El club Dante (62 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—Esto es un castigo, doctor Holmes. Aquellos de ustedes que han abandonado la justicia de Dios deben ahora enfrentarse a la sentencia final. Señor Longfellow, haga lo que le ordeno. Cargue…, apunte…

Holmes avanzó, firme, y levantó su arma hasta el nivel del cuello de Teal. No había ni rastro de temor en la expresión de aquel hombre. Era en todo momento un soldado. No le quedaba elección: sólo el indomable celo de hacer lo justo, una exigencia que había pasado como una corriente a través de toda la humanidad en una u otra época, por lo general para desinflarse rápidamente. Holmes se estremeció. No sabía si contaba con suficientes reservas de aquel mismo celo para apartar a Dan Teal del destino que se había impuesto a sí mismo.

—Fuego, señor Longfellow —dijo Teal—. ¡Dispare ahora!

Puso su mano en la de Longfellow y cubrió con sus dedos los del poeta.

Tragando saliva con dificultad, Holmes dejó de apuntar con su mosquete a Teal y lo dirigió hacia Longfellow.

Longfellow movió la cabeza. Teal, confuso, dio un paso atrás, arrastrando consigo a su cautivo. Holmes asintió con firmeza.

—Dispararé contra él, Teal.

—No.

Teal meneó la cabeza con rápidos movimientos.

—¡Sí, lo haré, Teal! ¡Entonces no habrá tenido su castigo! ¡Estará muerto, será cenizas! —gritó Holmes levantando el mosquete y apuntando a la cabeza de Longfellow.

—¡No, usted no puede! ¡Debe llevarse a los otros consigo! ¡Eso no se puede hacer!

Holmes mantuvo el arma apuntada a un horrorizado Longfellow, cuyos ojos permanecían fuertemente cerrados. Teal sacudió la cabeza con rapidez, y por un momento pareció a punto de gritar. Luego se volvió como si alguien estuviera esperando detrás de él y, después, a derecha e izquierda. Por último, echó a correr, corrió con furia para alejarse del escenario. Antes de que estuviera demasiado lejos, calle abajo, resonó en el aire un disparo, y luego otro estampido mezclado con un grito de agonía.

Longfellow y Holmes no pudieron dejar de mirar las armas de fuego que llevaban en sus manos. Siguieron la dirección del último disparo. Allí, en un lecho de nieve, estaba Teal. De él manaba un reguero de sangre cálida, que fluía por la nieve intacta que lo acogía de mala gana. Dos manchas rojas gorgoteaban en la guerrera del hombre. Holmes se arrodilló y sus manos brillantes empezaron a trabajar, en busca de la vida.

Longfellow se acercó.

—Holmes.

Las manos de Holmes se detuvieron.

Junto al cuerpo de Teal se encontraba un Augustus Manning de mirada extraviada, tembloroso, con los dientes castañeteándole y los dedos agitándose. Manning dejó caer su, fusil en la nieve, a sus pies. Con su barba tiesa por la helada, se dispuso a regresar a su casa y la señaló con el dedo.

Trató de poner en orden sus pensamientos. Transcurrieron unos minutos antes de que dijera algo coherente.

—¡El agente que guardaba mi casa se fue hace horas! Luego oí gritar y lo vi desde la ventana. Lo vi, con su uniforme… Todo acudió a mi mente, todo. Me quitó la ropa, señor Longfellow, y, y… me ató…, me dejó sin ropa…

Longfellow le ofreció una mano consoladora, y Manning prorrumpió en sollozos sobre el hombro del poeta, mientras su esposa salía corriendo de la casa.

Un carruaje policial se detuvo detrás del reducido círculo que formaban en torno al cadáver. Nicholas Rey esgrimía su revólver cuando se apeó a toda prisa. Seguía otro carruaje, que transportaba al sargento Stoneweather y a otros dos policías.

Longfellow tomó del brazo a Rey, cuyos ojos miraban brillantes e interrogadores.

