El club Dante (14 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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En cualquier caso, no podía trabajar muchas horas seguidas sin trastornar todo su sistema. Sus pies se enfriaban, su cabeza se calentaba, sus músculos se fatigaban y sentía que debía levantarse. Por la noche tenía que renunciar a cualquier trabajo arduo antes de las once y tomar un libro de lectura ligera, a fin de vaciar la mente de sus contenidos previos. Demasiado trabajo cerebral le producía una sensación de desagrado, como comer demasiado. Atribuía eso, en parte, al clima, agotador y causante de tensión nerviosa. Brown–Séquard, un colega médico de París, había dicho que los animales no sangran tanto en América como en Europa. ¿No daba miedo pensarlo? A pesar de ese inconveniente biológico, ahora Holmes se dedicó a escribir como un loco.

—Como usted sabe, yo he sido el único que ha hablado con el profesor Ticknor sobre su ayuda a nuestra causa en favor de Dante —le dijo Holmes a Fields.

Se había detenido en el despacho de Fields, en el Corner.

—¿Y qué? —Fields estaba leyendo tres cosas a la vez: un manuscrito, un contrato y una carta—. ¿Dónde están esos acuerdos sobre derechos?

J. R. Osgood le alargó otro montón de papeles.

—Está muy ocupado, Fields, y tiene usted que pensar en el próximo número del
Atlantic
; en cualquier caso, debe dar descanso a su fatigado cerebro —dijo Holmes—. El profesor Ticknor fue mi maestro, después de todo. Es muy posible que sea yo quien ejerza mayor influencia sobre el viejo compañero, en favor de Longfellow.

Holmes aún recordaba un tiempo en que Boston era conocido como Ticknorville en los ambientes literarios: si a uno no lo invitaban a las veladas que se celebraban en la biblioteca de Ticknor, uno no era nadie. Esa estancia fue conocida otrora como el Salón del Trono de Ticknor. Ahora era más frecuente que se hablara del Iceberg de Ticknor. Entre gran parte de su sociedad, el antiguo profesor había perdido la reputación de ocioso refinado y de antiabolicionista, pero su posición como uno de los primeros maestros literarios de la ciudad permanecería siempre. Su influencia podría revivir para beneficio de los integrantes del club.

—Mi vida la amargan más criaturas de las que puedo aguantar, mi querido Holmes —dijo Fields suspirando—. Hoy día, la vista de un manuscrito es como un pez espada: me parte en dos. —Se quedó mirando a Holmes un buen rato, y luego se mostró conforme con enviarlo en su lugar al número 9 de la calle Park—. Pero refiérase a mí con amabilidad cuando hable con él, ¿eh, Wendell?

Holmes sabía que Fields se sentía aliviado por traspasarle la tarea de hablar con George Ticknor. El profesor Ticknor —en ese título aún se insistía, aunque no se había dedicado a la enseñanza desde su jubilación, treinta años antes— nunca tuvo en gran consideración a su primo, más joven, William D. Ticknor, y esa pobre opinión se extendía al socio de William, J. T. Fields, como manifestó a Holmes después de que el doctor fuera introducido hasta lo alto de la curvada escalera del cercano número 9 de la calle Park. El profesor Ticknor dijo, con sus resecos labios fruncidos en una mueca de repugnancia:

—¡La escandalosa falacia de los beneficios, que considera los libros según las ventas y las pérdidas! Mi primo William sufría de esa enfermedad, doctor Holmes, y contagió a mis sobrinos. Estoy asustado. Los que se dedican a esas tareas no deben controlar el arte literario. ¿No lo cree usted así, doctor Holmes?

—Pero el señor Fields tiene una mirada perspicaz, ¿no le parece? Él sabía que la
Historia
que usted escribió conseguiría una buena acogida, profesor. Él cree que el Dante de Longfellow tendrá aceptación.

En efecto, la
Historia de la literatura española
de Ticknor halló escasos lectores fuera de los colaboradores de las revistas, pero el profesor consideraba eso una exacta medida de su éxito.

Ticknor ignoró la lealtad de Holmes y, delicadamente, apartó las manos de la voluminosa máquina. Le construyeron aquella máquina de escribir —una especie de imprenta en miniatura, como él la describía— cuando sus manos empezaron a temblar demasiado para utilizar la pluma. Como resultado de ello, no había visto su caligrafía en varios años. Estaba ocupado con una carta cuando llegó Holmes.

Ticknor, sentado, con su gorro púrpura de terciopelo y en zapatillas, dejó que su ojo crítico se detuviera por segunda vez en el corte del traje de Holmes y en la calidad de su corbatín y su pañuelo.

—Me temo, doctor, que el señor Fields sabe qué clase de gente lee, pero nunca comprenderá por qué. Se deja llevar por el entusiasmo de sus amigos íntimos, lo cual resulta peligroso.

—Usted siempre dijo lo importante que era extender el conocimiento de las culturas extranjeras entre la clase culta —le recordó Holmes.

