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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (6 page)

BOOK: El complot de la media luna
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—Uno de mis restaurantes de pescado preferidos en Estambul —comentó el arqueólogo.

Una camarera los condujo por un pasillo hasta uno de los comedores de la antigua casa. Se sentaron a una mesa con mantel de hilo junto a un ventanal que daba al jardín trasero.

—Podría recomendarnos algunos de sus platos regionales favoritos, doctor Ruppé —le pidió Loren—. Es mi primera visita a Turquía.

—Llámeme Rey, por favor. En Turquía, si pide pescado nunca se equivocará. Tanto el rodaballo como la lubina que sirven aquí son excelentes. Por supuesto, tampoco me canso nunca de comer kebabs. —Sonrió al tiempo que se frotaba la barriga.

Después de pedir, Loren le preguntó a Ruppé cuánto tiempo llevaba viviendo en Turquía.

—Ya van a ser veinticinco años. Vine un verano desde Arizona para dirigir una escuela de campo de arqueología submarina y ya no me marché. Encontramos un viejo mercante bizantino naufragado en las costas de Kos que estábamos excavando, y desde entonces he estado ocupado.

—El doctor Ruppé es la mayor autoridad en antigüedades marinas bizantinas y otomanas en el Mediterráneo oriental —señaló Pitt—. Sus conocimientos han resultado valiosísimos en muchos de nuestros proyectos en la región.

—Como le ocurre a su marido, los pecios son mi verdadero amor —afirmó Ruppé—. Lamento que desde que dirijo los estudios marítimos del Museo Arqueológico dedico menos tiempo del que me gustaría al trabajo de campo.

—La responsabilidad del cargo —convino Pitt.

Como aperitivo, el camarero les sirvió una fuente de mejillones con arroz que se apresuraron a probar.

—Desde luego, trabaja en una ciudad fascinante —comentó Loren.

—Sí. Estambul hace honor a su apodo de la «Reina de las Ciudades». Nació con los griegos, la criaron los romanos y maduró con los otomanos. Su legado de antiguas catedrales, mezquitas y palacios puede tentar incluso al historiador más insensible. Sin embargo, siendo el hogar de doce millones de personas, también plantea desafíos.

—He oído que el clima político es uno de ellos.

—¿Acaso el cambio es el motivo de su visita, congresista? —preguntó Ruppé con una sonrisa.

Loren sonrió ante la alusión. Si bien hacía años que representaba al estado de Colorado en el Congreso, no se consideraba un animal político.

—En realidad, solo he venido a Estambul para ver a mi díscolo marido. He estado viajando por el Cáucaso sur con una delegación de congresistas y, de regreso a Washington, he hecho un alto en el camino. Un enviado del Departamento de Estado comentó en el avión la preocupación por la seguridad de Estados Unidos a causa del aumento de los movimientos fundamentalistas en Turquía.

—Tiene razón. Como sabe, Turquía es un Estado laico pero el noventa y ocho por ciento de la población es musulmana, la mayoría suní. Ahora ha aparecido un movimiento encabezado por el muftí Battal, que tiene su sede aquí, en Estambul, y que reclama reformas fundamentalistas. No soy experto en estos temas, así que no puedo decirle hasta dónde llegan sus actuales exigencias. Pero Turquía está sufriendo la misma crisis económica que otros países, y eso genera descontento y oposición al statu quo. Los tiempos difíciles que vivimos parecen estar jugando a favor de Battal. Últimamente se le ve por todas partes, siempre atacando al presidente.

—Aparte de la inquietud de los aliados occidentales, no puedo evitar pensar que la evolución de Turquía hacia el fundamentalismo haría de Oriente Próximo un lugar todavía más peligroso —comentó Loren.

—Con Irán controlado por los chiitas, dispuestos a exhibir su poderío militar, me temo que sus preocupaciones son muy válidas.

Les sirvieron la cena. Loren había pedido lubina al horno; Pitt, mero a la parrilla, y Ruppé, rodaballo del mar Negro.

—Lamento estropear la cena con la política; forma parte de los gajes del oficio —se disculpó Loren—. Por cierto, la lubina está deliciosa.

—A mí no me molesta, y estoy seguro de que su marido está acostumbrado. —Ruppé le hizo un guiño—. Bueno, Dirk, háblame de tu trabajo en el Egeo.

—Estamos investigando las zonas muertas por falta de oxígeno en el Mediterráneo oriental —respondió Pitt entre bocados—. El Ministerio de Medio Ambiente turco ha señalado varios puntos en el Egeo donde las apariciones recurrentes de campos de algas han acabado con la vida marina. Es un problema en aumento que ya hemos visto en otros muchos lugares del planeta.

—En la bahía de Chesapeake, en nuestro propio país, es un tema preocupante —dijo Loren.

—Las zonas muertas en Chesapeake han aumentado mucho en los últimos veranos —convino Pitt.

—¿Y se debe a los agentes contaminantes? —preguntó Ruppé.

Pitt asintió.

