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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (5 page)

BOOK: El complot de la media luna
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—Probemos con una búsqueda en un círculo amplio a partir del cabo del ancla —propuso Pitt mientras abrochaban el chaleco con la botella de aire—. Según mis referencias, la red enganchada se halla ligeramente hacia tierra desde nuestra posición.

Giordino asintió, se metió el regulador en la boca y, sentado en la borda, se dejó caer de espaldas en el agua. Un segundo más tarde, Pitt le imitó y los dos buceadores siguieron el cabo del ancla hasta el fondo.

Las aguas azules del mar Egeo eran muy claras, y Pitt veía sin problemas hasta una distancia de quince metros o más. A medida que se acercaban al fondo, más oscuro, observó complacido que el suelo marino era una mezcla de arena y grava. Gunn no se había equivocado. La zona parecía libre de obstrucciones.

A unos cuatro metros del fondo, los dos hombres se separaron y avanzaron describiendo un lento arco alrededor del cabo del ancla. Un pequeño cardumen de lubinas los observó con desconfianza y se alejó a toda prisa hacia aguas más profundas. Mientras se acercaban a Chios, Pitt advirtió que Giordino le hacía señas. Pitt se dio impulso con un poderoso movimiento de tijera de sus aletas; su compañero señalaba una gran silueta oscura que había un poco más adelante.

Era una sombra marrón muy alta que parecía ondular en la penumbra. Pitt pensó en un árbol sacudido por el viento, con las ramas cubiertas de hojas alzándose hacia el cielo. Al acercarse un poco más, comprobó que no se trataba de un árbol sino de los restos de la red del pescador meciéndose al son de la corriente.

Atentos a no quedarse enredados en las mallas, avanzaron con cautela y se colocaron a favor de la corriente para aproximarse. La red estaba enganchada en un único punto que apenas sobresalía del fondo. Pitt vio una zanja en el fondo de grava y arena que acababa en algo parecido a un palo enredado con la red. Al acercarse vio que se trataba de un ancla de hierro oxidado, con forma de T, de un metro y medio de longitud. Estaba inclinada de lado, con una de las uñas apuntando hacia la superficie y envuelta por las redes, y la otra enterrada en el fondo. Pitt escarbó con las manos alrededor de la base y entonces quedó a la vista que la uña enterrada estaba encajada entre una gruesa viga de madera y un armazón en forma de cruz. El director de la NUMA había explorado suficientes pecios como para saber que esa viga era la quilla de una nave.

Se apartó de las redes y miró la ancha y poco profunda zanja abierta hacía poco en el fondo. Giordino estaba ya recorriéndola para dar con el origen. Como Pitt, había deducido lo que había pasado. Las redes se habían enganchado al ancla en un extremo del pecio y la habían arrastrado a lo largo de la quilla hasta quedar enganchada en el armazón en cruz. Sin pretenderlo, la acción había dejado al descubierto buena parte de un viejo pecio.

Pitt se dirigió hacia Giordino, que estaba apartando la arena de una protuberancia lineal. En cuanto acabó de apartar la capa de sedimento quedaron a la vista varios trozos del armazón en cruz de debajo de la quilla. Giordino miró con ojos brillantes la máscara de Pitt y sacudió la cabeza. El sexto sentido de Pitt acababa de descubrir otro pecio, y a todas luces uno muy antiguo.

Mientras recorrían el perímetro, al tiempo que desenterraban más partes y piezas, dedujeron que la nave tenía unos dieciséis metros de eslora y que la cubierta superior había desaparecido hacía mucho. De hecho, había desaparecido la mayor parte de la embarcación, solo quedaban intactos unos pocos trozos del casco. Sin embargo, a popa, se veían con claridad varios compartimientos pequeños debajo de la arena. También platos de cerámica, azulejos y fragmentos de cacharros de arcilla sin vidriar, pero nada indicaba qué transportaba esa embarcación.

Como les quedaba poco tiempo de permanencia en el fondo, volvieron a popa y se dedicaron a apartar la grava y la arena en busca de cualquier cosa que pudiese ayudarlos a identificar el barco naufragado. Al meter la mano entre unas maderas sueltas, los dedos de Giordino rozaron un objeto plano debajo de la arena, metió más la mano y encontró una caja de metal pequeña. La acercó a la máscara y vio que tenía un mecanismo de cierre con un candado muy corroído. La guardó con mucho cuidado en una bolsa de buceo, consultó su reloj y luego se acercó a Pitt para indicarle que se disponía a subir a la superficie.

Pitt había encontrado una hilera de tarros de arcilla. Se dio la vuelta para seguir a Giordino a la superficie cuando le llamó la atención algo que brillaba en la arena. Estaba en el lado opuesto de los tarros, donde las aletas habían apartado parte del sedimento. Apartó la arena hasta que quedó a la vista una tapa de cerámica. Pese a las adherencias calcáreas se veía con claridad un motivo floral muy elaborado. Escarbó un poco más hasta meter los dedos debajo de una caja rectangular y la sacó.

