Longfellow estaba relacionado con Dante. A Galvin le pareció muy apropiado, pues había oído todos sus poemas de labios de Harriet. Galvin se dirigió a un policía en la ciudad y le dijo: «Ticknor y Fields». El agente le indicó un enorme edificio en la calle Tremont, esquina a la plaza Hamilton. La sala de exposiciones medía veinticinco metros de longitud por diez de anchura, con un deslumbrante enmaderado, columnas talladas y mostradores de abeto occidental que relucían bajo arañas gigantescas. Un decorativo arco al fondo de la sala de exposiciones albergaba las muestras más hermosas de las ediciones de Ticknor y Fields, con lomos de color azul, dorado y color chocolate. Detrás del arco, en un departamento se mostraban los últimos números de las publicaciones periódicas de la casa. Galvin entró en la sala de exposiciones con la vaga esperanza de que el propio Dante estuviera esperándolo. Avanzó reverentemente, con la cabeza descubierta y los ojos cerrados.
Las nuevas oficinas de la editorial llevaban abiertas unos pocos días cuando Benjamin Galvin hizo su entrada en ellas.
—¿Está aquí por el anuncio? —No hubo respuesta—. Excelente, excelente. Por favor, rellene este impreso. En este ramo, con nadie se trabaja mejor que con J. T. Fields. Este hombre es un genio, un ángel de la guarda para todos los autores, eso es lo que es.
El hombre se identificó como Spencer Clark, administrativo de la firma. Galvin aceptó el papel y la pluma y dirigió una amplia mirada, pasándose el trozo de papel que siempre llevaba en la boca de un carrillo al otro.
—Debe darnos su nombre para que podamos llamarlo, hijo —dijo Clark—. Vamos. Denos su nombre o tendré que prescindir de usted.
Clark señaló una línea del impreso de solicitud de empleo. Galvin puso allí la pluma y escribió: «D–A–N–T–E–A–L.» Hizo una pausa. ¿Cómo se escribía
Alighieri? ¿Ala? ¿Ali?
Galvin siguió preguntándoselo hasta que la tinta de su pluma se secó. Clark, que había sido interrumpido por alguien al otro lado de la sala, se aclaró ruidosamente la garganta y le quitó el papel.
—Ah, no sea tímido. A ver qué tenemos —dijo Clark, bizqueando—. Dan Teal. Buen chico.
Clark miró decepcionado el papel. Se dio cuenta de que aquel sujeto no podría ser oficinista, con una caligrafía como aquélla, pero la casa necesitaba todas las manos que pudiera encontrar durante aquella transición a la magna sede del nuevo Corner.
—Ahora, amigo Daniel, le ruego nos diga dónde vive y hoy mismo podrá empezar como mozo de la tienda, cuatro noches por semana. El señor Osgood, el jefe administrativo, le dirá las condiciones antes de irse esta noche. Oh, y felicidades, Teal. ¡Acaba de empezar su nueva vida en Ticknor y Fields!
Teal se sintió emocionado al escuchar que se trataba de Dante cuando pasaba frente a la Sala de Autores, en el segundo piso, mientras empujaba su carro de papeles, que llevaba de una dependencia a otra para que los encontraran los empleados cuando llegaran por la mañana. Los fragmentos de discusiones que escuchó de pasada no eran como los sermones del reverendo Greene, quien hablaba de las maravillas del viaje de Dante. No oía muchas menciones concretas de Dante en el Corner, y la mayoría de las noches los señores Longfellow y Fields y su tropa dantesca ni siquiera se reunían. Aun así, en Ticknor y Fields había hombres aliados en algún sentido a la causa de la supervivencia de Dante, y que hablaban de cómo podrían protegerlo.
La cabeza de Teal daba vueltas, salió del edificio y vomitó en el muelle junto al Common: ¡Dante requería protección! Teal escuchó las conversaciones de los señores Fields, Longfellow y Lowell y del doctor Holmes, y sacó la conclusión de que la Mesa de la Universidad de Cambridge estaba atacando a Dante. Teal se había enterado en la ciudad de que también Harvard necesitaba nuevos empleados, pues la mayor parte de su personal había muerto en la guerra o había quedado incapacitada. La universidad ofreció a Teal un trabajo de día. Al cabo de una semana, consiguió cambiar su puesto de jardinero del campus por el de conserje en el edificio principal. Pues era allí, como supo preguntando a otros trabajadores, donde la Mesa tomaba todas sus decisiones importantes.
En el hogar de ayuda a los soldados, el reverendo Greene pasó de las consideraciones generales sobre Dante a relatos más concretos del viaje del peregrino. El infierno se escalonaba en círculos, cada uno más cerca del castigo del gran Lucifer, el poseedor de todo mal. En la antecámara del infierno, Greene guió a Teal por la tierra de los tibios, donde podía hallarse al Gran Rechazador, el peor de los ofensores allí. El nombre del Rechazador, algún papa, no significaba nada para Teal, pero el haber renunciado a una elevada y meritoria posición, que hubiera asegurado la justicia para millones de personas, encendió la ira de Teal. Éste había oído, tras los muros del edificio principal de la universidad, que el juez presidente Healey había rechazado de plano una posición de gran importancia, una posición que lo inducía a él a defender a Dante.
