El compositor de tormentas (26 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: El compositor de tormentas
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Le costaba contemplar tanta belleza, exuberante y nueva.

«Maldito Newton, si estuvieras aquí…», se dijo, dedicándole al científico aquel espectáculo. A él, que había logrado fijar la ubicación de la melodía tan sólo a través de sus libros, cuya grandeza radicaba en saber contemplar el cosmos como un enigma, como los primeros hombres, vírgenes a un mundo puro e inexplorado.

Cerró los ojos y se sumergió en el universo paralelo que ya estallaba en sus oídos. Escuchó el rompiente de las olas ansiosas, el goce de la espuma desparramándose sobre la arena, las puntas de las hojas de palma tamborileando como una legión de insectos frotando sus patas, los troncos venciéndose por el viento…

Sentía una emoción difícil de describir, pero al mismo tiempo una suerte de desasosiego. Le faltaba el aire. Aproximarse a aquella isla tan grande como Francia y más hechicera que los reinos extraordinarios que atravesó Ulises en su regreso a Ítaca, le producía ganas de llorar. Aquel edén ocultaba una presencia, un latido… ¡Un latido! Entonces lo supo. Percibió la fuerza de un corazón único, un pulso repetido que emergía de la tierra y retumbaba en la bóveda celeste, que mantenía a la isla con vida y se aceleraba a medida que el barco se aproximaba, suplicándoles —¿o advirtiéndoles?—que dieran la vuelta.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —se lamentó.

Durante horas, que a él le parecieron minutos, bordearon el sur de la isla. No era capaz de separar la mirada de babor. A media tarde le sobresaltó el grito del contramaestre Catroux a su espalda.

—¡Allí está!

La Bouche subió a toda prisa la escalerilla del castillo de popa.

—Había llegado a creer que jamás volvería a ver esta bahía.

Matthieu fue tras él. Parado junto al timón contempló la playa, el peñón cubierto de vegetación.

—¿Aquello es Fort Dauphin?

—Lo que quedó tras la última batalla.

Sobre el acantilado envejecían los restos del bastión: muros destruidos, cañones oxidados y el eco de batallas pasadas, de flechas de fuego y de cuerpos cayendo al mar.

Se fijó en el rostro sin expresión de La Bouche. Los marineros se apelotonaron en cubierta. Callaban. La voz de Catroux, una vez más, sobrevoló la cubierta.

—¡Soltad el ancla!

Y Matthieu sintió en su propio pecho el llanto de la isla.

Su corazón detenido.

9

A
penas desembarcaron, los doce soldados de La Bouche subieron a lo alto del acantilado. Escogieron un rincón recogido para instalar un pequeño campamento y organizaron los turnos de guardia. Los muros que habían sobrevivido al incendio y a la furia de los anosy, a pesar de su estado de abandono, se erguían con cierta dignidad en su posición estratégica. Los marineros del
Aventure
permanecieron en la playa. Desde el primer momento se dedicaron a talar troncos de palmera para reparar las partes dañadas del barco. Ninguno lo confesaba, pero todos sentían verdadero pánico por el mero hecho de estar pisando aquella arena maldita. Sólo pensaban en poner rumbo hacia Bengala dejando en tierra, por fin, a aquel músico loco que les gritaba a las tormentas.

La Bouche lanzó una breve mirada a los restos del fuerte. La pólvora de la última batalla seguía abrasándole por dentro diez años después. Se retiró con un puñado de marineros a un extremo de la playa y ofició el entierro de los cinco caídos en las andanadas de aviso que lanzó el
Victoire.
Lo que más le preocupaba era que uno de ellos era el nativo malgache que había incorporado a la expedición como traductor.

Matthieu, harto de que los hombres le dieran la espalda cada vez que trataba de echar una mano, decidió sentarse en lo alto de una duna salpicada de matorrales. Pensó que debía sentirse feliz de estar allí, pero le torturaba la misma inquietud que al resto. No le atormentaban viejos fantasmas como a La Bouche, ni le había infectado el miedo que atenazaba a los marineros. Simplemente necesitaba saber por dónde empezar. Odiaba no controlar las situaciones, y mucho más sentirse desvalido. Estaba claro que aquella isla no era como Gorée, con sus calles de buganvillas y rastros de sangre en la arena que mostraban el camino. Miró a ambos lados. Se respiraba un extraño aroma, dulzón, como si se hubiera escapado de un almirez para encantamientos. Presentía que jamás encontrarían a nadie allí. ¿Por qué esa idea absurda? ¿Absurda? Se volvió hacia atrás. El paisaje que se divisaba más allá del fuerte estaba cubierto por cúmulos de calima. Tan sólo sobresalían las copas de los baobabs más altos.

Nadie.

Dejó caer la cabeza. Permaneció un rato jugando con la arena de forma inconsciente. Levantaba un puñado y el viento se lo arrancaba de la mano. Clavó la vista en el océano. Su mente se rebeló y se lanzó a sobrevolar el horizonte, allá donde pudiera haberse dirigido el
Victoire.
¿Dónde has ido?, pensaba. Habría dado cualquier cosa por recuperar un instante la mirada de la joven nativa, acariciar una vez el pelo negro que le caía sobre los pechos, hacer suyo un mero reflejo de las noches de luna estallando en su piel oscura.

