Si bien aún no contaba veinticinco años, Junior había estado en el campo de batalla y había visto cuerpos hechos trizas, boquetes en sus filas abatidas a cañonazos, miembros cayendo como hojas y amputaciones realizadas con sierras por cirujanos aficionados, mientras enfermeras voluntarias, cubiertas de salpicaduras de sangre, sujetaban a los pacientes, que no dejaban de gritar, a puertas que se empleaban como mesas de operaciones. Cuando su primo le preguntó a Wendell Junior cómo pudo dejarse crecer el bigote con tanta facilidad, mientras que él no lograba pasar de las primeras etapas, Junior replicó secamente: «El mío se alimentó de sangre».
Ahora el doctor Holmes pasaba revista a todos sus conocimientos sobre el proceso de cocer el pan de mejor calidad. Evocó todas las informaciones que tenía para encontrar a los vendedores que ofrecían la mejor calidad en el mercado de Boston, por su forma de vestir, su porte o su origen. Agarraba y palpaba la mercancía de los vendedores con precipitación, como ausente, pero con el toque experto de la mano del médico. Su frente empapaba el pañuelo a medida que se daba golpecitos con él. En el siguiente puesto, una anciana de horrible aspecto hurgaba con los dedos en la carne salada. Pero Holmes no debía ceder a distracciones que lo apartaran de la tarea que se había impuesto.
Cuando se aproximaba al tenderete de una matrona irlandesa, el doctor se percató de que sus temblores en la facultad de Medicina eran más profundos de lo que al principio pareció. No los causaba simplemente su desagrado por el cuerpo distorsionado y su silencioso relato de horror. Y no sólo se debían a que Elisha Talbot, una institución en Cambridge equiparable al Olmo de Washington, hubiera sido eliminado y de una manera tan brutal. No; algo en aquella muerte resultaba
familiar
, muy familiar.
Holmes compró un pan moreno caliente y emprendió el regreso a casa. Consideraba si podía haber soñado con la muerte de Talbot en alguna extraña pincelada de presciencia. Pero Holmes no creía en tales paparruchas. Debió de haber leído alguna vez una descripción de aquel horrendo acto, cuyos detalles fluyeron de nuevo a él involuntariamente cuando vio el cadáver de Talbot. Pero ¿qué texto podía contener semejante horror? Ninguna revista médica. Tampoco, con seguridad, el
Boston Transcript
, pues el crimen acababa de perpetrarse. Holmes se detuvo en medio de la calle y evocó al predicador agitando en el aire sus pies en llamas mientras éstas danzaban…
—«
Dai calcagni a le punte
» —murmuró Holmes.
«Desde los talones hasta los dedos de los pies». Allá era donde los clérigos corruptos, los simoníacos, ardían para siempre en sus escarpados fosos. Su corazón se llenó de zozobra.
—¡Dante! ¡Es Dante!
Amelia Holmes colocó la empanada de caza fría en el centro del servicio de la mesa del comedor. Dio algunas instrucciones al servicio, se alisó el vestido y se inclinó sobre el escalón de entrada para ver si llegaba su marido. Estaba segura de haber visto a Wendell cinco minutos antes, desde la ventana del piso de arriba, doblar hacia la calle Charles, al parecer con el pan que le había encargado ella para la cena, a la que asistirían algunos amigos, entre ellos, Annie Fields. (¿Y cómo podía una anfitriona estar a la altura del salón de Annie Fields sin disponerlo todo a la perfección?). Pero la calle Charles estaba vacía salvo por las sombras de los árboles, que se iban disolviendo. Quizá había visto por la ventana a otro hombre de baja estatura y vistiendo un largo frac.
Henry Wadsworth Longfellow probó con la nota dejada por el agente Rey. Espigó en el revoltijo de letras y copió el texto varias veces en una hoja aparte, juntando palabras de diferentes maneras para formar nuevas combinaciones, apoyándose en pensamientos del pasado. Sus hijas estaban de visita en casa de la hermana de él, en Portland, y sus dos hijos viajaban separadamente por el extranjero, así que dispondría de unos días de soledad, de los que gozaba más como idea que en la práctica.
Aquella mañana, el mismo día en que fue asesinado el reverendo Talbot, el poeta se sentó en la cama inmediatamente antes del alba, con la borrosa conciencia de no haber dormido en absoluto. Era algo corriente en él. El insomnio de Longfellow no lo causaban sueños espantosos ni lo agitaban sacudidas ni vueltas. De hecho, él describiría la neblina en la que penetraba durante la noche como algo más bien apacible, como algo análogo al sueño. Estaba agradecido de que, después de prolongadas vigilias insomnes durante la noche, aún pudiera sentirse descansado al amanecer, tras haber permanecido tendido tantas horas. Pero en ocasiones, en el pálido nimbo de la lámpara de noche, Longfellow pensaba que podía ver el amable rostro de ella contemplándolo desde el rincón del dormitorio, allí, en la misma habitación donde había muerto. En tales ocasiones, se levantaba de un salto. La zozobra del corazón que seguía a su insinuada alegría, se transformaba en un terror peor que cualquier pesadilla que Longfellow pudiera recordar o inventar, pues cualquier imagen fantasmal que pudiera ver durante la noche podría evocarla todavía por la mañana. Mientras Longfellow se deslizaba en su batín de calamaco, sentía los rizos plateados de su barba más pesados que cuando se acostó.