Teal sabía que el ayudante de la Compañía C, amante de los libros, había recogido millares de insectos durante sus marchas por los estados pantanosos y de clima húmedo, y los había mandado a casa en unas canastas especialmente confeccionadas, a fin de que sobrevivieran al viaje hasta Boston. Teal le compró una caja de mortíferas moscas azules y de larvas, junto con una colmena de avispas, y siguió al juez presidente Healey desde el palacio de justicia hasta Wide Oaks, donde lo observó mientras se despedía de su familia.
A la mañana siguiente, Teal entró en la casa por la puerta trasera, y le abrió la cabeza a Healey con la culata de la pistola. Despojó al juez de su ropa y la dobló cuidadosamente, pues unos atavíos de hombre no correspondían a semejante cobarde. Luego transportó a Healey al exterior, a la parte trasera de la casa, y liberó las larvas y los insectos sobre la herida de la cabeza. Teal clavó una bandera blanca en el terreno arenoso próximo, pues Dante encontró a los tibios bajo esa admonitoria enseña. De inmediato sintió que se había reunido con Dante, que había penetrado en el largo y peligroso sendero de salvación entre las gentes perdidas.
Teal se sintió contrariado cuando Greene faltó una semana al hogar de ayuda a los soldados, por causa de enfermedad. Pero luego Greene regresó y predicó sobre los simoníacos. Teal ya se había sentido alarmado y espantado por el acuerdo entre la corporación de Harvard y el reverendo Talbot, asunto sobre el que había oído hablar en varias ocasiones en el edificio principal de la universidad. ¿Cómo podía un predicador aceptar dinero para enterrar a Dante, sustrayéndolo al público, vender el poder de su ministerio por unos corrompidos mil dólares? Pero nada podía hacer mientras no supiera cómo debía ser castigado.
Teal conoció en cierta ocasión a un ladrón de cajas fuertes llamado Willard Burndy, durante sus noches en las tabernas de los callejones que discurrían tras las manzanas de casas. Teal no tuvo problemas para atraer a Burndy a una de esas tabernas y, aunque furioso por la borrachera del ladrón, le pagó para que le explicara cómo robar mil dólares de la caja fuerte del reverendo Elisha Talbot. Burndy no paraba de hablar sobre cómo Langdon Peaslee le iba arrebatando todas sus calles. ¿Qué mal había en enseñar a alguien más cómo abrir una caja sencilla?
Teal utilizaba los túneles de los esclavos fugitivos para cruzar hasta la Segunda Iglesia Unitarista, y observó al reverendo Talbot, lleno de aprensión, descender cada tarde a la bóveda subterránea. Contó los pasos de Talbot —uno, dos, tres— para comprobar cuánto tiempo le llevaba cruzar hasta las escaleras. Estimó la estatura de Talbot e hizo una marca con yeso en el muro una vez que el ministro se hubo ido. Entonces Teal excavó un hoyo, medido con precisión, a fin de que los pies de Talbot pudieran quedar libres en el aire cuando fuera enterrado cabeza abajo, y en el fondo enterró el dinero mal adquirido de Talbot. Finalmente, el domingo por la tarde agarró a Talbot, le arrebató su linterna y le vertió el queroseno en los pies. Después de haber castigado al reverendo Talbot, Dan Teal tuvo una nebulosa certidumbre de que el club Dante estaba orgulloso de su trabajo. Se preguntó cuándo se celebraban las reuniones semanales en casa del señor Longfellow; las reuniones que el reverendo Greene había mencionado. Los domingos, sin duda, pensó Teal: el sabbat.
Teal fue preguntando por Cambridge y halló fácilmente la gran casa colonial amarilla. Pero mirando por la ventana de una fachada lateral, no vio signos de que se celebrara reunión alguna. Se produjo un fuerte alboroto en el interior poco después de que Teal apretara el rostro contra la ventana, pues la luz de la luna se reflejaba en los botones de su uniforme, que ahora brillaban. Teal no quiso estorbar al club Dante, si es que estaba reunido; no quería interrumpir a los guardianes de Dante mientras estaban cumpliendo con su deber.
¡Qué desconcertado se sintió Teal cuando Greene volvió a faltar a su cita en el hogar de ayuda a los soldados, esta vez sin excusarse de antemano por enfermedad! Teal preguntó en la biblioteca pública dónde podría tomar lecciones de italiano, pues la primera sugerencia de Greene al otro militar había sido leer el original en esa lengua. El bibliotecario encontró un anuncio en el periódico, de un tal señor Pietro Bachi, y Teal lo visitó para empezar las lecciones. El profesor presentó a Teal un montoncito de libros de gramática y de ejercicios, la mayoría escritos por él mismo, pero aquello no tenía nada que ver con Dante.
En un momento dado, Bachi ofreció venderle a Teal una edición veneciana, centenaria, de la
Divina Commedia
. Teal tomó en sus manos el volumen, encuadernado en cuero duro, sin tener en cuenta cómo Bachi divagaba sobre su belleza. Una vez más, aquello no era Dante. Por suerte, poco después de esto, Greene reapareció en el púlpito del hogar, y llegó la asombrosa entrada de Dante en el pozo infernal de los cismáticos.
