De regreso al interior, encendió el ordenador para consultar su correo, tal como hacía todas las noches antes de acostarse. Unos anuncios le proponían viajes por tren a bajo coste por toda Europa, hoteles en la costa a precios imbatibles, casas en alquiler en España, encuentros para solteros… De repente, su mirada se detuvo en un
e-mail
titulado «Saludos».
Servaz sintió que la sangre se le helaba en las venas. El remitente era un tal Theodor Adorno.
Desplazó el ratón para abrirlo.
Para: [email protected]
Fecha: 12 de junio
Asunto:
Saludos
¿Se acuerda del primer movimiento de la
Cuarta
, comandante?
Bedächtig… Nicht eilen… Recht gemächlich
… ¿El fragmento que sonaba cuando usted entró en mi «habitación» aquel célebre día de diciembre? Hace tiempo que pensaba escribirle. ¿Le extraña? Seguro que me creerá si le digo que he estado muy ocupado últimamente. La libertad, igual que la salud, solo se aprecia en todo su valor cuando se ha estado privado de ella.
Pero no voy a importunarle más, Martin. (¿Me permite que lo llame Martin?). A mí mismo me horrorizan los importunos. Pronto le daré noticias mías. Aunque dudo que sean de su agrado, estoy seguro de que suscitarán su interés.
Afectuosamente, J. H.
La luna se hizo visible un momento y después volvió a desaparecer, engullida por las nubes. El repiqueteo de la lluvia entraba por la ventana abierta, la humedad se le adhería a la piel como un trapo mojado y las gotas chocaban contra el suelo a sus pies, pero Margot seguía inmóvil allí delante, aspirando el humo del tabaco. El calor era asfixiante en su pequeña buhardilla.
Estaba prohibido fumar, pero le daba igual. La blusa se le pegaba a la piel, el sudor le resbalaba entre los omoplatos y bajo las axilas. Miró el reloj: las doce y diez. Su compañera de cuarto dormía a pierna suelta, y además roncaba, como de costumbre.
Margot se preguntó quién hacía más ruido, la lluvia de verano o ella. Le caía bien aquella chica un poco rechoncha y tímida, pero sus ronquidos nocturnos la exasperaban. Por suerte, el iPod vertía en sus oídos
Welcome to the Black Parade
, de My Chemical Romance. La migraña le taladraba las sienes. Un cuarto de hora antes, todavía estaban concentradas en su disertación de filosofía.
Inclinada hacia fuera, tendió la vista hacia la vieja torre circular recubierta de hiedra y coronada por un puntiagudo techo, situada en la esquina de los dos edificios, exponiendo la cara y los hombros al aguacero. Había luz en el despacho del director, en lo alto de la torre, como sucedía a menudo a aquella hora. Margot sonrió. El Gordo Asqueroso debía de estar bajando vídeos porno mientras su parienta sobaba, pensó con hilaridad.
Lo había sorprendido más de una vez mirando con disimulo las piernas de las chicas y estaba segura de que tenía la cabeza repleta de imágenes guarras.
De pronto, alertada por un centelleo en el límite de su campo de visión, desplazó la mirada hacia el parque. La luz volvió a brotar, una vez, dos veces… Después, no la vio más.
«Joder, Elias —pensó—. ¡Estás realmente chalado!».
Arrojó por la ventana la colilla, que dibujó una parábola incandescente en la noche. Después cerró la ventana y también el ordenador portátil, cuya pantalla brillaba encima de la cama. Luego se puso un pantalón corto, se abrochó la gruesa hebilla plateada del cinturón con tachuelas y se puso unas zapatillas de color fluorescente.
En la pared, encima de su cama, tres pósteres de películas de terror representaban: 1) el personaje principal de
Noche de brujas
; 2). Pinhead, el cenobita de cabeza erizada de agujas de
Hellraiser. Los que traen el infierno
; 3). Freddy Krueger, el coco de rostro quemado que habitaba las pesadillas de los adolescentes de Elm Street. Le encantaban las películas de terror. También tenía debilidad por la música
heavy metal
y las novelas de Anne Rice, de Poppy Z. Brite y de Clive Barker. Sabía que tanto sus lecturas como sus gustos musicales y cinematográficos desentonaban en Marsac y que no cabía la más mínima posibilidad de que ninguno de aquellos autores constara en el programa de literatura moderna. La propia Lucie, que por lo demás hacía muchos esfuerzos por complacer a su compañera de habitación, había protestado un poco cuando eligió aquellos pósteres que tenía delante de la vista antes de dormirse cada noche. También había manifestado su contrariedad con la costumbre que tenía Margot de fumar allí, incluso con la ventana abierta.
Se inclinó sobre el pequeño lavabo para lavarse la cara con agua fría y refrescarse los brazos.
