—Antes de marcharse quiero que escriba todo lo que ha visto y hecho, señor Teal. En caso de que intervenga la policía, necesitamos un informe —dijo Fields. Se dirigió a Osgood para que facilitara a Teal papel y una pluma—. Y cuando ella se calme, hágale escribir también su historia —encargó Fields a su principal empleado.
Teal luchó para escribir unas pocas letras. Fields se dio cuenta de que era semianalfabeto, y pensó en lo extraño que debía de ser trabajar entre libros todas las noches sin conocer algo tan básico como leer y escribir.
—Señor Teal, díctele al señor Osgood, porque eso será oficial.
Teal accedió, agradecido, y devolvió el papel.
A Fields le llevó casi cinco horas de interrogatorio a Samuel Ticknor sonsacarle la verdad. Fields llegó a inquietarse por el aspecto del abatido Ticknor, con la cara golpeada por los puños del mozo. Realmente su nariz parecía descentrada. Las respuestas de Ticknor alternaban entre la vanidad y la ligereza. Acabó por admitir su adulterio con Cecilia Emory y reveló que también se había enredado con otra secretaria del Corner.
—¡Abandonará la casa Ticknor y Fields inmediatamente y a partir de este día nunca más regresará a ella! —dijo Fields.
—¡Ja! ¡Esta empresa la creó mi padre! ¡Lo admitió en su casa cuando usted era poco más que un mendigo! ¡Sin él usted no tendría hoy una mansión ni una esposa como Anne Fields! ¡Lleva usted mi nombre sobre su espalda, señor Fields, por encima del suyo!
—¡Usted ha arruinado la vida de dos mujeres, Samuel! Por no mencionar la destrucción de la felicidad de su esposa y de su pobre madre. ¡Para su padre esto hubiera sido una afrenta mayor que para mí!
Samuel Ticknor estaba al borde de las lágrimas. Cuando se marchaba, gritó:
—¡Señor Fields, volverá a oír hablar de mí, se lo juro por Dios! Con sólo que usted me hubiera tomado de la mano y me hubiera introducido en su círculo social… —Se detuvo un momento, antes de añadir—: ¡A mí siempre se me consideró un joven inteligente en sociedad!
Transcurrió una semana sin avances; una semana sin descubrir a ningún soldado que pudiera ser también un erudito dantista. Oscar Houghton envió un mensaje a Fields tras la demanda de éste de que no se perdiera ninguna prueba. Las esperanzas se desvanecían. Nicholas Rey advirtió que estaba siendo más estrechamente vigilado en la comisaría, pero hizo un nuevo intento con Willard Burndy. El proceso había causado un considerable desgaste en el ladrón de cajas fuertes. Cuando no se movía ni hablaba, parecía desprovisto de vida.
—No saldrá de ésta sin ayuda —dijo Rey—. Yo sé que no es culpable, pero también sé que lo vieron en los alrededores de la casa de Talbot el día que forzaron su caja fuerte. Puede decirme por qué o va a tener que subir la escalerilla.
Burndy estudió a Rey, y luego asintió con desánimo.
—Abrí la caja fuerte de Talbot. Pero, en realidad, no. No me creerá. No… ¡No me lo creo ni yo mismo! Mire, un tipo me dijo que me largaría doscientos si le enseñaba cómo reventar una determinada caja. Pensé que sería un trabajito de nada… ¡y sin correr yo el riesgo de que me trincaran! Yo no tenía ni idea de que la casa perteneciera a un clérigo, palabra de caballero. ¡Yo no me lo cargué! ¡Y si lo hubiera hecho, no habría devuelto el dinero!
—¿Por qué fue a casa de Talbot?
—Para reconocer el terreno. El tipo parecía saber que ese Talbot no estaba en casa, así que entré, sólo para ver el plan; para ver cómo era la caja. —Burndy suplicó comprensión con una sonrisa estúpida—. No causé ningún daño con eso, ¿verdad? La caja era sencilla, y sólo me llevó cinco minutos explicarle cómo reventarla. Se lo dibujé en la servilleta de una taberna. Para que lo sepa, el tipo tenía una herida en la cabeza. Me dijo que sólo quería mil dólares…, que no había que coger ni un centavo más. ¿Se imagina una cosa semejante? Entérese: no puede decir que yo haya robado al predicador; de lo contrario, seguro que me toca subir la escalerilla. Quienquiera que fuese el que me pagó por reventar la caja, ¡
ése
es el loco, el que mató a Talbot y a Healey y a Phineas Jennison!
—Entonces dígame quién le pagó —concluyó Rey tranquilamente— o lo colgarán a usted, señor Burndy.
—Era de noche, yo había estado en la taberna Stackpole y andaba un poco achispado, ya sabe. Ahora me parece que todo sucedió muy aprisa, como si lo hubiera soñado, y la verdad sólo se me presentó después. Verdaderamente no podría decir cómo era su cara; al menos no me acuerdo de nada.
—¿No vio usted nada o no puede recordarlo, señor Burndy?
Burndy se mordió el labio, y dijo de mala gana:
—Hay una cosa. Era uno de los suyos.
