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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (25 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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—¡Ahora! ¡Abrid portas de estribor!

El capitán Misson, que lo observaba todo junto al palo de mesana, no podía creerlo. Cuando ya suponía concluida la labor de aquel día de la forma más rutinaria le sorprendieron veinte cañones que le apuntaban a pocos metros de distancia, cada uno con su artillero con la mecha prendida. Al instante comprendió lo que ocurría. ¿Cómo podía haber sido tan ingenuo? Sin despegar los ojos de los de La Bouche, quien también se mantenía erguido y desafiante junto a lo que quedaba de una cruceta, gritó a sus hombres que no disparasen.

«No serás capaz…», pensó el corsario, mientras su segundo le observaba preguntándose por qué no actuaban. Todos los piratas respetaban la norma de no tomar ninguna decisión importante sin antes escuchar la opinión del segundo de a bordo, pero ambos sabían que en aquella ocasión no había tiempo para discutir. «No serás capaz…», seguía diciéndose Misson, tratando de adivinar cualquier mínima reacción en los ojos de su oponente.

—Pruébame —murmuró La Bouche, como si leyera sus pensamientos.

Durante unos segundos sólo se escuchó el ruido del mar, los crujidos roncos que desprendían los pañoles desde el fondo de la nave y los lamentos de los heridos, que estaban siendo llevados bajo cubierta para ser atendidos. Los artilleros aguantaban dispuestos a disparar, sujetando el prendedor a pocos centímetros de la mecha. Los que habían muerto eran apartados para que sus cuerpos no estorbasen. Más abajo, los carpinteros trataban de taponar una vía de agua abierta en la aleta de estribor por una bala perdida, que inundaba la sentina. Los dos barcos a punto de acostarse, se balanceaban como péndulos; la distancia era tan corta que Matthieu pensó que sus arboladuras chocarían en cualquier momento.

—¡Sois hábil! —gritó por fin Misson desde el
Victoire,
sujetándose a una escala para mantenerse en el borde de la barandilla, casi sobre el agua—. ¿Sabéis quién soy?

La Bouche se colocó en la misma posición, quedando tan cerca del pirata que parecía que llegarían a tocarse si ambos estiraban las manos. No pudo evitar contemplar el tatuaje rojo que le cubría el lado derecho de la cara: un reguero de lágrimas de sangre que, bajo el ojo orlado de khol, se derramaban por el pómulo y, atravesando la mandíbula, seguían escurriéndose por el cuello.

—Después de tantos años cruzando este mar era extraño que aún no me hubiese encontrado contigo.

—¿Por qué tantos cañones? —exclamó, siendo capaz de dotar a la frase de un tono jovial en medio de la tensión—. ¡Tu carga tiene que ser muy valiosa!

—Nada encontrarás en mi bodega, a no ser que andes buscando unas cuantas gallinas o unos miserables esclavos de Senegal con los que engrosar tu pintoresca tripulación.

Matthieu se fijó en que muchos de los hombres de Misson eran negros.

—En ese caso habrás de ser tú el objeto valioso —repuso el corsario sin replicarle—. ¿Cuál es tu nombre?

—La Bouche —contestó orgulloso.

Misson intercambió unas palabras con el cabo de brigadas. Se volvió, sorprendido.

—¿Eres el La Bouche que libró las batallas contra los mogoles en el golfo de Bengala? ¿El cazador de corsarios de la costa de Zanzíbar?

—No sabía que ésos eran mis éxitos más sonados.

—¡Maldita sea! —rompió a reír el corsario—. ¿Dónde está el
Fortune?

—¿Conoces mi antiguo barco?

—Hace más de veinte años que fundé Libertalia, y si esa pequeña república ha sobrevivido es porque terminaba con mis enemigos antes de que ellos viniesen a por mí. Si tú supieras… ¡En más de una ocasión salí a buscarte! ¡Tuviste suerte!

—O quizá la tuviste tú.

Misson volvió a estallar en una nueva carcajada.

—¿A qué te dedicas ahora? No te habrás vuelto un maldito cortesano…

—Sigo en el mar, pero he cambiado de ruta —se limitó a contestar La Bouche.

Sus miradas permanecieron ancladas durante unos segundos en los que sólo se escuchó el batir de las velas.

—¿Por qué no te unes a nosotros? —le preguntó Misson de repente.

Toda la tripulación se quedó de una pieza. La Bouche fue el primer sorprendido. Aquella propuesta era lo último que esperaba oír. Los hombres, desde el primero hasta el último, fueron girándose hacia él esperando ver qué contestaba. Al menos, tal y cómo transcurría la conversación entre los capitanes, volvían a albergar la esperanza de no cenar en el infierno.

—¿Me estás ofreciendo acompañarte a Libertalia?

—¿Dónde podrías estar mejor que en nuestra isla? ¿Cuánto te paga la Compañía?

—Eres tú el que predica que la vida no ha de regirse por las normas que impone el oro.