La Bouche no había dejado de impartir órdenes a los suyos desde que fondearon en ¡a bahía. Vio a Matthieu apartado y fue hacia él. Avanzó con desgana, tirando de las botas que a cada paso se hundían en la arena blanca. Aunque jamás lo habría admitido, estaba agotado. Se dejó caer de costado junto al músico, tras quitarse el cinto con la espada y dos pistolas en fundas de cuero.

—Ya lo ves —dijo, mirando al mar—. Estamos al otro lado del mundo y sin embargo es el mismo cielo, la misma tierra…

—No lo es —repuso Matthieu—. Ni es el mismo cielo ni la misma tierra, como anoche no era la misma luna. ¿Dónde quedan ahora mis…?

Se dio cuenta de que el recuerdo de la nativa le absorbía de tal forma que incluso había olvidado durante unas horas la imagen que había llevado impresa desde su partida: sus padres sufriendo la pérdida de Jean-Claude, sentados en dos sillas separadas, ajenos al peligro que acechaba sobre toda la familia. Ni siquiera sabía cómo tenía que sentirse por ello.

La Bouche cambió el tono.

—Estoy deseando que llegue mañana y el
Aventure
siga su camino —dijo mientras se desperezaba estirando los brazos—. Si el usurpador Ambovombe se entera de que ha fondeado una nave con tanta cañonería se sentirá amenazado y lanzará sus hordas de guerreros contra nosotros sin darnos la oportunidad de explicarle a qué hemos venido.

—¿Acaso existe ese Ambovombe? Mirad a vuestro alrededor… En este sitio no hay lugar para el ser humano.

—¿Qué dices?

—Son los marineros, no yo, quienes hablan de ello. Dicen que los guerreros anosy que os expulsaron hace diez años eran demonios salidos del suelo, mezcla de tierra roja y agua salada.

La Bouche le contempló unos segundos sin decir nada.

—En cuanto el barco haya partido caminaremos hacia el interior —siguió—. Te recomiendo que no te dejes llevar por esas estúpidas leyendas.

—Entonces, ¿no es cierto?

—¿El qué?

—Que en Madagascar las plantas oyen y los animales se comunican entre sí produciendo unos sonidos que vuelven locos a los hombres.

—Limítate a pensar que en un abrir y cerrar de ojos el barco estará de vuelta, tú habrás copiado la melodía de esa sacerdotisa y regresaremos a Francia victoriosos. El rey tendrá lo que quiere y tú pasarás a formar parte de una de sus orquestas.

—¿Por qué suponéis que ése es mi deseo?

—Eres violinista. ¿Qué más podrías desear?

La Bouche se tumbó de espaldas sobre la arena y aprovechó para cerrar los ojos unos segundos. Matthieu se secó de forma inconsciente el sudor que le empapaba el cuello. ¡A qué velocidad parecía cambiar todo! En aquel momento no quería pensar en las delicadas armonías que desprendían al unísono «Los veinticuatro violines del rey», ni en los golpes que Lully propinaba con su vara a las tarimas de palacio para que sus músicos mantuvieran el pulso. Había viajado hasta el otro lado del mundo, como un poco antes había dicho el capitán, para acometer una misión que una vez allí se le antojaba ilusoria. ¿Hacia dónde debían dar el primer paso? Abajo, en la playa, el viento formaba remolinos y acumulaba montoncitos de arena al regazo de las palmeras recostadas sobre la espuma.

«El epigrama de Newton…», pensó de repente.

Metió la mano en la bolsa del violín y rebuscó entre las hojas pautadas, el pliego que Charpentier le había entregado justo antes de subir al carruaje en París. Lo mantuvo un rato sujeto con las dos manos sin llegar a desplegarlo. ¿Era el momento de leerlo? ¿Qué enigma escondía aquel puñado de líneas manuscritas por el científico? Por fin estaba en Madagascar, en la cuna de la melodía original, sin duda era el momento…

La Bouche se incorporó de pronto.

—¿Qué es eso?

—Nada —contestó Matthieu, cambiando de idea sin saber por qué y volviendo a guardar el pliego aún doblado en la bolsa—. El capitán Misson os pidió que os unierais a él —se le ocurrió decir.

—La sombra de Misson planea sobre estos mares desde que tengo memoria, por encima de los mástiles de los demás barcos —dijo La Bouche mirando al frente—. Te aseguro que no esperaba esa propuesta.

—Es extraño que no supiera nada de él.

—¿Por qué deberías haber sabido algo?

—En las tabernas de París se habla a menudo de los capitanes franceses.

—Misson no es francés.

—Pero el contramaestre dijo…

—Hace tiempo que Misson dejó de ser súbdito del rey Luis para convertirse en ciudadano de Libertalia.

