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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (3 page)

BOOK: El complot de la media luna
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—Es hora de hacer la entrega, Dolly —dijo en voz alta.

Entró en las sombras, donde había un viejo carromato enganchado a una yegua con montura. Guardó los prismáticos debajo del pescante, subió al asiento y sacudió las riendas. Dolly, una vieja yegua picaza, levantó la cabeza con enfado y luego avanzó tirando del carromato hacia la lluvia.

Cuando unos minutos después el hombre detuvo el carro junto al buque, los estibadores apenas le prestaron atención. Llevaba un desteñido chaquetón de lana, pantalones sucios y una gorra plana con la visera tapándole la frente; se parecía a docenas de hombres que sobrevivían trabajando en lo que podían. Pero en este caso estaba representando un papel, adornado por la barba
incipiente
y el olor a whisky barato con el que se había rociado la ropa. Cuando consideró que había llegado el momento de salir a escena, avanzó con Dolly hasta el pie de la escalerilla y bloqueó un acceso.

—¡Quite ese carromato de en medio! —gritó un teniente de rostro rubicundo que supervisaba la carga.

—Traigo una entrega para el
'Ampshire
—respondió el hombre con acento cockney.

—Déjeme ver sus documentos —exigió el teniente.

El repartidor buscó en el bolsillo interior del chaquetón y le entregó un papel arrugado. Al leerlo, el teniente frunció el entrecejo y después sacudió la cabeza.

—Esto no es un informe de embarque —afirmó sin apartar la mirada del repartidor.

—Es lo que me dio el general. Eso y un billete de cinco —respondió el hombre con un guiño.

El teniente se acercó al carro y echó un vistazo al cajón, más o menos del tamaño de un féretro. En la tapa había unas señas pintadas con pintura negra.

PROPIEDAD DE LA MARINA REAL

A LA ATENCIÓN DE SIR LEIGH HUNT

ENVIADO ESPECIAL AL IMPERIO RUSO

CONSULADO DE LA GRAN BRETAÑA

PETROGRADO, RUSIA

—Vaya —murmuró el oficial, y miró de nuevo el documento—. Bueno, lleva la firma del general. Muy bien. —Le devolvió el papel—. ¡Tú! —gritó al estibador más cercano—. Ayuda a subir este cajón a bordo. —Se volvió hacia el repartidor—. Y luego usted llévese el carro de aquí.

Sujetaron el cajón con una cuerda, y una grúa de a bordo lo izó y lo descargó en la bodega de proa. El repartidor se despidió del teniente con un saludo burlón, y sacó el carro del muelle sin prisa. Giró en un camino de tierra cercano y atravesó un pequeño barrio de almacenes portuarios que acababa en una amplia zona de campos de cultivo. Poco más de un kilómetro y medio más allá se metió en un camino lleno de baches y detuvo el carro delante de una casa desvencijada. Un hombre mayor salió cojeando del granero.

—¿Ha hecho su entrega? —preguntó al repartidor.

—Así es. Gracias por permitirme usar el carro y la yegua —respondió el hombre. Sacó un billete de diez libras de su cartera y se lo dio al granjero.

—Disculpe, señor, pero esto es más de lo que vale la yegua —tartamudeó el granjero, que sujetaba el billete en sus manos como si fuese un bebé.

—Es una yegua soberbia —replicó el repartidor; se despidió de Dolly con una palmada en el cuello—. Que pase un buen día —dijo al campesino, se llevó una mano a la visera de la gorra y, sin una palabra más, se alejó por donde había venido.

Avanzó por el camino con paso tranquilo hasta que oyó el sonido de un coche que se acercaba. Un sedán Vauxhall azul apareció por una curva y aminoró la marcha hasta detenerse a su lado. El repartidor se acercó, la puerta de atrás se abrió y él subió. Un hombre de aspecto muy serio, con el atuendo de un pastor anglicano, se movió en el asiento trasero para dejarle sitio. Miró al repartidor con una sombra de temor en sus apagados ojos grises y luego cogió una botella de brandy del respaldo del asiento delantero. Sirvió un buen trago en un vaso de cristal, se lo dio al repartidor, y ordenó al chófer que reanudara la marcha.

—¿El cajón está a bordo? —preguntó sin rodeos.

—Sí, padre —contestó el repartidor con un tono de reverencia un tanto sarcástico—. Aceptaron el falso informe de embarque y cargaron el cajón en la bodega de proa. —No había en su voz ni rastro del acento cockney—. Dentro de setenta y dos horas podrá despedirse de su ilustre general.

Las palabras parecieron preocupar al pastor, si bien eran las que había esperado oír. En silencio, metió una mano en un bolsillo del abrigo y sacó un abultado sobre lleno de billetes.

—Tal como habíamos acordado. La mitad ahora, la otra mitad después del... acontecimiento —dijo, y le entregó el sobre.

El repartidor miró el fajo de billetes y sonrió.