Después se miró en el espejo. Los dos
piercings
de color rubí, uno en el arco de las cejas y el otro bajo el labio inferior, brillaban como dos diminutos astros rojos bajo la luz del fluorescente. Morena y delgada, de piernas musculosas, con media melena, no se parecía nada a las otras chicas de Marsac y se enorgullecía de ello.
La puerta del armario chirrió un poco cuando la abrió para coger el impermeable y Lucie protestó débilmente en sueños.
El pasillo estaba oscuro y solitario. Al fondo, había un resquicio de luz proveniente de las puertas de los alumnos de
prépa
de ciencias. En algunas habitaciones permanecería encendida hasta las tres de la mañana. En el pasillo no había sin embargo ni un amago de movimiento. Lo recorrió hasta la escalera sintiendo en los hombros hasta el peso del alma de aquel edificio que tenía casi tres siglos de existencia.
Tras bajar las escaleras, acogió la tormenta del exterior con un gozo infantil. La tibia lluvia crepitaba sobre la capucha del impermeable mientras bordeaba la pared de los antiguos establos. Después siguió a través de la empapada hierba hasta llegar al primer seto, yendo de sombra en sombra, eligiendo un itinerario que la volvía invisible. Se detuvo entre el seto, el tronco de un cerezo y una gran estatua encumbrada en un pedestal. Levantó la cabeza. Inclinada sobre ella, la estatua la miraba con ojos inexpresivos.
—Hola —le dijo Margot—. Un tiempo horrible incluso para ti, ¿no?
Las amplias hojas del cerezo vertían su carga de gotas sobre ella. Volvió a ponerse en marcha bordeando el seto. La entrada del laberinto se encontraba un poco más allá. La dirección del instituto se había planteado cerrarlo e incluso arrasarlo, porque adentro se habían dado varios casos de novatadas y también de «comportamientos inadecuados» entre alumnos de ambos sexos, pero al estar catalogado como monumento histórico, al igual que el edificio principal, no había nada que hacer. La única medida adoptada había sido la colocación de un letrero que decía: PRIVADO. PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS ALUMNOS. La advertencia solo tenía efectos disuasorios para los más obedientes, desde luego. Margot, que no se contaba entre ellos, se encorvó para pasar por debajo de la cadena.
A aquella hora, bajo la lluvia, el laberinto no era un sitio muy halagüeño, se dijo con un escalofrío, maldiciendo a Elias.
—¿Dónde estás? —gritó para hacerse oír entre el ruido de la tormenta.
—¡Aquí!
La voz había brotado justo delante de ella, pero al otro lado del elevado seto que le cerraba el paso. La primera avenida del laberinto se desplegaba hasta sus dos esquinas, tanto a derecha como a izquierda.
—Bueno, o me dices por dónde tengo que pasar o me voy.
—A la izquierda —respondió él.
Se puso en marcha y sonó una carcajada.
—No, a la derecha.
—¡Elias!
—A la derecha, a la derecha…
Dio media vuelta. La tela del impermeable crujía con cada uno de sus movimientos. Tenía la impresión de estar metida en una burbuja. Se desvió al final de la avenida. Dos metros más allá, había una nueva bifurcación en ángulo recto a la izquierda y, justo después, otra más a la derecha… A continuación, venía un cruce que ofrecía tres posibilidades: seguir recto, a la derecha o a la izquierda.
—¿Por dónde?
—¡A la izquierda!
Obedeció la indicación y después de doblar dos esquinas más, lo vio por fin, sentado en un banco de piedra roído por el musgo, con las interminables piernas extendidas ante sí. Elias no llevaba capucha y tenía el moreno cabello pegado al cráneo y casi la totalidad de la cara cubierta por un largo y chorreante mechón.
—Elias, ¿sabías que estás loco de remate?
—Ya sé.
—¡Joder, cualquiera que nos viera pensaría que estamos majaras!
—Tranquila, que no vendrá nadie.
—¡Sí, eso seguro!
Elias y Margot estaban en la misma clase. Al principio ella apenas había prestado atención a ese chico desgarbado que parecía arrastrar como un estorbo su cuerpo y que se escondía detrás de su mechón de cabello como si fuera una cortina. Durante los recreos, pasaba casi todo el tiempo apartado de los demás, fumando y leyendo, sentado en un rincón del patio. No dirigía la palabra a nadie salvo cuando no tenía más remedio y su misantropía había suscitado enseguida abundantes miradas de reojo, comentarios hirientes y pullas. «Asocial», «chiflado», «pirado» eran los calificativos que se le atribuían con más frecuencia. Las chicas también lo tildaban de «núbil» y «virginal». De todas maneras, a Elias no parecía importarle lo más mínimo lo que pensaran de él. Aquello era probablemente lo que había acabado intrigando a Margot y lo que la había impulsado a acercarse a aquel grandullón. Había notado las miradas que se concentraban en ellos cuando emprendió las primeras maniobras de aproximación en el patio, pero, al igual que a Elias, le tenía sin cuidado lo que los otros pensaran y, a diferencia de él, había sabido crearse una sólida red de amistades en el instituto.
