Lowell se abrió paso entre la muchedumbre, en la oscura capilla, apartando a soldados que se mezclaban y hablaban con voz bronca en las naves laterales. Holmes lo seguía.
—¡Mis queridos amigos! —los saludó jovialmente Greene a la primera señal que le dirigieron Lowell y Holmes.
Empujaron a Greene a una pequeña cámara en la parte posterior de la capilla, y Holmes cerró la puerta. Greene tomó asiento en una tabla junto a una estufa y levantó las manos.
—Yo diría, colegas, que con este pésimo tiempo me he vuelto a resfriar. No me extrañaría que nosotros…
Lowell tronó:
—¡Díganoslo todo, Greene!
—Señor Lowell, no tenía ni la más remota idea de que venían —dijo Greene mansamente, y dirigió una mirada a Holmes.
—Mi querido Greene, lo que Lowell quiere decir… —Pero el doctor Holmes tampoco pudo mantener la calma—. ¿Se puede saber qué demonios estaba usted haciendo aquí, Greene?
Greene pareció sentirse herido.
—Bien, usted sabe, mi querido Holmes, que pronuncio sermones, como predicador invitado, en diversas iglesias de la ciudad y de East Greenwich cuando me lo piden y me es posible. El lecho de un enfermo es, en el mejor de los casos, un lugar aburrido, y el mío me ha traído ansiedad y dolor el último año, de manera que acepto de buena gana siempre que me formulan estas peticiones.
Lowell lo interrumpió:
—Ya sabemos que lo invitan a predicar, pero ¡ahí estaba usted predicando a
Dante
!
—¡Ah, eso! En verdad es un entretenimiento inocente. La experiencia de predicar a estos soldados desmoralizados era un desafío, algo muy distinto de cuanto había conocido. Hablando con los hombres las primeras semanas después de la guerra, en especial cuando Lincoln fue tan traicioneramente asesinado, encontré a gran número de ellos atormentados por la inquietud sobre su propio destino y por las cosas de la otra vida. Una tarde, en algún momento en las últimas semanas del verano, sintiéndome inspirado por la dedicación de Longfellow a su traducción, introduje algunas descripciones dantescas durante mi sermón, y juzgué que su efecto era más bien satisfactorio. Así que empecé a tratar, de modo general, la historia y el viaje espirituales de Dante. Hubo momentos (y perdónenme, ya ven que me ruborizo al confesárselo) en que fantaseé con que yo podía dar una lección sobre Dante y que esos valientes muchachos eran mis alumnos.
—¿Y Longfellow no sabía nada de esto? —preguntó Holmes.
—Mi deseo era compartir las noticias sobre mi modesto experimento, pero, bien… —Greene estaba pálido y fijó su mirada en la llameante tronera de la estufa—. Supongo, queridos amigos, que me sentí un poquito cohibido por presentarme como maestro dantista ante un hombre como Longfellow. Así que no se lo digan, por favor. Eso sólo lo desconcertaría, ya saben que no le gusta considerarse diferente…
—El sermón que acaba de pronunciar, Greene —lo interrumpió Lowell—, se basaba
enteramente
en los encuentros de Dante con los traidores.
—¡Sí, sí! —dijo Greene, como rejuvenecido por el recuerdo—. ¿No es maravilloso, Lowell? No tardé en descubrir que desarrollar un canto o dos en su totalidad mantenía la atención de los soldados mejor aún que un sermón basado en mis frágiles pensamientos, y actuar así me colocaba en buena disposición para nuestras sesiones dantistas de la semana siguiente. —Greene se echó a reír con la vanidad nerviosa de un niño que ha alcanzado un logro que sus mayores no esperaban—. Cuando el club Dante inició el
Inferno
, di comienzo a mi práctica actual, predicando uno de los cantos que íbamos a traducir en la siguiente reunión de nuestro club. ¡Yo diría que ahora me siento bien preparado para emprender ese clamoroso canto que Longfellow ha previsto para mañana! Normalmente, pronunciaba mi sermón el jueves por la tarde, poco antes de tomar el tren de regreso a Rhode Island.