—Me pregunto si los alemanes pagarían tanto por hundir un barco y asesinar a un general —comentó—. No estará usted trabajando para el káiser, ¿verdad?

El pastor negó firmemente con la cabeza.

—No, este es un asunto teológico. Si usted hubiera encontrado el documento, esto no habría sido necesario.

—Lo busqué en la casa tres veces. De haber estado allí, lo habría encontrado.

—Eso me dijo.

—¿Está seguro de que lo llevaron a bordo?

—Sabemos que el general tiene concertado un encuentro con el padre superior de la Iglesia ortodoxa rusa en Petrogrado. No hay ninguna duda sobre el propósito. El documento tiene que estar a bordo. Será destruido junto con él, y el secreto desaparecerá para siempre.

Los neumáticos del Vauxhall rodaron sobre los adoquines mojados cuando llegaron a las afueras de Portsmouth. El chófer se dirigió hacia el centro de la ciudad entre altas casas de ladrillo.

En uno de los cruces principales, enfiló el camino que llevaba a la parte de atrás de la iglesia de St. Mary, un edificio de piedra del siglo
XIX
, justo cuando la lluvia arreciaba.

—Le agradecería que me dejara en la estación de ferrocarril —dijo el repartidor al ver que el coche atravesaba el cementerio de la iglesia y se detenía delante de la rectoría.

—Me pidieron que les trajese un sermón —respondió el pastor—. No tardaré nada. ¿Por qué no me acompaña?

El repartidor contuvo un bostezo. Miró el exterior a través del cristal de la ventanilla salpicado por la lluvia.

—No. Creo que le esperaré aquí. Prefiero no mojarme.

—Muy bien. Volveremos enseguida.

El pastor y el chófer se alejaron. El repartidor se dispuso a contar su dinero manchado de sangre. Sin embargo, advirtió que le costaba leer la impresión «Banco de Inglaterra» de los billetes y que se le nublaba la vista. Sintió una fatiga intensa. Se apresuró a guardar el dinero y se tumbó en el asiento para descansar. Unos minutos después, que a él le parecieron horas, el agua fría le empapó el rostro y se obligó a abrir sus pesados párpados. El rostro severo del pastor le miraba entre una cortina de lluvia. El cerebro le dijo que su cuerpo se estaba moviendo, pero él no sentía las piernas. Consiguió enfocar la mirada lo suficiente para ver que el chófer le sujetaba las piernas y el clérigo, los brazos. Una muda sensación de pánico se activó dentro de su cerebro, y con un tremendo esfuerzo intentó coger el revólver Webley Bulldog de su bolsillo. Pero sus extremidades se negaban a responder. El brandy, se dijo en un instante de lucidez momentánea. Había sido el brandy.

Un techo de hojas verdes llenó su visión cuando entraron en un bosquecillo de robles imponentes. El rostro del clérigo seguía balanceándose por encima de él, una máscara huraña de indiferencia en la que brillaban dos ojos fríos. Entonces el rostro desapareció; mejor dicho, desapareció él. Oyó, más que sintió, que su cuerpo caía en una fosa y aterrizaba con fuerza en un charco de barro. Tumbado boca arriba, miró al clérigo, que estaba en el borde del agujero con cierto aire culpable.

—Perdónanos nuestros pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —oyó que decía el pastor con voz solemne—. A estos que ahora damos sepultura.

Apareció el revés de una pala, seguido por una paletada de tierra mojada que cayó y rebotó en su pecho. Cayó otra paletada de tierra, y luego otra.

Su cuerpo estaba paralizado, era incapaz de articular ningún sonido, pero su mente seguía funcionando. Con creciente horror, comprendió que le estaban enterrando vivo. Intentó de nuevo mover los miembros, pero no hubo respuesta. A medida que la tierra se amontonaba dentro de la fosa, sus gritos de terror solo resonaban dentro de su cabeza, hasta que le arrebataron el último aliento.

El periscopio trazó un arco lento en la revuelta agua negra; su presencia era prácticamente invisible en la oscuridad de la noche. A doce metros de profundidad, Voss, un
Oberleutnant
de la marina alemana con cara de niño, giró el visor sesenta grados. Se demoró en unas luces dispersas que se veían muy altas en la distancia. Eran las farolas de las granjas que salpicaban el cabo Marwick, un lugar gélido y barrido por el viento de las islas Oreadas. Voss casi había completado su inspección circular cuando advirtió un débil resplandor en el horizonte oriental. Ajustó el enfoque y siguió con paciencia el movimiento constante de la luz.

—Posible objetivo en cero-cuatro-ocho grados —anunció esforzándose por que la emoción no se reflejase en su voz.

Los otros marineros que se hallaban apretujados en la pequeña sala de control reaccionaron al oír sus palabras.