—¿Y entonces? ¿Acaso te espera en Francia alguien tan importante como para que renuncies a una vida de libertad absoluta? ¡Únete a mi consejo y entrarás en los auténticos libros de historia!

Libertalia… Una república en pleno océano. Matthieu nunca había oído aquel nombre. ¿Dónde estaba esa enigmática isla de la que hablaban? ¿Qué había en ella que la hacía especial? En ese momento, mientras los dos capitanes se convencían de que el otro no iba a dar la orden de disparar su cañonería, una mujer de piel cobriza y lacia melena negra, cubierta tan solo por una camisola blanca de hombre que le tapaba hasta los muslos, se asomó con timidez por la portezuela del camarote de Misson.

«¿Quién eres…?», pensó el joven violinista.

Fue como si toda la música que corría por sus venas estallase al mismo tiempo en una sinfonía fantástica. Se apoyó en la barandilla de babor para contemplarla mejor. La mujer cruzó la cubierta para refugiarse detrás del palo de mesana. Sus enormes ojos derrochaban misterio y se abrían aún más a cada momento para mirar a izquierda y derecha con curiosidad infantil. No tardaron en encontrarse con los de Matthieu. Durante un instante ambos quedaron anclados el uno al otro, ligados por una fuerza sobrenatural. Nunca en su vida había experimentado una sensación semejante. ¿Se podía ver a alguien por primera vez y al instante necesitarlo para seguir respirando? De inmediato supo que algo estaba ocurriendo en su interior. Tras la explosión armónica inicial se había hecho el silencio en su cabeza. El silencio… De repente no había ninguna música, ningún sonido. Se había adentrado en una burbuja de silencio virgen y sólo ansiaba que aquella mujer le acompañase para llenarla entre los dos con los latidos acompasados de sus corazones.

El grito bronco del contramaestre Catroux rompió el hechizo.

—¡Hombre al agua!

Todos se inclinaron a mirar quién había caído. Era uno de los negros de la bodega. Había saltado desde el
Aventure y
trataba de aferrarse a un cabo que le salió al paso, lanzado de inmediato desde el
Victoire.

—¡Es el
griot!
—se percató Matthieu—. ¿Por qué ha hecho eso?

—Maldito esclavo… —masculló La Bouche con desprecio, y se volvió hacia el músico—. ¡Ya ves cómo te paga que arriesgases tu vida por él!

El
griot
se asió al cabo. Al recibir el primer tirón se dio la vuelta y golpeó con el costado contra el casco, pero consiguió sujetarse y ascendió a pulso, doliéndose de la herida que aún no había curado del todo. Dos negros de la nave pirata le subieron a cubierta. El agua salada escurría por su piel de ébano como si estuviera untada con aceite de ballena. La tripulación contemplaba atónita su envergadura.

—Ya tengo mi botín —declaró Misson con sorna.

Catroux miró fijamente a La Bouche, rogando al cielo que no pecase de confiado y dijera algo acertado.

—¿Qué harás ahora? —se limitó a preguntar éste con una arrolladora naturalidad.

—Viraré sin abrir fuego —le contestó el pirata con el mismo tono—. No quiero irme al fondo contigo.

El plan había funcionado.

—¿Y después?

—¿Temes que vuelva a por ti cuando recupere una buena posición?

Parecía que leyera sus pensamientos.

—He dicho a los hombres que eres un caballero del mar —declaró La Bouche.

Misson rió complacido.

—Si te arrepientes de no haber aceptado mi oferta ve al antiguo cementerio de barcos de Sainte Luce y busca a Caraccioli. Estoy renovando las cartas náuticas de Madagascar y él se ocupa de trazar las derrotas de la costa de la vainilla, por lo que tarde o temprano pasará por allí.

—¡Cuídate de no cruzarte de nuevo conmigo! —gritó La Bouche más relajado.

—¡Que tengas buen viento y buena caza! —se despidió Misson antes de saltar a cubierta.

Matthieu, que seguía hechizado por la mujer de piel cobriza, dedicó una mirada de despedida al
gñot.
Éste levantó la vista al cielo y entonó una breve melodía, áspera y tranquila como las manos de un anciano. El cántico envolvió a las dos naves. La mujer se tapó los oídos con las manos con un movimiento rápido y, como llevada por un arrebato de vergüenza, corrió de vuelta al camarote.

—No te vayas… —susurró el joven músico.

El capitán Misson dio la orden de virar. Matthieu cerró los ojos. Para cuando volvió a abrirlos el
Victoire
les daba la popa y se alejaba rumbo al horizonte rosa de las tardes de África.

8

C
ayó la noche. Matthieu seguía recorriendo la cubierta entre los palos astillados y los trapos rasgados. Los gritos agónicos de los marineros retumbaban lejanos en su mente, acaparada por los ojos de la nativa que se escondía tras el mástil del
Victoire.
Quería convencerse de que había sido una mera ilusión. ¿Qué tenía aquel mar en el que todo parecía estar tocado por los dioses: la valentía de los hombres, el honor de los capitanes y la belleza, plasmada de forma sublime en el rostro de la enigmática mujer de la camisola blanca? Era consciente de que se estaba adentrando en otro mundo, en un universo de fantasía más allá de las cartas náuticas.