—Ten cuidado —le había advertido él de entrada—. Podría contagiarte mi enfermedad si te acercas demasiado.
—¿Qué enfermedad?
—La soledad.
—No me impresiona tu fachada de misántropo.
—¿Entonces a qué has venido?
—Intento captar.
—¿El qué?
—Si eres un genio, un estúpido o solo un tipo que se da aires.
—Pues te has colado, guapa. No me hagas perder el tiempo con tus clases de psicología barata.
Así había comenzado su relación. Aunque no sentía ninguna atracción física por Elias, le gustaba la manera que tenía de asumir sin complejos su diferencia.
Margot levantó la cabeza. La luna asomó un instante en el cielo, entre una rendija de nubes, para esfumarse enseguida. Elias le ofreció su paquete de cigarrillos y ella cogió uno.
—¿Estás enterado de lo de Hugo?
—Claro. Todo el mundo habla de eso.
—Entonces sabes que lo encontraron colocado a más no poder al borde de la piscina de la señorita Diemar —dijo él.
—¿Y?
—He oído decir que es tu padre el que lleva la investigación…
Paró de toquetear el mechero, que se resistía a encenderse.
—¿Quién te ha dicho eso? Creía que no hablabas con nadie aparte de mí.
—Unas chicas hablaban del tema esta mañana a mi lado. Las noticias corren rápido aquí. No hay más que alargar las antenas —agregó, abriendo las manos en torno a la cabeza.
—Bueno. ¿Adonde quiere ir a parar?
—Yo estaba en el Dubliners anoche, antes de que pasara aquello… Hugo y David estaban también.
—¿Y qué? He oído decir que el pub estaba hasta los topes, por el partido de Uruguay contra Francia…
—Hugo se fue del pub antes de que empezara el partido, más o menos una hora antes de que mataran a la señorita Diemar.
—Sí, todo el mundo sabe eso. Es otro rumor que circula.
—No es un rumor. Yo estaba allí. Nadie se fijó en él entonces porque todos estaban pendientes del dichoso partido. Todos menos yo.
Margot esbozó una sonrisa pensando en su padre.
—A ti no te interesa para nada el deporte, ¿verdad, Elias? ¿Y entonces qué hacías mientras tanto? ¿Hacías de voyeur? ¿Leías
Los hermanos Karamazov
, o qué?
—¿Y si nos concentráramos en las cosas importantes? —la cortó él.
Estuvo a punto de soltarle alguna insolencia, pero se contuvo.
—¿Y qué es lo importante?
—Que David también se fue del pub…
Margot aguzó aún más el oído. Las nubes volvieron a abrirse sobre un fondo de luna, como una cremallera encima de un pecho blanco, para volver a cerrarse a los pocos segundos.
—¿Cómo?
—Exacto. Unos segundos después.
—Quieres decir que…
—Que David tampoco se quedó al partido. Nadie se dio cuenta porque todos estaban embobados con esa idiotez del fútbol…, a excepción de Sarah quizá.
—¿Sarah estaba con ellos?
—Sí, en la misma mesa. Es la única de los tres que se quedó. Después, David volvió a la mesa, pero no Hugo, como ya sabes. Margot estaba ya en vilo, con todos los sentidos alerta.
—¿Cuánto tiempo?
—No sé. No lo conté. Como supondrás, no me imaginaba lo que estaba ocurriendo. Solo me fijé en que David volvió a la mesa en un momento dado, y ya está.
Sarah estaba en la misma clase que David y Hugo. Era sin duda la chica más guapa del instituto. Le gustaba llevar sombreros ladeados sobre su cabello rubio, que llevaba cortado un poco a lo chico. Ella, David, Hugo y otra chica llamada Virginie —una morena bajita, con gafas, de mucho carácter— eran casi inseparables.
—¿Por qué me cuentas todo eso? ¿Para que le sugiera a mi padre que interrogue a Sarah?
—¿No te apetece saber más? —contestó él, sonriendo.
—¿A qué te refieres?
—De tal palo, tal astilla, ¿no es así? Lo que quiero decir es que nosotros estamos en una posición ideal para realizar una pequeña investigación en el interior del instituto.
—No hablarás en serio.
Elias se levantó. Le sacaba más de un palmo.
—Por supuesto que sí.
—¡Coño, Elias!
—La situación es la siguiente: tenemos a Hugo acusado de asesinato, que ha sido hallado en el lugar del crimen; tenemos a David que sale unos segundos después de él; tenemos a Sarah que lo vio todo, pero que calla; y tenemos a los cuatro mejores alumnos de segundo curso (o lo que es lo mismo, los cuatro jóvenes cerebros más brillantes en varias decenas de kilómetros a la redonda), que forman un cuarteto inseparable. Tienes que reconocer que, así mirado, el asunto se vuelve interesante, ¿no? Bueno, el caso es que entre todo esto hay un problema por resolver.