Mientras Voss seguía vigilando el avance del objeto, la luna creciente se asomó brevemente entre las gruesas nubes de tormenta. Por un fugaz instante, la luz de la luna arrancó un brillo del objeto y reveló sus dimensiones respecto a las islas que tenía detrás. Voss notó que se le aceleraba el corazón y que las manos, apoyadas en las asas del periscopio, empezaban a sudarle. Parpadeó un par de veces, se aseguró de la imagen que veía, y se apartó del visor. Sin decir palabra, salió de la sala de control y corrió hacia popa por el estrecho pasillo que se extendía de un extremo al otro del submarino. Llegó al camarote del capitán, golpeó fuerte y apartó la cortina.

El capitán Kurt Beitzen estaba durmiendo en la litera pero se despertó en el acto y encendió la lámpara sobre el cabezal.


Kapitän
, he visto un
navío
de gran tamaño que se acerca por el sudeste a una distancia de cinco millas. Conseguí ver la silueta por un momento. Un buque de guerra británico, posiblemente un crucero acorazado —informó Voss, emocionado.

Beitzen asintió al tiempo que apartaba la manta y se sentaba. Se había acostado vestido; se apresuró a calzarse las botas y luego siguió a su segundo oficial a la sala de control. El capitán, experto en submarinos, miró durante unos minutos por el visor del periscopio de ataque y a continuación comunicó la distancia y las coordenadas del rumbo.

—Es una nave de guerra —confirmó con voz calma—. ¿Ese cuadrante está despejado de minas?

—Sí —respondió Voss—. La descarga más cercana está a quince millas al norte.

—Zafarrancho de combate —ordenó Beitzen.

El capitán y Voss fueron a la mesa de navegación, donde calcularon el rumbo de intercepción preciso y dieron las coordenadas al timonel. Aunque sumergido, el submarino cabeceaba y se sacudía debido a la violencia del mar en superficie, lo que hacía más estresante la urgente tarea que debían realizar.

El U-75, construido en los astilleros de Hamburgo, era un submarino de la clase UE-1, diseñado para la colocación de minas en el fondo marino. Además de las minas, contaba con cuatro lanzatorpedos y un cañón de 105 milímetros en cubierta. Su tarea como minador casi había acabado, y nadie entre la tripulación esperaba tener un encuentro con un buque enemigo.

Al mando de Beitzen, esta era la segunda misión del U-75 desde que había sido botado seis meses antes. Hasta el momento, la campaña se consideraba un éxito: las minas habían hundido un mercante pequeño y dos pesqueros. Pero ahora se les presentaba la oportunidad de hundir a una presa mayor. Entre la tripulación enseguida se corrió la voz de que se disponían a atacar a un
navío
británico, y la atención y la tensión subieron al máximo nivel. El propio Beitzen sabía que ese hundimiento le haría merecedor de la Cruz de Hierro.

El comandante alemán llevó el submarino a una posición perpendicular al cabo Marwick. Si el buque mantenía el rumbo, pasaría a unos cuatrocientos metros del submarino al acecho. Los torpedos tenían un alcance efectivo de menos de ochocientos metros, lo que obligaba al atacante a situarse en una distancia de tiro incómoda. En la Primera Guerra Mundial, la mayoría de los barcos mercantes los hundieron los submarinos con el cañón de cubierta. Pero el U-75 no podía utilizarlo contra un crucero acorazado, y menos con ese mar tan agitado.

Situado en la posición de ataque, el capitán volvió al periscopio, a la espera de su presa. Otro destello de la luz de la luna confirmó que el
Oberleutnant
había acertado. El
navío
tenía todo el aspecto de un crucero acorazado, un poco más pequeño que los temibles acorazados
dreadnoughts
.

—Tubos uno y dos, preparados para disparar —ordenó Beitzen.

El crucero se encontraba ahora a menos de una milla de distancia, y su imponente tamaño casi ocultaba el horizonte. Beitzen hizo una rápida verificación del perfil de fuego de los torpedos, y luego volvió a concentrarse en el objetivo. El
navío
se acercaba a toda velocidad a la distancia de tiro.

—Abrir compuertas de proa.

Unos segundos más tarde se oyó la respuesta desde la cámara de torpedos.

—Compuertas de proa abiertas.

—Preparar tubos uno y dos.

—Preparados.

Beitzen siguió al crucero con el periscopio y esperó paciente mientras la tripulación a su alrededor contenía el aliento. Observó hasta que el enorme
navío
apareció exactamente delante de ellos. Separó los labios para dar la orden de lanzar los torpedos cuando un súbito resplandor blanco llenó el visor. Un segundo después, una sorda onda expansiva sacudió los mamparos de acero del U-75.

El capitán miró atónito por el periscopio mientras las llamas y el humo brotaban del crucero y alumbraban el cielo con un resplandor naranja. El gran buque de guerra se sacudió, y en cuestión de minutos la proa desapareció bajo las olas. La popa se alzó en el acto, permaneció unos instantes suspendida en el aire y después siguió a la proa en su descenso hacia el fondo del mar. En menos de diez minutos el colosal crucero desapareció de la vista.

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