Notó una presencia. Se apoyó en la balaustrada y miró al cielo. Un círculo enorme y nacarado surgió entre las nubes y prendió una estela sobre el mar que destelló como una mecha trémula hasta alcanzar el casco de la nave.

La Bouche se acercó despacio hasta donde se encontraba el músico. Parecía una sombra más entre los palos.

—Ya has probado el agua y la sal —dijo, repentinamente cordial.

—¿A qué os referís?

—El mar exige tanto como da.

—Ni siquiera recuerdo todo lo que hemos pasado desde que zarpamos de La Rochelle.

—Seguro que creías que iba a ser distinto.

—Estaba convencido de que nuestro único enemigo era el tiempo.

—Conseguirás transcribir la melodía y regresaremos a París para la fecha prevista.

Matthieu, complacido, se giró de nuevo hacia el mar.

—No parece la misma luna que en Francia.

—Los primeros cartógrafos árabes bautizaron a Madagascar con el nombre de la isla de la luna.

El músico no se resistió a sacar la conversación.

—Esa mujer…


¿A
quién te refieres?

—Sobre la cubierta del
Victoire.

—No vi a ninguna mujer allí.

—Salió del camarote y permaneció quieta tras el palo de mesana mientras hablabais con Misson.

—¿Era bella?

Matthieu no contestó, como si el hacerlo hubiese supuesto ultrajarla. La Bouche interpretó su silencio como una respuesta afirmativa.

—Me alegro por él.

—He estado pensando en ella…

—Eres un hombre, como Misson y como yo.

—No es eso.

—¿Qué te preocupa?

—No quiero que me toméis por un loco.

—Puedes decir lo que quieras. Después de lo que ha pasado hoy te resultará difícil sorprenderme.

—Cuando el
griot
subió al
Victoire
y comenzó a cantar —le explicó por fin—, esa mujer se tapó los oídos y se encerró a toda prisa en el camarote. Ese gesto…

—Sigue —le pidió el capitán, intrigado.

—Si la Garganta de la Luna tiene encomendada la labor de no adulterar la melodía original durante toda su vida…

—¿Hablas de la sacerdotisa que hemos venido a buscar?

—Sí. Quizá adivinó la profundidad del canto del
griot y
quería evitar sentirse influida por él.

—¿Qué demonios podría estar haciendo la sacerdotisa en el barco de Misson?

Matthieu reculó de inmediato.

—Es posible que sólo necesitase decirlo para demostrarme a mí mismo que es absurdo.

—Desde luego que lo es. Mañana avistaremos tierra —le anunció poniendo fin a la conversación.

—¿Lo sabéis?

—Mira a estribor.

Se asomó. En un primer momento no percibió nada que le llamase la atención, aparte de la argentina estela de la luna. Siguió fijándose y, al poco, escuchó un fuerte soplido.

—¡Son ballenas…!

A unas cincuenta brazas del barco, dos masas negras asomaban y volvían a sumergirse con parsimonia.

—Han venido hasta aquí para aparearse. Suelen hacerlo en las costas de Madagascar por estas fechas.

—¡Jamás imaginé que fueran tan grandes!

—No hagas muchos aspavientos. Para los indígenas eso trae mala suerte. Si avistas una ballena has de tener la suficiente serenidad como para pasar junto a ella sin inmutarte. De otro modo…

—¿Qué ocurre?

—Son sólo supersticiones. Tú disfruta de ellas, ¡quién sabe si volverás a ver alguna! —Se alejó hacia su camarote—. ¡Y es sólo el principio! —exclamó sin volverse—. ¡Por la mañana tendrás la oportunidad de contemplar con tus propios ojos el poder salvaje de la naturaleza!

El capitán tenía razón. Apenas había amanecido cuando el murmullo del mar se hizo distinto. Matthieu, que llevaba horas tratando de conciliar el sueño, salió de nuevo a cubierta. ¿Qué ocurría? En menos de una ampolleta el vigía gritó «¡Tierra a la vista!» y se desató el embrujo.

Corrió hacia proa. El capitán concentraba toda su dignidad en una pose caballeresca frente a la única tierra que a lo largo de su vasta carrera no había conseguido dominar.

—El poder salvaje de la naturaleza…

—Nunca olvides esta imagen.

Sin duda merecía ser recordada. La mera visión de aquella diminuta porción de la inmensa Madagascar cincelada sobre el mar ya abrumaba. Mucho más que las playas doradas de Gorée, más que los cortados de roca del golfo de Guinea, más que las incandescentes dunas de Namibia. Tenía todo al mismo tiempo. A medida que se acercaban fue distinguiendo la arena blanca salpicada de restos de tiburones varados; las colinas inundadas de extrañas palmeras abiertas como la cola de un pavo real; las cordilleras de picos irregulares que se alzaban con las formas caprichosas de una gran hoguera petrificada.

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