—En la mayoría de los casos, las zonas muertas se hallan cerca del delta de un río grande. Por lo general, los bajos niveles de oxígeno son el resultado directo de la contaminación por nutrientes, sobre todo en forma de nitrógeno, que es un residuo de la agricultura y la industria. Los nutrientes en el agua dan lugar al crecimiento masivo del fitoplancton y al florecimiento de las algas. Cuando las algas mueren y acaban en el fondo, el proceso de descomposición elimina el oxígeno del agua. Si el proceso alcanza una masa crítica, el agua se convierte en anóxica, acaba con toda la vida marina y crea una zona muerta.

—¿Qué habéis encontrado hasta ahora en las aguas turcas?

—Hemos confirmado la presencia de una zona muerta no muy extensa entre la isla griega de Chios y la costa turca. Continuaremos con el trabajo de exploración para elaborar un mapa del perímetro y el estado de la zona.

—¿Habéis intentado dar con el origen? —preguntó Loren.

Pitt sacudió la cabeza.

—El Ministerio de Medio Ambiente turco está investigando a los posibles contaminadores industriales o agrícolas de la región, pero ahora mismo estamos muy lejos de identificar la fuente, o las fuentes.

El camarero les retiró los platos y luego trajo una fuente de melocotones y tres cafés. A Loren le sorprendió que el café ya tuviera azúcar.

—Dirk, ¿ese pecio se halla dentro de la zona muerta? —preguntó Ruppé.

—No, pero no está lejos. Nos habíamos detenido para reparar el sensor de un sumergible cuando descubrimos el lugar. Un pescador que perdió allí buena parte de su red nos dio la pista.

—Cuando me llamaste, mencionaste que habías recuperado unos objetos.

—Sí, de hecho los he traído. —Pitt señaló la bolsa negra junto a sus pies.

Los ojos de Ruppé se iluminaron. Consultó su reloj.

—Son más de las once, supongo que ya os he entretenido más de la cuenta, pero el museo está muy cerca. Me encantaría echar un vistazo a los objetos, y si quieres puedes dejarlos en mi laboratorio, es un lugar seguro.

—Pues no se hable más —intervino Loren, para que su marido no se llevara una decepción—. Ambos no vemos la hora de conocer su opinión.

—Magnífico. —Ruppé sonrió—. Disfrutemos del café, y luego iremos a mi despacho para examinar lo que has encontrado.

Una vez que terminaron el café y pagaron la cuenta, salieron del restaurante y caminaron calle arriba. Ruppé se detuvo delante de un Volkswagen Karmann Ghia descapotable de color verde aparcado junto a la acera.

—Pido disculpas por la falta de espacio. Sé que en el asiento trasero apenas hay lugar para las piernas.

—Estos Volkswagen antiguos me encantan —dijo Loren—. Hacía siglos que no veía uno tan bien cuidado.

—Tiene unos cuantos años, pero sigue funcionando como un reloj —comentó Ruppé—. Es un coche estupendo para moverse por las abarrotadas calles de Estambul, aunque echo de menos el aire acondicionado.

—¿Quién necesita aire acondicionado pudiendo bajar la capota? —señaló Pitt mientras se sentaba en el asiento del acompañante después de que Loren consiguiese acomodarse en el asiento trasero.

Ruppé los llevó de nuevo al centro de la ciudad, y después atravesó por una gran arcada.

—Acabamos de entrar en Topkapi, el antiguo palacio otomano —explicó el arqueólogo—. Nuestro museo está cerca de la entrada al patio interior. Si tenéis oportunidad, deberíais visitar el palacio. Pero a primera hora. Es uno de los lugares preferidos por los turistas.

Ruppé atravesó un parque salpicado de edificios históricos. Subió una ligera cuesta y aparcó el coche en el aparcamiento del personal, detrás del Museo Arqueológico de Estambul. Unos cincuenta metros más allá se alzaba el muro que rodeaba el palacio interior de Topkapi.

Loren y Pitt se apearon del estrecho coche un tanto agarrotados y siguieron a Ruppé hacia el gran edificio de estilo neoclásico.

—En realidad el museo abarca tres edificios —explicó Ruppé—. Está el Museo del Antiguo Oriente, junto al Quiosco de los Azulejos, que alberga el Museo de Arte Islámico. Yo trabajo aquí, en el edificio principal, que es la sede del Museo Arqueológico.

Los llevó por la escalera trasera del edificio, construido en el siglo
XIX
. En cuanto abrió la puerta los saludó el vigilante nocturno que tenía su puesto ahí dentro.

—Buenas noches, doctor Ruppé —dijo el guardia—. ¿Otra vez trabajando hasta tarde?

—Hola, Avni. Una visita rápida con unos amigos y nos vamos.

—Tómese el tiempo que necesite. Aquí solo estamos los grillos y yo.

Ruppé llevó a sus invitados a través del vestíbulo principal, lleno de estatuas y esculturas antiguas. A cada lado había salas en las que se exhibían tumbas de todo Oriente Próximo. El arqueólogo se detuvo para enseñarles un enorme sarcófago de piedra con bajorrelieves.