—Ella está bien —dijo Rey antes de que el poeta pudiera preguntar—. Tengo a un agente vigilándola a ella y a la niñera.

Longfellow asintió, agradecido. Holmes se había agarrado a la valla frente a la casa de Manning, para recobrar el aliento.

—¡Holmes, es maravilloso! Quizá necesite entrar y echarse —dijo Longfellow, sintiendo vértigo y temor—. ¿Por qué ha hecho eso? Pero cómo…

—Mi querido Longfellow, creo que la luz del día aclarará todo lo que la lámpara ha dejado en situación dudosa —dijo Holmes, que condujo a los policías a través de la ciudad, hasta la iglesia y los túneles, a fin de rescatar a Lowell y Fields.

XXI

—¡Aguarda, aguarda un minuto! —escupió el judío sefardí a su mentor en el oficio—. Entonces, lo que yo digo, Langdon:
tú serás
el último de los Cinco de Boston.

—Burndy no fue uno de los Cinco originales, mi lindo judío —respondió Langdon Peaslee, omnisciente—. Los Cinco éramos (benditas sean sus almas a medida que vayan cayendo al infierno, y la mía también cuando me reúna con ellos) Randall, que está a mitad de su condena en las Tumbas; Dodge, que sufrió un colapso nervioso y se ha retirado al Oeste; Turner, machacado por su costilla, con la que llevaba dos años y pico (si esto no es una lección para no emparejarse, es que no me han dado ninguna); y el querido Simonds, que anda escaqueado por la parte del muelle, demasiado trompa para reventar siquiera una hucha de niño.

—Oh, es una vergüenza. Una vergüenza —murmuró uno de los cuatro hombres que escuchaban a Peaslee.

—Vuelve a decirlo —le reprochó Peaslee, levantando una elástica ceja.

—¡Una vergüenza verlo a punto de subir la escalerilla! —continuó el ladrón bizco—. Nunca conocí a ese hombre. Pero he oído que era el mejor reventador de cajas que ha habido en Boston. ¡Dicen que podía hacerlo con una pluma!

Los otros tres oyentes guardaron silencio, y si hubieran estado de pie en lugar de sentados, habrían podido arrastrar nerviosamente las botas sobre las duras cáscaras desparramadas por el suelo del bar, o se habrían ido ante semejante comentario hecho ante Langdon W. Peaslee. Pero, en aquellas circunstancias, echaron buenos tragos de sus bebidas o dieron caladas con expresión ausente a los cigarros que había repartido Peaslee.

La puerta de la taberna se abrió y una mosca se proyectó a las mamparas ennegrecidas por el humo que dividían el local, y zumbó alrededor de la mesa de Peaslee. Un reducido número de hermanos y hermanas de la mosca había sobrevivido al invierno, y un número aún más reducido había prosperado en ciertas partes de los bosques de Massachusetts, y continuaría haciéndolo. Claro que de haberlo sabido el profesor Agassiz, de Harvard, habría declarado que tal cosa era descabellada. Con una aguda mirada, Peaslee descubrió los extraños ojos de color rojo flameante y el ancho cuerpo azulado. La aplastó, y en el otro extremo de la barra algunos hombres se dedicaron al deporte de cazar moscas.

Langdon Peaslee se tomó su ponche fuerte, la bebida especial de la casa en la taberna Stackpole. Peaslee no tuvo que cambiar de postura en su silla de madera dura para alcanzar el vaso con la mano izquierda, pese a que la silla estaba a alguna distancia de la mesa, a fin de que pudiera dirigirse adecuadamente a su innoble semicírculo de apóstoles. Los brazos de arácnido de Peaslee le permitían alcanzar muchas cosas en la vida sin necesidad de moverse.

—Hacedme caso, colegas: nuestro señor Burndy —Peaslee silbó el nombre por los amplios huecos entre sus largos dientes— era simplemente el reventador de cajas más pesado que esta vieja ciudad haya visto.