—¿Todos los jueves? —preguntó Holmes.
—Hubo veces en que tuve que guardar cama. Y las semanas en que Longfellow cancelaba nuestras sesiones dantistas, ay, no me sentía con ánimos de hablar sobre Dante. ¡Esta última semana ha sido maravillosa! ¡Longfellow ha estado traduciendo a tal velocidad, a un ritmo tan rápido, que he decidido instalarme en Boston y pronunciar un sermón sobre Dante casi todas las noches durante una semana!
Lowell hizo un movimiento brusco hacia delante.
—¡Señor Greene! ¡Repase mentalmente cada momento de su experiencia aquí! ¿Alguno de los soldados mostró un especial conocimiento del contenido de sus sermones sobre Dante?
Greene se puso en pie y miró en derredor confuso, como si de repente hubiera olvidado lo que se le preguntaba.
—Déjenme pensar. En cada sesión había unos veinte o treinta soldados, ¿saben?, pero no eran siempre los mismos. Siempre quise ser mejor fisonomista. Algunos de ellos, de vez en cuando, expresaban su admiración por mis sermones. Deben ustedes creerme… Si pudiera ayudarlos…
—Greene, si ahora mismo no… —empezó a decir Lowell con voz ahogada.
—¡Lowell, por favor! —dijo Holmes, asumiendo el papel usual de Fields de contener a su amigo.
Lowell espiró ruidosamente e hizo un gesto a Holmes invitándolo a continuar.
—Mi querido señor Greene —empezó Holmes—, usted nos ayudará… extraordinariamente, lo sé. Ahora debe usted pensar con rapidez para hacernos un favor, querido amigo, por Longfellow. Recuerde a todos los soldados con los que pueda haber conversado desde que empezó esto.
—Oh, sí. —Los ojos de media luna de Greene se agrandaron de forma insólita—. Sí, ahora me acuerdo. Un soldado me formuló el deseo específico de leer él mismo a Dante.
—¡Eso! ¿Y qué le respondió? —preguntó Holmes, radiante.
—Pregunté al joven si estaba bien familiarizado con lenguas extranjeras. Vino a decir que era considerado un buen lector desde la niñez, pero sólo en inglés, por lo cual lo animé a que aprendiera italiano. Comenté que estaba colaborando en completar la primera traducción norteamericana, con Longfellow, para lo que habíamos formado un pequeño club en el domicilio del poeta. Pareció muy interesado. Así pues, le recomendé que a principios del próximo año se dirigiera a una librería y preguntara por la publicación de Ticknor y Fields —contó Greene con el detalle de las gacetillas que Fields mandaba insertar en las páginas de rumores.
Holmes dirigió una mirada de esperanza a Lowell, que lo urgió a proseguir. Holmes preguntó despacio:
—Ese soldado, ¿tal vez le dio su nombre? —Greene negó con la cabeza—. ¿Recuerda usted su aspecto, mi querido Greene?
—No, no, lo siento muchísimo.
—Esto es más importante de lo que pueda usted imaginar —intervino Lowell.
—Tengo un recuerdo de la conversación de lo más borroso —dijo Greene, y cerró los ojos—. Creo recordar que era más bien alto, con un bigote del color del heno, en forma de manillar. Quizá cojeaba. Pero muchos de ellos se han convertido en ruinas humanas. Fue hace meses y yo no presté atención especial a aquel hombre. Como digo, no estoy dotado para recordar caras… Precisamente por eso nunca he escrito narrativa, amigos míos. La narrativa es todo caras. —Greene se echó a reír, considerando esta última afirmación ilustrativa. Pero la zozobra en los rostros de sus compañeros se traducía en miradas graves—. Caballeros, por favor, díganme, ¿he contribuido yo a crear algún tipo de
problema
?