Rey aguardó un instante.
—¿Un negro?
Los ojos rosados de Burndy llamearon y pareció a punto de sufrir un ataque.
—¡No! Un Billy Yank. ¡Un veterano! —Trató de calmarse—. ¡Un soldado con uniforme de gala, como si estuviera en Gettysburg haciendo ondear la bandera!
En Boston, los hogares de ayuda a los soldados eran gestionados localmente, de manera extraoficial y sin más publicidad que el boca a oreja de los veteranos que recurrían a ellos. La mayoría de los hogares llenaban cestos de comida dos o tres veces por semana para ser distribuidos entre los soldados. A los seis meses de terminada la guerra, el ayuntamiento cada vez manifestaba menos voluntad de seguir financiando los hogares. Los mejores, por lo general vinculados a una iglesia, se proponían la ambiciosa meta de ilustrar a los antiguos soldados. Además de alimento y ropa, se les ofrecían sermones y charlas instructivas.
Holmes y Lowell cubrieron el cuadrante sur de la ciudad. Habían contratado a Pike, el cochero. Mientras esperaba frente a las instalaciones de ayuda a los soldados, Pike daba un bocado a una zanahoria, luego le ofrecía otro a una de sus viejas yeguas y a continuación daba otro bocado él. Se dedicaba a calcular cuántos bocados sumados de caballería y de persona serían necesarios para consumir una zanahoria de tamaño promedio. El aburrimiento no compensaba la tarifa. Además, cuando Pike preguntaba por qué iban de un hogar al siguiente, el cochero —que había desarrollado una astucia propia de quien vive entre caballos— se sentía incómodo ante las falsas respuestas. Así que Holmes y Lowell alquilaron un coche de un solo caballo. Este último y el cochero se quedaban dormidos cada vez que el carruaje hacía una parada.
El último hogar para soldados que recibió su visita parecía uno de los mejor organizados. Estaba instalado en una iglesia unitarista vacía, que resultó dañada durante las prolongadas pugnas con los congregacionalistas. En aquel hogar en concreto, a los soldados locales les proporcionaban mesa a la que sentarse y comida caliente para cenar al menos cuatro noches por semana. La cena había concluido poco antes de la llegada de Lowell y Holmes, y los soldados se dirigían a la iglesia contigua.
—Atestada —comentó Lowell, asomándose a la capilla, cuyos bancos estaban repletos de uniformes azules—. Sentémonos. Al menos descansaremos los pies.
—A fe mía, Jamey, que no puedo entender que esto nos sea de ayuda. Quizá deberíamos pasar al siguiente de la lista.
—Éste
era
el siguiente. Según la lista de Ropes, el otro sólo abre los miércoles y domingos.
Holmes observó cómo un soldado, con un muñón en lugar de pierna, era empujado en una silla de ruedas a través del patio por un camarada. Este último era poco más que un chiquillo, con la boca hundida, pues los dientes se le habían caído a causa del escorbuto, Aquél era el aspecto de la guerra que la gente no podía saber por los informes de los oficiales o las crónicas de los reporteros.
—¿Qué utilidad tiene espolear a un caballo agotado, mi querido, Lowell? Nosotros no somos Gedeón observando a sus soldados beber del pozo. Limitándonos a mirar no vamos a llegar a ninguna parte. No encontramos a Hamlet ni a Fausto, no determinamos lo correcto y lo equivocado ni el valor de los hombres haciendo pruebas de albúmina o examinando fibras en un microscopio. Tengo la impresión de que debemos dar con una nueva vía de acción.
—Usted y Pike son tal para cual —dijo Lowell, y sacudió tristemente la cabeza—. Pero juntos encontraremos el camino. De momento, Holmes, limitémonos a decidir si nos quedamos o le decimos al cochero que nos lleve a otro hogar de soldados.
—Ustedes son nuevos hoy —los interrumpió un soldado tuerto, con una piel surcada de arrugas y muy picado de viruelas, con una pipa negra de cerámica saliéndole de la boca.
Como no esperaban mantener una conversación con terceros, los sorprendidos Holmes y Lowell se quedaron sin palabras y aguardaron educadamente a que uno de los dos respondiera a su interlocutor. El hombre vestía un uniforme de gala que al parecer no había conocido un lavado desde antes de la guerra.
El soldado echó a andar hacia la iglesia y sólo miró atrás por un instante para decir, algo ofendido:
—Les pido perdón. Pensé que quizá habían venido por lo de Dante.
Por un momento, ni Lowell ni Holmes reaccionaron. Ambos creyeron haber imaginado la palabra que el otro acababa de pronunciar.
—¡Espere! —exclamó Lowell, que apenas podía hablar con coherencia debido a la emoción.
Los dos poetas se precipitaron en el interior de la capilla, donde había poca luz. Enfrentados a un mar de uniformes, no podían descubrir al inidentificado dantista.
—¡Siéntense! —gritó alguien de mal humor, haciendo bocina con las manos.