La audiencia aceptó aquella chanza para fundir el hielo, alzando sus vasos y con una ráfaga de exageradas carcajadas que ensancharon la ya excesiva sonrisa de Peaslee. El judío paró en seco su risa con una mirada tensa por encima del borde de su vaso.

—¿Qué pasa, yidis? —preguntó Peaslee volviendo la cabeza para ver a un hombre de pie junto a él.

Sin decir palabra, los ladrones y carteristas de poca monta que rodeaban a Peaslee se levantaron y se dirigieron a los extremos más alejados de la barra, dejando tras ellos inútiles nubes de humo viciado. Sólo permaneció en su sitio el delincuente bizco.

—¡Largo! —silbó Peaslee, y el cortesano que quedaba desapareció entre el resto de parroquianos.

Peaslee se quedó mirando de arriba abajo a su visitante.

—Vaya, vaya. —Chasqueó los dedos para llamar a la camarera, apenas cubierta por un vestido muy escotado. El ladrón de cajas fuertes preguntó, con una reluciente sonrisa—: ¿Qué va a ser?

Nicholas Rey despidió a la camarera con un gesto simpático de la mano y se sentó frente a Peaslee.

—Venga, agente, fúmese uno de éstos.

Rey rechazó el largo cigarro que el otro le tendía.

—¿A qué viene esa cara tan sombría? ¡Éstos no son malos tiempos! —dijo Peaslee, volviendo a sonreír—. Mire ahí, a los colegas, que están a punto de pasar a la trastienda para echar la partida. Lo hacemos todas las noches, ya ve. Estoy seguro de que no les importaría que usted se uniera a nosotros. A menos, claro, que ande mal de pasta para la apuesta inicial.

—Se lo agradezco, señor Peaslee, pero no.

—Bien. —Peaslee se llevó un dedo a los labios y luego se inclinó, como para intercambiar confidencias—. No crea, agente, que no se le ha seguido la pista. Sabemos que andaba detrás de cierto sujeto que trató de matar a ese Manning, de Harvard; alguien que, según usted, tiene algo que ver con los demás crímenes de Burndy.

—Exactamente.

—Bien, pues mejor para usted que eso no se sepa. Como a usted le consta, están de por medio las recompensas más gordas desde que se cargaron a Lincoln, y yo no voy a renunciar a ellas. Cuando Burndy suba la escalerilla, mi parte va a ser tan abundante como para ahogar a un cerdo, tal como se lo dije, amigo Rey. Estamos a ver qué pasa.

—Le ha gastado una mala jugada a Burndy, pero no se preocupe por mí, señor Peaslee. Si tuviera pruebas para liberar a Burndy, ya las habría presentado, cualesquiera que fuesen las consecuencias. Y usted se quedaría sin su recompensa.

Peaslee levantó su vaso de ponche, pensativamente, ante la mención de Burndy.

—Es una bonita historia la que han urdido esos abogados: el odio de Burndy hacia el juez Healey por haber liberado a demasiados esclavos antes de la Ley de Esclavos Fugitivos; y que apioló a Talbot y a Jennison por haberle timado unos dineros. Le ha tocado su Waterloo, ya lo creo, y bailará mientras se muere. —Tomó un largo trago y luego adoptó una expresión sombría—. Dicen que el gobernador ha decidido desmantelar la oficina de detectives, después de la que armaron ustedes en la comisaría, y que los concejales están tratando de sustituir al viejo Kurtz y largarlo a usted para siempre. No envidio su suerte. Corra mientras pueda, mi querido blanquito. Se ha creado muchos enemigos últimamente.

—También me he ganado algunos amigos, señor Peaslee —dijo Rey tras una pausa—. Así que puedo decirle que no se preocupe por mí. Pero hay algo más, y por eso he venido.

Las cejas de alambre de Peaslee se le subieron hasta el bombín de color tostado.

Rey se volvió en su asiento y miró a un hombre alto y desgarbado que ocupaba un taburete junto a la barra.