Con las cortinas echadas, al anciano profesor lo iluminaba vagamente el fuego de la chimenea de la biblioteca, cuya amortiguada luz era compasiva con sus patas de gallo. Holmes se daba golpecitos en la frente. El Iceberg de Ticknor en realidad estaba en ebullición por efecto de su hogar, que nunca se apagaba.

—Debemos esforzarnos en comprender a nuestros extranjeros, doctor Holmes. Si no adaptamos a los recién llegados a nuestro carácter nacional y los llevamos a aceptar de buen grado la sujeción a nuestras instituciones, algún día las multitudes de forasteros harán que seamos nosotros quienes nos adaptemos a ellos.

Holmes insistía:

—Pero, entre nosotros, profesor, ¿qué piensa usted de las posibilidades de que la traducción del señor Longfellow sea bien acogida por el público?

Holmes presentaba un aspecto de tan obstinada concentración que Ticknor hizo una pausa para reflexionar de veras. Su avanzada edad le había procurado, como defensa contra la tristeza, una tendencia a ofrecer la misma docena, aproximadamente, de respuestas automáticas a cualesquiera preguntas relativas a su edad o al estado del mundo.

—No cabe duda alguna, creo, de que el señor Longfellow logrará algo sorprendente. Por algo lo elegí para sucederme en Harvard. Pero, recuerde, hubo un tiempo en que yo consideré la posibilidad de presentar a Dante aquí, y la respuesta de la corporación fue vaciar de contenido mi cátedra… —Una niebla ensombreció los ojos azabache de Ticknor—. No creí llegar a vivir para ver una traducción norteamericana de Dante, y no puedo entender cómo Longfellow llevará a cabo la tarea. Que las masas la acepten es un asunto diferente que la voz popular se encargará de establecer, al margen de los amantes eruditos de Dante. Yo no puedo erigirme en juez de eso —dijo Ticknor, con una indisimulada altivez que le hizo animarse—. Pero alcanzo a creer que, cuando alentamos la esperanza de que Dante será ampliamente leído, incurrimos en una pedantería estúpida, doctor Holmes. Yo he dedicado a Dante muchos años de mi vida, como lo está haciendo Longfellow. No pregunte qué es lo que Dante le da al hombre, sino lo que el hombre aporta a Dante: penetrar personalmente en su esfera, aunque eso sea siempre duro e inolvidable.

IV

Aquel domingo, bajo las calles, entre los muertos, el reverendo Elisha Talbot, ministro de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge, sostenía una linterna en lo alto, mientras se abría paso por el pasadizo esquivando los ataúdes en precario equilibrio y los montones de huesos rotos. Se preguntaba si necesitaba ya la guía de su linterna de queroseno, pues se había acostumbrado por completo a la oscuridad del intrincado y ventoso pasadizo subterráneo, pese a las invencibles contracciones nasales que le provocaba el hedor de la descomposición. Algún día se atrevería a hacer el recorrido sin lámpara, armado sólo con su confianza en Dios.

Por un momento, pensó haber oído un crujido. Giró en redondo, pero las tumbas y las columnas de pizarra permanecían inconmovibles.

—¿Quién vive?

Su voz, famosa por su tono melancólico, golpeó la negrura. Quizá era un comentario inapropiado viniendo de un ministro, pero la verdad era que, de pronto, sintió miedo. Talbot, como todos los hombres que han vivido la mayor parte de su vida solos, sufría de muchos temores ocultos. La muerte siempre lo había asustado más allá de toda medida normal, y ésa era su gran vergüenza. Lo cual podía aportar una razón para que caminara entre las tumbas subterráneas de su iglesia: se proponía superar su temor irreligioso por la mortalidad del cuerpo. Quizá eso contribuyera a explicar, si alguien se propusiera escribir su biografía, con qué ansiedad Talbot sostenía los preceptos racionalistas del unitarismo frente a los demonios calvinistas de las viejas generaciones. Talbot alentó nerviosamente su linterna, y no tardó en aproximarse a la escalera, situada al final de la bóveda, que le prometía el regreso a las cálidas luces de gas y un recorrido más corto hasta su casa que yendo por las calles.

—¿Quién está ahí? —preguntó, moviendo su linterna en círculo, esta vez seguro de haber oído un rumor.

Nada otra vez. Pero el movimiento era demasiado ruidoso para que lo produjeran roedores, y demasiado leve para ser obra de golfillos de la calle. «¿Qué podrá ser?», pensó. El reverendo Talbot sostuvo la susurrante linterna al nivel de los ojos. Había oído que bandas de vándalos, desplazados por el desarrollo urbanístico y por la guerra, últimamente se reunían en cámaras funerarias abandonadas. Talbot decidió que a la mañana siguiente enviaría a un policía para que investigara el asunto. Aunque ¿de qué le había servido dar parte el día anterior del robo de mil dólares de su propia caja fuerte? Estaba seguro de que la policía de Cambridge no había hecho nada al respecto. Su única satisfacción era que la incompetencia de los ladrones de Cambridge corría pareja con la policial, pues habían desdeñado el restante y valioso contenido de la caja.