Cuando Longfellow bajó la escalera, vestía frac y llevaba una rosa en el ojal. No le gustaba ir desarreglado ni siquiera en casa. En el descansillo inferior había un grabado del retrato de Dante joven hecho por Giotto, con un hueco en lugar de ojo. Giotto pintó el fresco en el Bargello, en Florencia, pero con el paso de los siglos se había extendido un revoque encima y permaneció olvidado. Ahora sólo quedaba una litografía del fresco dañado. Dante posó para Giotto antes de su doloroso destierro y de ser derrotado en su lucha contra el destino; todavía era el silencioso admirador de Beatriz, un joven de mediana estatura, con un rostro apagado, melancólico y pensativo. Sus ojos son grandes; su nariz, aquilina; su labio inferior, prominente, y sus facciones poseen una blandura casi femenina.
Según la leyenda, el joven Dante raras veces hablaba, a menos que fuera preguntado. Un peculiar gusto por lo contemplativo cerraba su atención a cuanto fuera ajeno a sus pensamientos. En cierta ocasión, Dante encontró un raro volumen en una botica de Siena, y pasó todo el día leyendo, sentado en un banco, afuera, sin percatarse siquiera de la fiesta callejera que se desarrollaba delante mismo de donde él estaba, sin reparar en los músicos ni en las mujeres que danzaban.
Una vez acomodado en su estudio, con un tazón de gachas de avena y leche, un alimento que se contentaba con repetir para almorzar la mayor parte de los días, Longfellow no podía dejar de pensar en la nota del agente Rey. Imaginó un millón de posibilidades diferentes y una docena de lenguas para aquellos garabatos, antes de enviar el jeroglífico —como ya hiciera Lowell —a su lugar en el fondo del cajón. De ese mismo cajón sacó las pruebas de imprenta de los cantos decimosexto y decimoséptimo del
Inferno
, claramente anotados con las sugerencias de la última sesión del Dante. Su escritorio permanecía vacío de poemas originales desde hacía tiempo. Fields había publicado una nueva «edición doméstica» de los más famosos poemas de Longfellow, y lo había convencido para que completase
Tales of a Wayside Inn
, esperando que eso estimulara la creación de nuevos poemas. Pero a Longfellow le parecía que nunca volvería a escribir algo original, y no se preocupaba por intentarlo. En otro tiempo, la traducción de Dante fue un interludio en su propia poesía, en sus Minehahas, sus Priscilas, sus Evangelinas. Había comenzado veinte años antes. Ahora, desde hacía cuatro, Dante se había convertido en su plegaria matutina y su trabajo diario.
Mientras Longfellow se servía su segunda y última taza de café, pensó en las noticias que Francis Child decía haber difundido entre sus amigos de Inglaterra: «Longfellow y su círculo están tan aquejados de la enfermedad toscana, que se atreven a clasificar a Milton como un genio de segundo rango en comparación con Dante». Milton era el estandarte de oro de los poetas religiosos para los eruditos ingleses y norteamericanos. Pero Milton escribió sobre el infierno y el cielo desde arriba y desde abajo, respectivamente, no desde dentro, lo que era más seguro. Fields, diplomático, para que nadie se sintiera herido, se rió cuando Arthur Hugh Clough dio cuenta del comentario en la Sala de Autores, en el Corner; pero, al enterarse, Longfellow sí se sintió un poquito mortificado.
Longfellow mojó su pluma de ave. De sus tres tinteros, bellamente decorativos, aquél era el que más apreciaba, pues en otro tiempo perteneció a Samuel Taylor Coleridge y luego a lord Tennyson, que se lo envió a Longfellow como un regalo de buenos deseos para la traducción de Dante. El solitario Tennyson pertenecía al demasiado reducido contingente que, en aquel país, comprendía de veras a Dante y lo tenía en alta estima, y que sabía de la
Commedia
algo más que unos pocos episodios del
Inferno
. España mostró un temprano aprecio por Dante, hasta que éste fue estrangulado por el dogma y maltratado bajo el reinado de la Inquisición. Voltaire dio inicio a la animosidad francesa hacia la «barbarie» de Dante, que aún continuaba. Incluso en Italia, donde Dante era más ampliamente conocido, el poeta fue utilizado en provecho propio por diversas facciones en lucha por el control del país. A menudo pensaba Longfellow sobre las dos cosas por las que Dante debió de haber suspirado más mientras escribía la
Divina Commedia
, desterrado de su amada Florencia: la primera, conseguir el retorno a la patria, lo que jamás se hizo realidad; la segunda, ver de nuevo a su Beatriz, lo cual nunca le fue posible al poeta.