El recipiente de cerámica era el doble de grande que una caja de puros y tenía los laterales decorados con un diseño en azul y blanco que hacía juego con la tapa. La caja parecía muy pesada para su tamaño, y Pitt la sujetó con cuidado debajo del brazo antes de volver a la superficie.

La brisa de la tarde soplaba cada vez más fuerte desde el nordeste y rizaba el agua con crestas blancas. Giordino ya estaba a bordo de la Zodiac, recogiendo el ancla, cuando apareció Pitt. Se agarró a uno de los flotadores para pasarle la caja a Giordino, y subió a bordo. Comenzó a quitarse el traje de neopreno.

—Creo que le debes una botella de ouzo a aquel pescador —comentó Giordino, mientras ponía en marcha el motor fueraborda.

—Desde luego nos ha llevado a un pecio muy interesante —dijo Pitt al tiempo que se secaba el rostro con una toalla.

—No es una nave de la Edad del Bronce con un cargamento de ánforas, pero parece muy antigua.

—Diría que es medieval —aventuró Pitt—. Comparado con la mayoría de los pecios del Mediterráneo, no es más que un bebé. Vayamos a la costa a ver qué hemos sacado.

Giordino aceleró el motor hasta que la Zodiac comenzó a planear y se dirigió hacia la isla más cercana. Chios estaba a una distancia de dos millas, pero había otras tres millas hasta la pequeña bahía de un somnoliento pueblo de pescadores llamado Vokaria. Amarraron en un viejo muelle que parecía haber sido construido durante la era de la navegación a vela. Giordino extendió una toalla en el muelle, y Pitt colocó encima los dos objetos recuperados.

Ambos estaban cubiertos por una capa de concreción arenosa, consecuencia de los siglos que habían pasado bajo el agua. Pitt encontró cerca una manguera de agua dulce y con mucho cuidado limpió la mayor parte de la capa de la caja de cerámica. Limpia y sostenida en alto a la luz del sol, su resplandor cegaba la vista. Un intrincado diseño floral, azul oscuro, rojo y turquesa, destacaba sobre el fondo, de un blanco brillante.

—Tiene algo marroquí —opinó Giordino—. ¿Crees que podrás quitar la tapa?

Pitt metió los dedos con cuidado por debajo del reborde sobresaliente de la tapa. Al ver que solo ofrecía una ligera resistencia, tiró con suavidad y la levantó. Estaba llena de agua fangosa; en el fondo, un objeto oblongo desprendía un brillo débil. Inclinó la caja hacia un lado para vaciarla de agua.

Introdujo la mano y sacó un objeto semicircular casi tapado por las incrustaciones. Para su sorpresa, descubrió que era una corona. La sostuvo con cuidado y notó el peso del oro utilizado en su confección; el metal precioso brillaba en aquellas partes donde estaba libre de sedimentos.

—¿Qué ven mis ojos? —se maravilló Giordino—. Parece sacada de la corte del rey Arturo.

—O de la cueva de Alí Babá —dijo Pitt, que miraba la caja de cerámica.

—Ese pecio no puede ser una vulgar nave mercante. ¿Crees que podría ser una embarcación real?

—Cualquier cosa es posible —asintió Pitt—. Al parecer, llevaba a bordo a un personaje importante.

Giordino cogió la corona y se la puso un tanto torcida en la cabeza.

—Rey Al, a vuestro servicio —exclamó con una reverencia—. Creo que con esto puesto podría atraer a alguna chica bonita de por aquí.

—Junto con unos cuantos tipos con chaquetilla blanca —se burló Pitt—. Echemos una ojeada a tu cofre.

Giordino volvió a meter la corona en la caja de cerámica y luego cogió el pequeño cofre de hierro. Al hacerlo, el candado corroído se partió y cayó sobre la toalla.

—La seguridad ya no es lo que era —murmuró, y apoyó el cofre en la toalla.

Como había hecho Pitt, pasó los dedos por los bordes de la tapa hasta que consiguió levantarla; sonó como si hubiese descorchado una botella. Dentro había muy poca agua, el cofre estaba lleno de monedas casi hasta el borde.

—Nos ha tocado el premio gordo. —Giordino sonrió—. Por lo visto, nos esperaba un retiro anticipado.

—No, gracias. No me apetece pasar mis años de retiro en una cárcel turca —dijo Pitt.

Las monedas eran de plata, estaban muy corroídas y había varias pegadas unas a otras. Pitt llegó al fondo de la pila y sacó una que brillaba, una moneda de oro que no había sufrido las consecuencias de la corrosión. Se la acercó a los ojos y vio el estampado irregular, señal de que había sido acuñada a golpes de martillo. En ambos lados se veían apenas unas letras árabes rodeadas por un anillo serrado. Pitt no tenía idea de la antigüedad ni el origen de la moneda. Los dos hombres examinaron con curiosidad el resto de las monedas, pero en el estado en que se encontraban no les dieron más pistas.

—Si nos basamos en nuestra limitada experiencia, diría que hemos topado con un pecio otomano —opinó Pitt—. Las monedas no parecen bizantinas; deben de ser del siglo
XV
o posterior.