El reverendo Talbot era virtuoso, siempre hacía lo adecuado para sus vecinos y su congregación. Sólo que, en ocasiones, mostraba quizá un celo excesivo. Treinta años antes, al comienzo de su servicio en la Segunda Iglesia, aceptó reclutar hombres en Alemania y en los Países Bajos para que se trasladaran a Boston, con la promesa de acogerlos en su congregación y facilitarles un trabajo bien pagado. Si los católicos podían diseminarse procedentes de Irlanda, ¿por qué no traer algunos protestantes? Sólo que el trabajo consistía en construir ferrocarriles, y decenas de los reclutados murieron de fatiga y a causa de enfermedades, dejando huérfanos y viudas desamparadas. Talbot se distanció cautelosamente de la iniciativa y se pasó años borrando las huellas de su responsabilidad en ella. Pero había aceptado pagos «por consultas» de los constructores de ferrocarriles, y aunque se había prometido a sí mismo devolver el dinero, no lo hizo. En lugar de eso, apartó el asunto de su mente, y todas las decisiones de su vida las tomó mirando siempre de reojo la obstinación ajena.

Cuando el reverendo Talbot, cauteloso y escéptico, retrocedió unos pasos, tropezó con algo duro. Mientras permanecía inmóvil, pensó por un momento que había extraviado su brújula interna y optó por reseguir un muro. A Elisha Talbot no lo había sujetado ninguna persona, ni siquiera tocado —excepto para estrecharle la mano— desde hacía muchos años. Pero ahora no cabía duda ni siquiera él lo dudaba, de que el calor de los brazos que le rodeaban el pecho y apartaban la linterna pertenecía a otro ser. La presa era viva y apasionada, ofensiva.

Cuando Talbot recobró la conciencia, se dio cuenta, en un instante que le pareció una eternidad, de que lo envolvía una negrura diferente e impenetrable. El penetrante hedor de la bóveda persistía en sus pulmones, pero ahora una fría y blanda humedad se frotaba contra sus mejillas, y se arrastraba dentro de su boca una salobridad que reconoció como su propio sudor. Sintió asimismo que las lágrimas fluían de las comisuras de los ojos hacia su frente. Hacía frío, frío como en un depósito de hielo. Su cuerpo, despojado de toda vestidura, tiritaba. Pero el calor se apoderó de su aterida carne, proporcionándole una insoportable sensación que nunca había conocido. ¿Se trataba de alguna horrible pesadilla? ¡Sí, desde luego! Era aquella basura espantosa que últimamente estaba leyendo antes de acostarse, sobre demonios, bestias y demás. Pero no podía recordar cómo salió de la bóveda, cómo llegó hasta su modesta casa de madera, pintada de color melocotón, ni cómo transportó agua a su lavabo. En realidad, no había emergido del mundo bajo las aceras de Cambridge. De algún modo, comprendió, el latido de su corazón se había desplazado arriba. Estaba suspendido sobre él, golpeando desesperadamente, bombeando la sangre a su cuerpo hacia su cabeza. Respiraba con débiles exhalaciones.

El ministro se sintió dando puntapiés en el aire como un loco, y por el calor supo que aquello no era un sueño. Estaba a punto de morir. Resultaba extraño. La emoción más alejada de él en aquel momento era el miedo. Quizá lo había gastado por completo en vida. En lugar de eso, le embargaba una ira profunda y rabiosa porque aquello pudiera ocurrirle, porque nuestra condición fuera tal que un hijo de Dios pudiera morir mientras todos los demás continuaban despreocupados y sin experimentar cambios.

En su último momento, trató de rezar con una voz entrecortada por el llanto: «Señor, perdóname si he pecado», pero en lugar de eso un penetrante alarido escapó de sus labios, y quedó ahogado por el implacable fragor de su corazón.

V

El domingo 22 de octubre de 1865, la última edición del
Boston Transcript
publicaba en primera plana un anuncio en el que se ofrecía una recompensa de diez mil dólares. Aquella estupefacción, aquellas paradas de ruidosos carruajes junto a los vendedores de periódicos, no se habían conocido en lo que parecía toda una vida, desde que fuera atacado el fuerte Sunter, cuando se tenía la seguridad de que una campaña de noventa días podía acabar con la salvaje rebelión del Sur.

La viuda de Healey envió al jefe Kurtz un simple telegrama revelándole sus planes. Ella insistió en recurrir al telegrama, pues era sabido que en la comisaría muchos ojos lo verían antes que el jefe. Escribió a cinco periódicos de Boston, le dijo a Kurtz, describiendo la verdadera naturaleza de la muerte de su marido y anunciando una recompensa por cualquier información que condujera a la captura del asesino. Debido a la pasada corrupción en la oficina de detectives, los concejales habían aprobado normas prohibiendo a los policías recibir recompensas, pero el público ciertamente podía enriquecerse. Kurtz no tenía motivos para sentirse feliz, manifestaba la viuda, pues había incumplido la promesa que le hizo. La última edición del
Transcript
fue la primera en dar la noticia.

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