—Ayer también mencionasteis ese lugar.

—Nadie sabe con certeza dónde está. Se cree que es una isla situada al norte, entre Madagascar y las Comores.

—Un refugio pirata…

—Libertalia es mucho más que un refugio. Se trata de una verdadera república, una colonia utópica en la que no existe el concepto de la propiedad privada y en la que todos los hombres son iguales entre sí —declaró, dotando al final de la frase de un forzado aire de burla.

—¿Con independencia de su color?

El capitán le clavó la mirada.

—Es un Estado utópico —repitió más serio—. Sus fundamentos quizá valgan en ese mundo, no en el nuestro.

Después de haber visto la pose que el pirata exhibía en el
Victoire,
con un pie sobre el bauprés y un gesto de absoluta serenidad en el rostro, a Matthieu no le costaba imaginar un Misson cultivado.

—Según dijo, han pasado más de veinte años desde que izó su bandera —recordó—. Eso me parece algo más que una utopía.

—El capitán Misson ha alimentado con acierto su propia leyenda, eso es todo. Maldito él y sus desvaríos… ¡Cuando llegó a Madagascar creyó haber sido iluminado!

Se recogió el pelo con una pequeña coleta en la nuca.

—Le envidiáis, ¿verdad? —le preguntó Matthieu, tras haber apreciado una nimia pero reveladora vibración en la voz del capitán.

—Estás tan loco como él. Eres tú el que debería haber saltado a su barco.

—No me refiero a su destreza con las velas —siguió atacando el músico, descubriendo por primera vez a un La Bouche vulnerable—. Quizá la libertad que forma parte de su enseña.

El capitán echó una ojeada a su alrededor.

—Sí que envidio el agua transparente. Aquí no hay templos ni cruces. Cada cual busca la espiritualidad a su manera.

Por un momento, sabiéndose tan lejos de casa con la única compañía de aquel hombre de aspecto indolente, Matthieu tuvo la esperanza de que el corazón de piedra del capitán también albergase algún anhelo humano.

La Bouche se incorporó. Recogió el cinturón y descendió por la duna con él en la mano. La punta de la espada dejó una línea sobre la arena.

El músico se volvió una vez más hacia el interior.

—¿Qué hay detrás de esa bruma? —dijo en voz baja.

Subió a lo alto del acantilado y caminó entre las ruinas hasta el lugar donde se habían instalado los soldados. Dos de ellos hacían guardia; el resto se había recostado a descansar al amparo de un murete que debió de ser parte de una celda, ya que aún conservaba algunas argollas clavadas a media altura. Se distinguía claramente la disposición de lo que fueron las diferentes construcciones del fuerte: el almacén, la armería, una casa de apariencia más noble que sirvió de residencia al gobernador Flacourt, los nidos de cañones oxidados que todavía apuntaban hacia el mar… Deberían haber previsto que el verdadero peligro llegaría desde el interior, pensó.

El sol, a punto de ponerse, derramaba sobre el paisaje un barniz purpúreo que resaltaba el ya de por sí color rojo de la tierra que se vislumbraba, bajo la fina capa de arena, más allá de donde acababan las dunas. Tierra roja… Era como si la isla estuviese repleta de sangre, y por ello desprendía tanto calor. Se secó la frente. El sudor atraía a unos extraños insectos que nacían con el ocaso y morían unos minutos después, por el pavor que les producía la oscuridad. Fue a sentarse al borde del acantilado. El barco se balanceaba con suavidad; el cabo del ancla se tensaba en el agua calma. Los marineros habían regresado a la nave y, reunidos en cubierta, se estremecían con las historias más espeluznantes que habían hecho circular los pocos soldados del gobernador Flacourt que regresaron vivos a Francia. Según contaban, los anosy despedazaban a los bebés de las aldeas vecinas para cortar los linajes y apoderarse de sus rebaños de cebúes, comían el corazón de sus víctimas para robarles su vigor y clavaban en aspa a sus prisioneros sobre el agujero de un termitero para que los voraces insectos les atravesasen el abdomen al salir de su refugio. ¡Estaban en la isla que la melodía del alma escogió para resguardarse!, se indignaba Matthieu mientras imaginaba a la tripulación improvisando torturas. ¡Deberían sentirse sobrecogidos, pero no por el miedo a monstruos imaginados, sino por la contemplación de tanta pureza!

Cuando la noche se apoderó de la bahía sacó su violín de la bolsa. No lo había tocado desde que interpretó el dueto para el Rey Sol en Versalles, la noche antes de su partida. Nunca en su vida había dejado de hacerlo durante tanto tiempo. Lo contempló unos segundos, como si fuera la primera vez, asombrándose de sus formas y de la delicadeza de la talla. Se sentó en un rincón apartado. Antes de colocarlo en el hombro pellizcó las cuerdas liberando una danza precisa. Paró. Allí estaba su música, esperándole… Movió los dedos para desentumecerlos. Llevó el instrumento a su posición natural y lanzó unas notas largas para afinar las cuerdas con la mano que sujetaba el arco.

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