Hugo es inocente. Más vale que tu padre se ande con cuidado, y tú también. Ya no te queremos aquí, hija de puta.
Su táctica comenzaba a dar resultado…
Meredith Jacobsen esperaba el avión de Air France procedente del aeropuerto de Toulouse-Blagnac en el vestíbulo de llegadas de Orly-Ouest, ese martes a las 13:05. El vuelo llevaba diez minutos de retraso, pero ella conocía el motivo. Habían atrasado el despegue para permitir que subiera a bordo su jefe, el diputado Paul Lacaze. Le habían dado un asiento en el último minuto, pese a que el aparato estaba lleno hasta los topes.
Aquel trato de favor no se lo habían dispensado por su condición de diputado, sino por su pertenencia a un círculo muy exclusivo, el Club 2000. A diferencia de los programas destinados a conservar la clientela, que gratificaban a los viajeros impenitentes con miles de horas de vuelo en su haber, el Club 2000 no premiaba la fidelidad. La inclusión se concedía según unos drásticos criterios, no muy definidos por otra parte, a un reducido número de personas con gran peso económico, personalidades del mundo del espectáculo, altos funcionarios y políticos. Al principio, el club estaba limitado a dos mil miembros en todo el mundo con el fin de destacar su diferencia e importancia, pero poco a poco se había ido ampliando hasta contar con casi veinte mil beneficiarios. Entre estos había, asimismo, algunos cardenales, deportistas y premios Nobel. De los 577 diputados de la Asamblea Nacional no todos tenían acceso al club, evidentemente, aunque no pagaran el transporte. Lacaze era, sin embargo, la gran promesa, la estrella de los debates, y la compañía aérea dispensaba un trato especial a la gente famosa.
Las puertas se abrieron por fin y Meredith Jacobsen dirigió una discreta señal a su jefe, que avanzaba con el bolso de viaje colgado en el hombro y cara de mal humor. Hija de francesa y de sueco, diplomada en la facultad de ciencias políticas, Meredith Jacobsen ejercía a los veintiocho años como asistente parlamentaria, con un sueldo proveniente de los fondos privados adjudicados a su diputado. Ocupaba una minúscula oficina en el número 126 de la calle de l'Université. Pese a que Lacaze empleaba con toda legalidad a cuatro colaboradores pagados con fondos de la Asamblea Nacional, entre los que se contaban un primo lejano suyo y una sobrina, ella era la pieza fundamental del dispositivo, su persona de confianza y su única empleada a tiempo completo.
El trabajo de un asistente parlamentario no está bien definido. Meredith, por su parte, se ocupaba de todo. Seleccionaba el correo; controlaba la agenda y las citas; se ocupaba de las reservas de tren, de avión y de hotel, de las relaciones con los medios de comunicación, con las organizaciones asociativas, sindicales y económicas; redactaba notas de síntesis; y participaba incluso en la redacción de las propuestas de leyes y enmiendas. Meredith era una perla rara y Lacaze lo sabía. Era consciente de que no iba a durar mucho en un oficio donde no había ninguna perspectiva de hacer carrera. Aparte, tenía una agradable presencia. Por eso le pagaba 2.800 euros al mes, una cantidad situada en la parte superior de la horquilla en una profesión cuyos sueldos podían diferir en cientos o miles de euros.
Paul Lacaze no sacaba, con todo, de su bolsillo el dinero con que retribuía los servicios de su asistente. Como todos los diputados, recibía del Estado 8.859 euros al mes para la remuneración de sus colaboradores. Podía tener hasta un máximo de cinco y disponía de libertad para elegir las tareas que les adjudicaba e incluso el montante de su salario. A dicha suma se añadía su propia dieta parlamentaria, de 5.189, 27 euros, además de una generosa «dieta representativa de gastos de función», de 6.412 euros brutos, sobre cuyo uso la Asamblea no ejercía ningún control. Además, todos sus desplazamientos en primera clase en la red ferroviaria nacional corrían a cargo del Estado, así como los gastos en comunicaciones telefónicas e informáticas, lo cual le evitaba tener que recurrir para ello a la dieta anteriormente citada. Y, por supuesto, nadie habría tenido el mal gusto de pedirle que devolviera una parte de aquellas asignaciones si se comprobaba que no había gastado ni la mitad.