El destino le había hablado a Dan Teal con una voz tan fuerte como un cañonazo. También él había sido testigo de este inolvidable pecado —dividir y causar cismas entre grupos— en la persona de Phineas Jennison. Teal le había oído hablar de
proteger
a Dante en las oficinas de Ticknor y Fields, urgiendo al club Dante a luchar contra Harvard; pero también le había oído
condenar
a Dante en las oficinas de la corporación de Harvard, urgiéndola a parar el trabajo de Longfellow, Lowell y Fields. Y Teal condujo a Jennison, por la ruta de los túneles de los esclavos fugitivos, hasta el puerto de Boston, donde le puso delante la punta de su sable. Jennison rogó, lloró y ofreció dinero a Teal. Éste le prometió hacer justicia, y a continuación lo despedazó. Envolvió cuidadosamente las heridas. Teal nunca pensó que lo que estaba haciendo fuera matar, pues el castigo requería un sufrimiento prolongado, un aprisionamiento de la sensación. Esto es lo que encontró más reconfortante de Alighieri. Ninguno de los castigos que había presenciado era nuevo. Teal los había visto todos en mayor o menor medida a lo largo de su vida en Boston y en los campos de batalla de toda la nación.
Teal sabía que el club Dante estaba emocionado por la derrota de sus enemigos, pues de repente el reverendo Greene ofreció una racha de extáticos sermones: Dante llegaba hasta un lago helado lleno de pecadores, de traidores que se contaban entre los peores pecadores que el viajero descubre y proclama. Así acabaron Augustus Manning y Pliny Mead inmovilizados en el hielo, mientras Teal los observaba a la luz de la mañana, vestido con su uniforme de alférez. Así un uniformado Teal había observado al tibio Artemus Healey contorsionarse desnudo bajo el manto de insectos; había observado al simoníaco Elisha Talbot retorcerse y agitar sus pies llameantes, con su dinero mal adquirido convertido ahora en almohada bajo su cabeza; y había observado a Phineas Jennison estremecerse y sufrir sacudidas mientras su cuerpo colgaba hecho trizas y cortado.
Pero entonces aparecieron Lowell y Fields, Holmes y Longfellow, ¡y no para recompensarle! Lowell le había disparado con su fusil, y el señor Fields gritó a Lowell que volviera a disparar. A Teal se le partió el corazón. Teal daba por descontado que Longfellow, a quien Harriet Galvin adoraba, y los demás protectores que se reunían en el Corner se
identificaban
con el propósito que animaba a Dante. Ahora comprendía que ignoraban la verdadera tarea que precisaba el club Dante. Quedaba mucho por hacer, muchos círculos que abrir con el fin de mejorar Boston. Teal pensaba en la escena desarrollada en el Corner, cuando el doctor Holmes se cayó, y Lowell le seguía desde la Sala de Autores gritando: «Usted ha traicionado al club Dante, usted ha traicionado al club Dante».
—Doctor —le dijo Teal cuando se encontraron en los túneles de los esclavos—. Vuélvase ahora, doctor Holmes, que he venido a verlo.
Holmes se volvió, dando la espalda al militar uniformado. El brillo apagado de la linterna del doctor iluminó temblorosamente el largo canal, el abismo rocoso que se abría por delante.
—Imagino que el hecho de haberme encontrado es cosa del destino —añadió Teal, quien, a continuación, ordenó al doctor que avanzara.
—¡Santo Dios! —exclamó Holmes en un jadeo—. ¿Adónde vamos?
—A casa de Longfellow.
Holmes caminaba. Aunque había visto brevemente al hombre, lo reconoció de inmediato como Teal, una de las criaturas de la noche del Corner, como las llamaba Fields: su Lucifer. Ahora, mirando atrás, se dio cuenta de que el cuello de aquel hombre era tan musculoso como el de un boxeador profesional, pero sus ojos verde pálido y su boca casi femenina parecían infantiles, lo que resultaba una incongruencia. Sus pies, probablemente como resultado de arduas marchas, sustentaban su cuerpo con la postura nerviosa y perpendicular propia de un adolescente. Teal, aquel muchacho, era su enemigo y oponente. Dan Teal. ¡
Dan Teal
! Oh, ¿cómo pudo escapársele a un orfebre de la palabra como Oliver Wendell Holmes aquel golpe? ¡DANTEAL…, DANTE AL…! Oh, y en qué sonido hueco se traducía el recuerdo de la tonante voz de Lowell en el Corner cuando Holmes había tropezado con el asesino en el pasillo: «¡Holmes, usted ha traicionado al club Dante!». Teal había estado escuchando, como debió hacerlo también en las oficinas de Harvard. Con toda la sed de venganza almacenada por Dante.
—¡Yo no sigo! —anunció, tratando de protegerse con una voz artificialmente resuelta—. ¡Haré lo que usted quiera de mí, pero no enredaré en esto a Longfellow!