Dante fue de un lado a otro como un vagabundo mientras componía su poema, y casi tuvo que pedir prestada la tinta para escribirlo. Cuando se aproximaba a las puertas de una ciudad extraña, seguro que no podía dejar de recordar que nunca más traspasaría las de Florencia. Cuando percibía las torres de los castillos feudales asomando en colinas distantes, pensaba cuán arrogantes son los fuertes y cómo abusan de los débiles. Cada arroyo y cada río le recordaban el Arno; cada voz que oía le decía con su acento extraño que permanecía en el destierro. El poema de Dante no era otra cosa que su búsqueda del hogar.
Longfellow era metódico en el reparto de su tiempo, y reservaba las primeras horas para escribir y, entrada la mañana, se dedicaba a sus asuntos personales, negándose a admitir visitantes hasta pasadas las doce. Excepto, claro está, a sus hijos.
El poeta hizo una criba en sus montones de cartas sin contestar, y se acercó la caja con sus autógrafos estampados en cuadraditos de papel. Desde la publicación de
Evangelina
, años antes, su popularidad había crecido, y Longfellow recibía regularmente correo de extraños, la mayoría de los cuales le solicitaba un autógrafo. Una joven de Virginia incluía su propio retrato, tamaño tarjeta de visita, en cuyo reverso estaba escrito: «¿Qué defecto puede hallarse en esto?», con su dirección debajo. Longfellow levantó una ceja y le mandó un autógrafo estándar sin comentario. «El defecto de una excesiva juventud», consideró responder. Después de sellar un par de docenas de sobres, escribió un gracioso desaire a otra dama. No le gustaba ser descortés, pero aquella peculiar peticionaria solicitaba cincuenta autógrafos, explicando que deseaba ofrecerlos en lugar de tarjetas de colocación para sus invitados a una cena. Estuvo encantado, en cambio, con una mujer que relataba la historia de su hija corriendo al salón después de encontrar un
Papaíto piernas largas
[3]
sobre su almohada. Cuando se le preguntó qué ocurría, la niña anunció: «¡El señor Longfellow está en mi cuarto!».
A Longfellow le complació hallar en su montón de correo reciente una nota de Mary Frere, una joven dama de Auburn, Nueva York, a quien había conocido recientemente mientras veraneaban en Nahant. Pasearon juntos muchas noches, después de que las niñas se hubieran dormido, a lo largo de la costa rocosa, conversando sobre la nueva poesía o sobre música. Longfellow le escribió una larga carta, en la que le contaba que las tres niñas preguntaban a menudo por ella. También le pedían que consiguiera que la señora Frere volviera el próximo verano al mismo sitio.
Le distraía de sus cartas la siempre presente tentación de la ventana frente a su escritorio. El poeta esperaba en todo momento un rebrote de fuerza creativa con el advenimiento del otoño. Su chimenea apagada rebosaba de hojas otoñales que imitaban unas llamas. Se dio cuenta de que el cálido y claro día se iba desvaneciendo con más rapidez de lo que parecía entre las paredes marrones de su estudio. La ventana daba a los prados abiertos, de los que Longfellow había adquirido recientemente varios acres, con lo cual quedaba despejado el camino hasta las nítidas aguas del río Charles. Encontró divertido pensar en la superstición popular de que había efectuado la compra con vistas a una revalorización de la propiedad, cuando en realidad él pretendía asegurarse la vista.
En los árboles ya no había hojas sino frutos castaños, y en los arbustos no había flores sino racimos de bayas rojas. El viento emitía una voz broncamente humana; el tono de un marido, no de un amante.
La jornada de Longfellow se desarrolló a su ritmo adecuado. Después de cenar, despachó al servicio y decidió dedicarse a la lectura de los periódicos. La última edición del
Transcript
publicaba el inquietante anuncio de Ednah Healey. El artículo contenía detalles del asesinato de Artemus Healey, que hasta entonces habían sido ocultados por la viuda «siguiendo el consejo de la oficina del jefe de policía y de otros funcionarios». Longfellow no pudo seguir leyendo, aunque ciertos detalles del artículo, como comprendería en las próximas y memorables horas, acudieron a su mente sin ser invocados. Lo que hizo insoportable para Longfellow la historia no fue tanto la pena por el juez presidente cuanto por la viuda.
Julio de 1861. Los Longfellow debían haber estado en Nahant. Soplaba una fresca brisa marina que acariciaba Nahant, pero, por razones que nadie recordaba, los Longfellow aún no habían abandonado el implacable sol y el calor de Cambridge.
Un grito de dolor llegó hasta el estudio procedente de la biblioteca contigua. Dos niñas chillaban aterrorizadas. Fanny Longfellow estaba sentada con la pequeña Edith, a la sazón de ocho años, y con Alice, de once, sellando paquetitos con sus rizos recién cortados para guardarlos como recuerdo. La pequeña Annie Allegra dormía profundamente arriba. Fanny había abierto una ventana con la vana esperanza de un soplo de aire. La conjetura más probable en los días que siguieron —pues nadie vio con exactitud qué sucedió; en realidad, nadie hubiera podido ver algo tan breve y arbitrario— era que una gota de cera caliente para sellar cayó sobre su ligero vestido veraniego. En un instante estaba ardiendo.