Salieron, poniendo el mayor cuidado al atravesar los grupos de veteranos, y Lowell ayudó a Greene a montar en el carruaje. Holmes hubo de despertar al cochero y al caballo, y el primero condujo al segundo, aletargado, lejos de la vieja iglesia.
Mientras tanto, desde detrás de una empañada ventana del hogar de ayuda a los soldados, esta precipitada partida fue seguida en su totalidad por los ojos vigilantes del hombre al que el club Dante llamaba Lucifer.
George Washington Greene estaba instalado en un sillón en la Sala de Autores del Corner. Nicholas Rey se reunió con ellos. Las preguntas desmenuzaron al máximo la información de Greene acerca de sus sermones sobre Dante y de los veteranos que acudían ávidos a escucharlos todas las semanas. Lowell se lanzó entonces a una desnuda crónica de los asesinatos dantescos, ante lo cual Greene apenas pudo articular una respuesta.
A medida que los detalles salían de la boca de Lowell, Greene sentía que le era gradualmente arrebatada su asociación con Dante. El modesto púlpito del hogar de ayuda a los soldados frente a su encandilado auditorio; el lugar especial que la
Divina Commedia
ocupaba en el estante de su biblioteca en Rhode Island; las noches de los miércoles sentado ante la chimenea de Longfellow; todo eso había parecido manifestaciones permanentes y perfectas de la dedicación de Greene al gran poeta. Pero, como todo cuanto alguna vez había sido satisfactorio en la vida de Greene, aquello también iba mucho más allá de lo que pudo concebir. Algo excesivo que ocurría con independencia de su conocimiento e indiferente a su sanción.
—Mi querido Greene —dijo Longfellow con suavidad—. No debe hablar a nadie de Dante fuera de los que estamos en esta habitación, hasta que estos asuntos se resuelvan.
Greene alcanzó a simular un asentimiento. Su expresión era la de un hombre inútil e incapacitado, la imagen de un reloj al que hubieran despojado de las manecillas.
—¿Y nuestra reunión del club Dante prevista para mañana? —preguntó con voz débil.
Longfellow sacudió la cabeza tristemente.
Fields pulsó el timbre solicitando un mozo para que acompañara a Greene a casa de su hija. Longfellow lo ayudó a ponerse el gabán.
—Nunca haga eso, querido amigo —dijo Greene—. Un joven no lo necesita, y un viejo no quiere. —Se detuvo mientras el recadista lo llevaba del brazo, cuando ya caminaban por el vestíbulo; habló pero no se volvió hacía los hombres que seguían en la sala—. Podían haberme dicho lo que sucedía. Alguno de ustedes podía habérmelo dicho. Tal vez yo no sea el más fuerte…, pero sé que pude haberlos ayudado.
Aguardaron a que el sonido de las pisadas de Greene se extinguiera en el vestíbulo, y Longfellow dijo:
—Si sólo se lo hubiéramos dicho. ¡Qué estúpido fui al plantear una carrera contra la traducción!
—¡No lo tome así, Longfellow! —replicó Fields—. Piense en lo que sabemos ahora: Greene predicaba sus sermones los jueves por la tarde, inmediatamente antes de regresar a Rhode Island. Seleccionaría un canto que quisiera seguir repasando, escogiendo de los dos o tres cantos que usted había dispuesto en la agenda para la siguiente sesión de traducción. Nuestro maldito Lucifer oiría el mismo castigo del que nosotros íbamos a ocuparnos… ¡seis días
antes
que nuestro grupo! Y eso le dejaba mucho tiempo a Lucifer para establecer su propia versión del asesinato
contrapasso
un día o dos antes de que lo transcribiéramos sobre el papel. Así que, desde nuestro punto limitadamente ventajoso, todo adquiría la apariencia de una carrera, de algo que se mofaba de nosotros con los detalles de nuestra propia traducción.
