de llegar a la carretera. Después de que acelerase, al oír el ruido de los numerosos automóviles que pasaban al lado, comprendió que circulaban por una autopista.

Lo peor había sido el peaje. Oía voces, música, ruidos de motores a su alrededor, muy cerca… justo al lado, detrás de la chapa. Había decenas de seres humanos, mujeres, hombres, niños… ¡a unos centímetros tan solo! ¡Los oía!… La inundó una avalancha de emociones. Esas personas reían, hablaban, iban y venían, libres y vivas. No sabían nada de su presencia, tan cerca de ellas, de su muerte lenta, de su existencia de esclava… Sacudió la cabeza hasta golpear el metal y la nariz le comenzó a sangrar sobre el grasiento suelo.

Luego oyó que su verdugo decía «gracias» y el vehículo se puso de nuevo en marcha. Le dieron ganas de ponerse a dar alaridos.

Ese día del traslado, tuvo la certeza casi absoluta de que la vegetación estaba en flor. «La primavera…». ¿Cuántas estaciones más le quedaban por delante? Antes de que él se cansara de ella, antes de que la invadiera la locura, antes de que la matara de una vez… De repente tuvo la certidumbre de que sus amigos, sus familiares, la policía la daban ya por muerta. Solo había un ser en el mundo que sabía que estaba aún viva, y era un ser demoníaco, una serpiente, un íncubo. Jamás volvería a ver la luz del día.

Viernes
1
MUÑECAS

Allí estaba, en el jardín sombreado,

La sombra del asesino fríamente emboscado,

Sombra superpuesta a otra en la hierba menos verde que

Roja con la sangre de la noche.

En los árboles, la siringa de un ruiseñor

Desafiaba a Marsias y Apolo.

Al fondo, una glorieta de nidos y de

Bolas de muérdago

Componen un agreste decorado…

Oliver Winshaw detuvo, parpadeando, la pluma. Algo había atraído —o más bien distraído— su atención en la periferia de su campo visual. Por la ventana había percibido un relámpago, igual que el flash de una cámara.

La tormenta se abatía sobre Marsac.

Aquella noche, como todas las noches, permanecía frente a su escritorio. Escribía un poema. Su estudio estaba situado en la planta de arriba de la casa que había comprado treinta años atrás con su mujer, en el suroeste de Francia. Era una habitación revestida de madera de roble, tapizada casi por completo de libros, en su mayor parte de poesía británica y americana de los siglos XIX y XX. Coleridge, Tennyson, Robert Burns, Swinburne, Dylan Thomas, Larkin, E. E. Cummings, Pound…

Sabía que jamás llegaría ni a la suela del zapato de sus dioses lares, pero le daba igual.

Nunca le había enseñado a nadie sus poesías. Se aproximaba al invierno de su vida e incluso el otoño quedaba ya atrás. Muy pronto haría una gran hoguera en el jardín a la que arrojaría los ciento cincuenta cuadernos de tapas negras. En total había más de veinte mil poemas, uno por día a lo largo de cincuenta y siete años. Aquel era probablemente el secreto mejor guardado de su existencia. Ni siquiera su segunda mujer había tenido derecho a leerlos.

Después de todos aquellos años, aún no se explicaba de dónde le había venido la inspiración. Cuando repasaba su vida, veía una larga sucesión de días que concluían siempre con un poema escrito por la noche en la paz de su estudio. Todos estaban fechados. Podía localizar el que había escrito el día del nacimiento de su hijo, el que había escrito el día en que murió su primera mujer, el del día en que había abandonado Inglaterra para ir a vivir a Francia… No se acostaba antes de haber terminado, aunque le dieran a veces la una o las dos de la mañana, incluso en la época en que trabajaba. Nunca había necesitado dormir mucho y tampoco tenía un trabajo físico. Era profesor de inglés en la universidad de Marsac.

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