Meredith besó en la mejilla a su jefe, cogió su bolsa y se encaminó con él a la zona de estacionamiento limitado, donde los esperaba un taxi.
—Hay que darse prisa —dijo—. Devincourt te espera para comer en el Círculo de la Unión Interaliada.
La Ballena habría podido elegir un sitio más discreto, maldijo para sus adentros Lacaze. Oficialmente, Devincourt era un senador como tantos otros; ni siquiera era presidente de grupo. En realidad, a los setenta años, era una de las figuras del partido. Había sido elegido diputado por primera vez a los veintinueve años, en 1967; había ocupado todos los ministerios importantes de manera consecutiva durante más de cuarenta años; había visto pasar seis presidentes, dieciocho primeros ministros, miles de parlamentarios; y había hecho y deshecho más que ninguno. Lacaze lo consideraba un dinosaurio, un vestigio del pasado, un
has been
, pero nadie podía permitirse no escuchar a la Ballena.
Meredith Jacobsen se estiró la falda al sentarse en el taxi y Lacaze pensó una vez más que tenía realmente unas piernas muy bonitas. La radio difundía música de David Bowie a todo volumen, de modo que pidió al conductor que lo bajara un poco. Con una carpeta abierta sobre el regazo, Meredith le resumió la agenda del día mientras él se abstraía en la contemplación de los tristes terrenos baldíos de las afueras de la zona sur de París escuchándola a medias. Puestos a elegir, prefería incluso los barrios de chabolas de Buenos Aires o Sao Paulo, que había visitado en uno de los lujosos viajes organizados por uno de los grupos de amistad de la Asamblea. Aquellos arrabales por lo menos tenían carácter.
Al entrar en la gran sala, Lacaze vio que la Ballena no lo había esperado para pasar a la mesa. El viejo senador estaba instalado como un general en medio del comedor, el restaurante gastronómico del Círculo de la Unión Interaliada, situado en el primer piso, que prefería a la terraza, masificada con la llegada del buen tiempo, y a la cafetería, en la que se concentraban los musculosos treintañeros que frecuentaban las instalaciones deportivas del club. La Ballena no hacía deporte y pesaba un quintal y medio. El era ya asiduo del Círculo cuando todos aquellos mocosos no habían nacido todavía. Fundado en 1917, en el momento de la entrada oficial de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, el Círculo de la Unión Interaliada debía ser en principio un lugar de acogida para los oficiales y personalidades del bloque. Instalado en uno de los más hermosos palacetes de París, en el 33 de la calle del Faubourg-Saint-Honoré, entre las embajadas inglesa y americana, el palacio del Elíseo y las boutiques de lujo del distrito VIII, había perdido hacía mucho su vocación inicial. Contaba con dos restaurantes, un bar, un parque, una biblioteca de quince mil libros, salones privados, una sala de billar, piscina, unos baños turcos y un complejo deportivo en el sótano. La tarifa de ingreso rondaba los cuatro mil euros y la cuota anual era de mil cuatrocientos. El dinero no era, desde luego, el único requisito para ser admitido. Si no, todos los mercachifles nuevos ricos de América, los pequeños genios acneicos de la informática y los traficantes de droga acudirían a repantigarse en sus salones y a pisotear las alfombras con sus zapatos deportivos. Para ingresar allí había que tener un valedor y paciencia, y en ciertos casos, la fase de espera podía durar toda la vida.