—Habrá alguien que pueda datarlas con exactitud.

—Las monedas representan un hallazgo afortunado —asintió Pitt.

—Propongo que financiemos el proyecto un mes más y evitemos volver a Washington.

Una destartalada ranchera Toyota se acercó por el muelle y se detuvo delante de los dos hombres. Un joven sonriente de grandes orejas se apeó del vehículo.

—¿Un pasajero para el aeropuerto? —preguntó con voz titubeante.

—Sí, ese soy yo —contestó Pitt. Cogió su bolsa de la Zodiac.

—¿Qué hacemos con nuestros regalitos? —preguntó Giordino, que se había apresurado a envolver los objetos antes de que el conductor los viera.

—Me temo que se vienen a Estambul conmigo. Conozco al director de estudios marítimos del Museo Arqueológico de Estambul. El encontrará el lugar adecuado donde guardarlos y con un poco de suerte nos dirá qué hemos encontrado.

—Supongo que eso significa que el rey Al no disfrutará de una noche loca en Chios —dijo Giordino. Le entregó el paquete a su compañero.

Pitt miró el adormilado pueblo que se extendía a lo largo de la bahía y después ocupó su asiento en la cabina del Toyota.

—Para serte sincero —dijo cuando el muchacho ponía en marcha la ranchera—, no creo que Chios esté preparado para el rey Al.

3

El pequeño avión aterrizó en la pista del aeropuerto internacional Atatürk en Estambul minutos antes del anochecer. Avanzó entre un montón de jumbos comerciales enormes como un mosquito en una colmena y cuando llegó a la puerta de desembarque asignada se detuvo.

Pitt fue uno de los últimos pasajeros en descender del aparato, y en cuanto entró en la terminal se le echó encima una mujer alta y atractiva con el pelo color canela.

—Se suponía que llegarías antes que yo —protestó Loren Smith después de un largo abrazo—. Estaba temiendo que al final no vinieras. —Sus ojos violeta reflejaban alivio mientras miraba a su marido.

Pitt le rodeó la cintura con un brazo y la besó.

—Un problema con uno de los neumáticos del avión demoró la salida. ¿Hace mucho que esperas?

—Menos de una hora. —Arrugó la nariz y se pasó la lengua por los labios—. Sabes a sal.

—Al y yo encontramos un barco naufragado de camino al aeropuerto.

—Tendría que haberlo adivinado. —Le dirigió una mirada de reproche—. Creí que me habías dicho que no hay que mezclar el vuelo y el buceo...

—Sí. Pero el avión apenas ha superado los trescientos metros de altitud; no he corrido ningún riesgo.

—Como sufras el síndrome de descompresión mientras estamos en Estambul, te mato —dijo Loren abrazándolo fuerte—. ¿Ese pecio es interesante?

—Eso parece.

Levantó su bolsa de viaje, en la que había metido los objetos envueltos en la toalla.

—Hemos recuperado un par de objetos que deberían darnos alguna pista. He invitado al doctor Rey Ruppé, del Museo de Arqueología de Estambul, a cenar con nosotros esta noche con la esperanza de que aporte un poco de luz.

Loren se puso de puntillas y miró los ojos verdes de Pitt con el entrecejo fruncido.

—Cuando me casé contigo, me alegró saber que siempre tendrías al mar como amante —dijo.

—Por fortuna, tengo un corazón lo bastante grande para los dos —replicó Pitt con una sonrisa y abrazándola.

Cogidos de la mano, se abrieron paso entre la multitud hacia la salida. Allí tomaron un taxi que los llevó a un hotel en el barrio de Sultanahmet, el centro histórico de la ciudad. Se dieron una ducha rápida, se cambiaron de ropa y cogieron otro taxi hasta una tranquila zona residencial a una docena de calles del hotel.

—Balikçi Sabahattin —anunció el taxista.

Pitt ayudó a Loren a bajar a una pintoresca calle adoquinada. El restaurante estaba justo al otro lado, en una casa típica con estructura de madera construida en los años veinte. La pareja pasó entre las mesas de la terraza, hacia la puerta principal, y entraron en un elegante vestíbulo. Un hombre grueso de pelo ralo y sonrisa jovial se les acercó con una mano en alto en señal de saludo.

—Dirk, qué alegría que hayas conseguido encontrar este lugar. —Estrechó la mano de Pitt con la fuerza de una tenaza—. Bienvenido a Estambul.

—Gracias, Rey, es un placer volver a verte. Te presento a mi esposa, Loren.

—Encantado —dijo Ruppé con mucha cortesía, y estrechó la mano de Loren con menos vigor—. Espero que perdone a este viejo aficionado a las excavaciones la intromisión en la cena de esta noche. Mañana por la mañana viajo a Roma para un congreso de arqueología; esta era la única oportunidad que tenía de hablar con su marido sobre su descubrimiento submarino.

—De intromisión nada, en absoluto. Siempre me quedo embobada con las cosas que Dirk saca del fondo del mar —afirmó Loren con una sonrisa—. Además, nos ha traído a cenar a un restaurante encantador.

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