—El sarcófago de Alejandro Magno, nuestra pieza más famosa. Las escenas de los laterales muestran a Alejandro en una batalla. En realidad, nadie sabe quién es el que está dentro, aunque muchos creen que se trata de un gobernador persa llamado Mazaeo.

—Una obra de arte muy bella —opinó Loren—. ¿De cuándo data?

—Es del siglo
IV
antes de Cristo.

Ruppé los llevó por un pasillo lateral y entraron en un amplio despacho rebosante de libros. Una mesa ocupaba una de las paredes, y en la superficie de acero inoxidable había numerosos objetos antiguos en diferentes etapas de conservación. Encendió los fluorescentes del techo, que alumbraron la habitación con una luz muy fuerte.

—Veamos tus objetos empapados —dijo al tiempo que acercaba un par de taburetes a la mesa.

Pitt abrió la cremallera de la bolsa, sacó la caja de hierro de Giordino y apartó con cuidado la toalla que la envolvía.

—Creo que es una hucha —apuntó—. El cerrojo se desprendió solo —añadió con una sonrisa culpable.

Ruppé se puso unas gafas de lectura y observó la caja.

—Sí, parece el equivalente de una caja fuerte, y muy antigua por el aspecto.

—Tal vez el contenido pueda ayudarte a datarla —señaló Pitt.

En cuanto levantó la tapa, el arqueólogo abrió mucho los ojos. Colocó un paño sobre la mesa y con mucha precaución fue sacando las monedas de oro
y
plata
y
dejándolas en el paño. Había siete.

—Tendría que haberte dejado pagar la cena —dijo.

—Vaya, vaya... ¿Es oro de verdad? —preguntó Loren, que había cogido una de las monedas de oro. Pesaba.

—Sí. Parecen acuñadas en una ceca otomana —respondió Ruppé mientras examinaba la inscripción que llevaban estampada—. Había varias cecas por todo el imperio.

—¿Entiende lo que pone? —preguntó ella, admirada por la elegante escritura árabe.

—Diría que «
AllahuAkbar
...», que significa «Dios es grande».

Ruppé atravesó la habitación y recorrió con la vista una de las estanterías llenas de libros hasta que sacó un grueso volumen encuadernado en cuero. Pasó las páginas y se detuvo en una en la que había varias fotos de monedas antiguas. Comparó una de las imágenes con las monedas colocadas en el paño y asintió complacido.

—¿Igual? —preguntó Pitt.

—Exacta. Idéntica a las monedas que se acuñaron en Siria durante el siglo
XVI
. Enhorabuena, Dirk; es probable que hayas encontrado un pecio otomano de la época de Soleimán el Magnífico.

—¿Quién es Soleimán? —preguntó Loren.

—Uno de los más famosos y admirados sultanes otomanos, únicamente superado tal vez por el fundador del imperio, Osman I. Durante su reinado, a mediados del siglo
XV
, expandió el imperio por el sudeste europeo, Oriente Próximo y el norte de África.

—Quizá esto era un regalo o una ofrenda para el sultán —dijo Pitt. Sacó la caja de cerámica de la bolsa y retiró con cuidado la toalla que la envolvía.

A Loren se le iluminaron los ojos al ver el intrincado diseño en azul, rojo y blanco que decoraba la tapa.

—Qué preciosidad...

—Los antiguos artesanos musulmanes hacían maravillas con los azulejos y la cerámica —dijo Ruppé—. Pero nunca había visto nada parecido.

Acercó la caja a la luz para observarla con atención. En uno de los lados había una pequeña grieta irregular. La frotó con el dedo.

—El diseño es similar a otros objetos que se conocen como utensilios de Damasco. Es un dibujo de los antiguos y muy conocidos hornos de Iznik, en Turquía.

Quitó la tapa con delicadeza y sacó la corona cubierta de adherencias marinas.

—Dios mío —murmuró Loren acercándose un poco más.

Ruppé no estaba menos impresionado.

—Esto no es algo que uno vea todos los días... —Colocó la corona debajo de un flexo. Cogió una cureta y arrancó unas partículas de sedimento—. Bastará un buen fregado para que quede la mar de limpia. —Al observarla un poco más de cerca, frunció el entrecejo—. Qué curioso —dijo.

—¿Qué? —preguntó Loren.

—Diría que hay una inscripción en el borde interior. Solo alcanzo a ver unas pocas letras, pero parece que es latín.

—No tiene mucho sentido —opinó Loren.

—No —convino el arqueólogo—. Lo sabremos a ciencia cierta después de la limpieza. Sería una pista magnífica para identificar su origen.

—Sabía que habíamos venido al lugar adecuado —intervino Pitt.

—Tu pecio tal vez guarde más de un misterio —dijo Ruppé.

Loren miró la corona con ojos somnolientos y contuvo un bostezo.

—Me temo que es muy tarde para vosotros —comentó Ruppé. Guardó la corona en una caja de seguridad empotrada en una pared y a continuación puso el cofre, las monedas y la caja de cerámica en un cubo de plástico con agua dulce—. Estoy deseando examinar a fondo estos objetos con la ayuda de mis colegas en cuanto regrese de Roma.

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