Mientras se acercaba sorteando las mesas, Lacaze observó al senador, que todavía no se había percatado de su presencia. El bajito y obeso político, vestido con un traje de rayas bastante llamativo y una camisa blanca, daba cuenta de una langosta. Lacaze reparó en los pliegues de grasa de la nuca y los innumerables michelines de su cuerpo paquidérmico, que provocaban una considerable tensión en su caro traje.
—Ah, mi joven amigo —lo saludó con su aguardentosa voz Devincourt cuando lo vio—, siéntese. No lo he esperado. Mi barriga es más impaciente que la más exigente de las amantes.
—Buenos días, senador.
El maître se acercó y Lacaze pidió un costillar de cordero con setas.
—Me han dicho que se había encariñado con cierto chochito y que ella tuvo la inoportuna idea de palmarla. Espero que al menos valiera la pena.
Lacaze se estremeció y respiró hondo. Una acida mezcla de furor y de desesperación le mordió las entrañas. Le daban ganas de aplastar a puñetazos el cráneo de ese cerdo que se atrevía a hablar así de Claire. Ya se había dejado llevar, sin embargo, por la emoción delante de ese policía y lo mejor era mantener el control.
—En cualquier caso, no era de pago —replicó, con las mandíbulas apretadas.
Todo París sabía que la Ballena recurría a los servicios de profesionales, esas chicas del Este que los macarras mandaban a ciertos hoteles de lujo poco escrupulosos. El senador lo observó un instante con expresión inescrutable y luego estalló en estruendosas carcajadas que atrajeron algunas miradas de sorpresa o de enojo.
—¡Caramba, el muy jodido! ¡Y para colmo, estaba enamorado! —Devincourt se secó la grasa de los labios con la servilleta y recobró la seriedad—. El amor… —En su ávida boca, la palabra tenía algo de obsceno, y Paul Lacaze sintió de nuevo un nudo en las tripas—. Yo también estuve enamorado —declaró de pronto—. Hace mucho, cuando era estudiante. Ella era muy guapa, magnífica. Estudiaba Bellas Artes. Tenía talento, sí. Aquella fue la mejor época de mi vida. Tenía intención de casarme con ella. Soñaba con tener hijos, una familia numerosa, con ella a mi lado, en cada momento de mi existencia. Sería una vida dulce, larga, apacible, en la que habríamos envejecido juntos, en la que habríamos visto crecer a nuestros hijos y habríamos estado orgullosos, de ellos, de nuestros amigos, de nosotros mismos. Tenía la cabeza llena de sueños de color rosa. ¡Fíjese, yo, Pierre Devincourt! Y luego la sorprendí en la cama con otro. No se había tomado ni la molestia de echar el cerrojo a la puerta. ¿Tenía también a otro su amiga?
—No.
La respuesta fue firme e inmediata. Devincourt le dirigió una prudente mirada, con un breve destello casi imperceptible entre sus pesados párpados.
—La gente vota —dijo de improviso la Ballena—. Ellos creen que deciden… En realidad no tienen ninguna capacidad de decisión, ninguna, porque lo único que hacen es volver a colocar en el poder a la misma casta, elección tras elección, legislatura tras legislatura. Siempre se trata del mismo reducido grupo de personas que lo deciden todo por ellos. Nosotros… y cuando digo «nosotros» incluyo a nuestros adversarios políticos. Dos partidos que se reparten el poder desde hace cincuenta años, que fingen no estar de acuerdo en nada cuando lo están en casi todo. Hace cincuenta años que somos los dueños de este país y que vendemos al pueblo esta farsa llamada «alternancia». Las cohabitaciones deberían haberles puesto la mosca tras la oreja, porque ¿cómo pueden cohabitar dos poderes con unas opciones radicalmente opuestas? Pues no. El pueblo ha seguido tragándose la estafa como si nada, y nosotros, aprovechándonos de su generosidad. —Se metió una seta en la boca—. Pero estos últimos tiempos algunos han querido repartirse demasiado deprisa el pastel. Han olvidado que se debe representar la comedia, que hay que presentarse con un mínimo de discreción y de convicción. Se puede orinar sobre el pueblo, siempre y cuando este crea que se trata de lluvia. —Se volvió a limpiar la boca—. Hoy en día no se puede llegar a la cabeza de un partido si se está implicado en asuntos turbios, Paul. Ya no es como antes. O sea que haga lo posible por no aparecer en esa historia. Yo me ocupo de ese comandantillo. Lo vamos a tener controlado. Pero quiero saber algo: ¿tiene una coartada para la noche del asesinato?