—¿Y qué hay de la advertencia grabada en la ventana del señor Longfellow? —preguntó Rey.
—«
La mia traduzione
» —dijo Fields levantando las manos—. Teníamos prisa por concluir lo que era la obra del asesino. Los malditos chacales de Manning en la universidad seguro que harían lo posible por apartarnos de la traducción.
Holmes se volvió a Rey.
—Agente, ¿sabe algo Willard Burndy que pueda ayudarnos a partir de ahora?
—Burndy dice que un soldado le pagó para que le enseñara a abrir la caja del reverendo Talbot —respondió Rey—. Burndy, en vista de que podía sacar un provecho fácil con escaso riesgo, fue a casa de Talbot para explorar el terreno, y allí resulta que lo vieron varios testigos. Tras el asesinato de Talbot, los detectives descubrieron a los testigos y, con la ayuda de Langdon Peaslee, el rival de Burndy, dirigieron el caso en contra de Burndy. Éste es un borrachín y apenas puede recordar más del asesino que su uniforme de soldado. Yo no confiaría en él de no haber descubierto ustedes la fuente del conocimiento del criminal.
—¡Que cuelguen a Burndy! ¡Que los cuelguen a todos! —exclamó Lowell—. ¿No lo ven ustedes? Está delante de nuestros ojos. Estamos tan cerca de la pista de Lucifer que no podemos evitar tropezar con su talón de Aquiles. Piensen en esto: el ritmo errático entre un asesinato y otro ahora cobra todo su sentido. Después de todo, Lucifer no era un erudito dantista… No era más que un feligrés de Dante. Sólo podía matar después de oír predicar a Greene acerca de un castigo. Una semana, Greene predicó el canto undécimo, y su texto presenta a Virgilio y Dante sentados en una muralla para acostumbrarse a la pestilencia del infierno, comentando la estructura de éste con la frialdad de dos ingenieros. Es un canto que no describe ningún castigo específico y, por tanto, no hubo ningún asesinato. La semana siguiente, Greene se puso enfermo, no acudió a nuestro club, no predicó… y tampoco hubo asesinato.
—Así es, y Greene estuvo enfermo una vez antes de eso, también durante nuestra época de traducción del
Inferno
. —Longfellow pasó una página con sus notas—. Y otra vez después de ésa. Tampoco en esos períodos hubo asesinatos.
Lowell prosiguió:
—Y cuando hicimos una pausa en nuestras reuniones del club, cuando decidimos investigar tras la observación de Holmes del cuerpo de Talbot, las muertes pararon en seco… ¡porque Greene había parado! Hasta que dimos por concluido nuestro «respiro» y decidimos traducir lo de los cismáticos, ¡y con ello devolvimos a Greene al púlpito y a Phinny Jennison lo enviamos a la muerte!
—Ahora se hace plenamente la luz sobre el gesto del asesino de colocar el dinero bajo la cabeza del simoníaco —dijo Longfellow, compungido—. Era la interpretación preferida del señor Greene. Debí haber relacionado sus lecturas de Dante con los detalles de los asesinatos.
—No se deprima, Longfellow —lo apremió el doctor Holmes—. Los detalles de los asesinatos eran tales que sólo un experto dantista los hubiera identificado. No había forma de adivinar que Greene era su involuntaria fuente.
—Me temo —replicó Longfellow— que, pese a lo bienintencionado de mi razonamiento, hemos cometido un grave error. Al acelerar la frecuencia de nuestras sesiones de traducción, nuestro adversario ha oído ahora tanto Dante de boca de Greene en una semana como el que le hubiera llevado un mes.
—Propongo que Greene vuelva a esa capilla —insistió Lowell—. Pero esta vez haremos que predique sobre cualquier otro tema que no sea Dante. Observamos a la audiencia, aguardamos a que alguien se muestre agitado y ¡entonces atrapamos a Lucifer!