—Ese hombre anda preguntando por todo Boston. Al parecer cree que hay otra explicación para los asesinatos que la que los suyos han presentado. Willard Burndy, según dice él mismo, no tiene nada que ver con eso. Sus preguntas pueden costarle a usted su parte de la recompensa, señor Peaslee, hasta el último centavo.

—Feo asunto. ¿Qué sugiere usted que hagamos al respecto?

Rey se quedó pensativo.

—¿Qué haría yo si estuviera en el lugar de usted? Pues lo convencería para que se marchara de Boston por una larga temporada.

En la barra del Stackpole, Simon Camp, detective de Pinkerton destinado a cubrir el área metropolitana de Boston, releyó la nota anónima que alguien —el agente Rey— le había enviado, pidiéndole que esperase allí a aquella hora para una importante cita. Desde su taburete miraba en derredor con creciente frustración e ira a los delincuentes que bailaban con prostitutas baratas. Al cabo de diez minutos, dejó unas monedas en el mostrador y se puso de pie para coger su abrigo.

—¿Adónde va tan deprisa? —le preguntó el judío sefardí, tomándolo de la mano y sacudiéndosela.

—¿Qué? —preguntó Camp apartando la mano del judío—. ¿A qué viene esto? Apártese antes de que me mosquee.

—Querido desconocido. —La sonrisa de Peaslee alcanzó una anchura de una milla mientras apartaba a sus camaradas, como si fueran las aguas del mar Rojo, y se adelantó hasta colocarse frente al detective de Pinkerton—. Sería mejor que pasara a la trastienda y echara una partidita con nosotros. No nos gusta oír que a los visitantes de nuestra ciudad los dejan solos.

Días más tarde, J. T. Fields caminaba por un callejón de Boston a la hora que había fijado Simon Camp. Contó las monedas en su bolsa de gamuza, asegurándose de que el dinero del soborno estaba todo allí. Consultaba una vez más su reloj de bolsillo cuando oyó que alguien se le acercaba. Involuntariamente, el editor contuvo la respiración y se recordó a sí mismo que debía permanecer fuerte. Luego apretó la bolsa contra su pecho y se volvió de cara a la entrada del callejón.

—¡Lowell! —exclamó Fields exhalando el aire.

La cabeza de James Russell Lowell estaba envuelta con una venda negra.

—Fields, por qué… Yo… ¿Por qué está usted aquí…?

—Estaba… —balbució Fields.

—¡Acordamos no pagar a Camp, dejarle hacer lo que quisiera! —dijo Lowell al advertir la bolsa de Fields.

—Entonces, ¿por qué ha venido?

—Para evitar que se le pague, y a escondidas, en plena oscuridad. Bien, en cualquier caso usted sabe que yo no tengo a mano ese dinero en metálico. No estoy seguro… Supongo que he venido para, por lo menos, cantárselas bien claras. No podemos dejar que ese diablo arrastre a Dante sin luchar. Quiero decir…

—Sí —admitió Fields—. Pero quizá no deberíamos decírselo a Longfellow.

Lowell asintió.

—No, no debemos decírselo a Longfellow.

Pasaron veinte minutos esperando juntos. Observaban a los hombres, en la calle, encendiendo las farolas con pértigas.

—¿Cómo va su cabeza esta semana, querido Lowell?

—Como si estuviera partida en dos y me la hubieran remendado de cualquier manera —dijo, echándose a reír—. Pero Holmes dice que el dolor desaparecerá en una o dos semanas. ¿Y la suya?

—Mejor, mucho mejor. ¿Le han llegado noticias de Sam Ticknor?

—¿De ese grandísimo imbécil?

—¡Abre una editorial, con uno de sus infelices hermanos, en Nueva York! Me escribió diciéndome que nos va a desbancar en el negocio desde Broadway. Me pregunto qué pensaría Bill Ticknor de que sus hijos trataran de destruir la casa que lleva su propio nombre.

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