—Por todos los santos, ¿qué se cree? —contestó, furioso, Lacaze—. ¿Que la maté yo?
La Ballena se inclinó sobre la mesa y, con chispas en los ojos, proyectó su grave vozarrón entre las copas.
—¡Escúchame bien, gilipollas! Guárdate tus aires de virgen escandalizada para el tribunal, ¿vale? ¡Yo quiero saber qué hacías esa noche, si te la estabas follando, comiéndole el coño, bebiendo con amigos, preparándote una raya en los lavabos; si había alguien contigo o nadie, personas que puedan testificar, cojones! ¡Y para de tocarme las narices haciéndote el inocente!
Lacaze tuvo la impresión de que acababa de recibir una bofetada. Pálido como el papel, miró en torno a sí para cerciorarse de que nadie había oído aquello y después miró al cetáceo de mirada de esfinge que tenía sentado enfrente.
—Estaba… estaba con Suzanne. Estábamos viendo un DVD, una comedia italiana. Desde… que tiene cáncer, procuro estar en casa lo más a menudo posible.
El senador se enderezó.
—Siento mucho lo de Suzanne. Es terrible lo que le pasa. Suzanne es una persona a la que aprecio mucho.
La Ballena había hablado con una sinceridad brutal. A continuación volvió a encarar la nariz hacia el plato, poniendo fin a la conversación. Inundado por una oleada de culpabilidad, Lacaze se preguntó cómo habría reaccionado de haber sabido la verdad.
Primero lo asaltaron los ruidos, omnipresentes, agresivos, perturbadores. El denso, incesante e implacable tejido sonoro estaba compuesto de voces, puertas, gritos, rejas, cerrojos, ruidos de pasos, manojos de llaves… Después venía el olor, no exactamente desagradable, pero típico, inconfundible. Todas las cárceles tienen el mismo.
Allí, la mayoría de voces eran femeninas. Se encontraba en el pabellón de mujeres de la cárcel de Seysses, cerca de Toulouse. El centro contaba con otros tres edificios, dos para hombres y uno para menores.
Servaz se puso rígido cuando la vigilante abrió la puerta. Había dejado el arma y la placa en la entrada, rellenado el formulario de registro, franqueado cámaras y pórticos de seguridad. Mientras seguía a la guardiana por los pasillos del pabellón de mujeres, se había preparado mentalmente.
La mujer le indicó que pasara. Haciendo acopio de aire, traspasó el umbral. La presa número 1614 estaba sentada con los codos encima de la mesa y las manos cruzadas ante sí. La luz del fluorescente caía sobre su cabello castaño, que ya no era largo, suave y denso como la última vez que la vio, sino corto, seco y sin brillo. La mirada no había cambiado, sin embargo. Elizabeth Ferney no había perdido ni un ápice de su arrogancia, ni de su talante autoritario tampoco. Servaz habría apostado algo a que había logrado hacerse un sitio allí, tal como había hecho cuando era enfermera jefe en el Instituto Wargnier. Ella era la persona ante la que todo el mundo se inclinaba, la que había permitido que Julian Alois Hirtmann se fugara. Servaz había asistido a su juicio. Su abogado había tratado de alegar que había sido manipulada por el suizo, presentarla como una víctima, pero la personalidad de su cliente había obrado en contra suya. Los jurados habían podido constatar por sí mismos que la mujer sentada en el banquillo de los acusados no tenía madera de víctima.