Holmes y Lowell buscaron a tientas unos asientos y se situaron en los extremos de sendos bancos. Se contorsionaron desesperadamente en busca de una cara entre la muchedumbre. Holmes se volvió hacia la entrada, por si el soldado trataba de escapar. Los ojos de Lowell repasaban las oscuras miradas y las vacías expresiones que llenaban la capilla, y finalmente se posaron en la cara picada de viruelas y en el único y brillante ojo de su interlocutor.
—Lo he encontrado —susurró Lowell—. He dado con él, Wendell. ¡Lo he encontrado! ¡He encontrado a nuestro Lucifer!
Holmes se volvió, resollando de impaciencia.
—¡No puedo verlo, Jamey!
Algunos soldados chistaron violentamente, dirigiéndose a los dos intrusos.
—¡Allí! —murmuró Lowell, frustrado—. Uno, dos…, ¡el cuarto banco empezando por delante!
—¿Dónde?
—¡Allí!
Una voz temblorosa los interrumpió, flotando desde el púlpito:
—Les agradezco, mis queridos amigos, que me inviten una vez más. Y ahora continuarán los castigos del Infierno de Dante…
Lowell y Holmes dirigieron inmediatamente su atención a la cabecera de la atestada y oscura capilla. Siguieron mirando mientras su amigo, el anciano George Washington Greene, tosía débilmente, corregía su postura y apoyaba los brazos en ambos lados del facistol. Su congregación estaba fascinada por la expectación y la lealtad, aguardando anhelante volver a trasponer las puertas de su infierno.
—¡Oh, peregrinos: venid ahora al círculo final de esta ciega prisión que Dante debe explorar en su sinuoso recorrido hacia lo profundo, en su predestinado viaje para aliviar a la humanidad de todo sufrimiento! —George Washington Greene alzó los brazos abiertos por encima del pesado facistol, que chocaba con su estrecho pecho—. Pues Dante busca nada menos que eso; su destino personal es secundario en el poema. ¡Es la humanidad lo que quiere elevar a través de su viaje; y así
nosotros
lo seguimos, paso a paso, desde las ígneas puertas hasta las esferas celestiales, mientras limpiamos de pecado este nuestro siglo diecinueve!
»Oh, qué formidable tarea tiene por delante en su desdichada torre de Verona, con la amarga sal del exilio en su paladar. Él piensa: ¿cómo describiré el fondo del universo con esta lengua frágil? Él piensa: ¿cómo cantaré mi canción milagrosa? Pero Dante sabe que debe hacerlo: para redimir su ciudad, para redimir su nación, para redimir el futuro… y a
nosotros
; nosotros que estamos aquí sentados, en esta capilla que ha vuelto a despertar, para revivir el espíritu de su mayestática voz en un Nuevo Mundo, nosotros ¡también somos redimibles! Él sabe que en cada generación habrá unos pocos afortunados que comprendan y vean verdaderamente. Él es una pluma de fuego con sangre del corazón como única tinta. ¡Oh, Dante, que nos traes la luz! ¡Felices las voces de las montañas y de los pinos que siempre repetirán tus cantos!
Greene inspiró profundamente hasta llenarse los pulmones, antes de narrar el descenso de Dante hasta el círculo final del infierno: un lago de hielo, Cocito, pulido como el cristal, con un espesor que ni siquiera alcanza el río Charles en lo más crudo del invierno. Dante oye una voz airada que vuela hasta él desde esa tundra helada.
—¡Mira dónde pisas! —grita la voz—. ¡Pon atención en no hollar con tus pies nuestras cabezas, fatigados y míseros hermanos!
»Oh, ¿de dónde llegaban esas acusadoras palabras que aguijoneaban los oídos del bienintencionado Dante? Al mirar abajo, el Poeta ve, incrustadas en el lago helado, unas cabezas que asoman del hielo, una congregación de sombras muertas…, un millar de cabezas purpúreas, de pecadores de la más baja naturaleza conocida por los hijos de Adán. ¿Para qué falta se reserva esta llanura glacial del infierno? ¡Para la traición, por supuesto! ¿Y en qué consiste su castigo, su
contrapasso
, para el frío de sus corazones? Ser sepultados enteramente en hielo: desde el cuello abajo, de manera que sus ojos puedan ver para siempre las míseras penalidades acarreadas por sus torpezas.
Holmes y Lowell estaban anonadados, con el corazón retorcido en la garganta. La barba de Lowell colgaba todo lo que le permitía la boca abierta, mientras Greene, resplandeciente de vitalidad, describía cómo Dante agarra por los cabellos la cabeza del vehemente pecador; zarandeándola de forma cruel, y le pregunta su nombre. ¡Aunque me arranques los cabellos, no te diré quién soy! Otro de los pecadores, inadvertidamente, llama por su nombre a su compañero para poner fin a sus amargos gritos y para satisfacción de Dante. Así pudo dar razón del nombre del pecador para la posteridad.
Greene prometió llegar hasta el bestial Lucifer —el peor de todos los traidores y pecadores, la bestia de tres cabezas que castiga y es castigada— en su próximo sermón. La energía que había acumulado el anciano ministro durante el sermón se disipó rápidamente cuando hubo concluido, dejando tan sólo un círculo de color en sus mejillas.