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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (28 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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Los soldados, tras convencerse de que no tendrían que luchar aquella noche, se desperdigaron por la explanada sin dejar de mantenerse atentos a cualquier movimiento de los anosy. Matthieu consideró que ya era momento de acercarse. El capitán los presentó y se sentaron los tres junto al fuego. Por más que lo intentaba, La Bouche no comprendía nada. Su amigo se comportaba como si aquellos indígenas fuesen su familia. Dedicó una mirada fría a los guerreros que tímidamente se asomaban por detrás de las rocas. El anciano de barro también había ido a sentarse a la vera de Pierre. Un poco más apartado, el niño seguía golpeando las cuerdas del sitar, generando unas inesperadas melodías percusivas que se entrelazaban entre sí como los camaleones a las ramas, saltando de una a otra con la agitación pausada del vuelo de las libélulas.

—Esa batalla a la que aludís… —se interesó Matthieu.

—La noche que cayó Fort Dauphin —le informó Pierre con naturalidad.

—Fue una jornada funesta —recordó el capitán—. Regresábamos de Bengala y teníamos previsto hacer una escala para después informar a París de cómo iban las cosas por aquí. Cuando estábamos preparándonos para fondear avistamos un centenar de anosy que se disponían a atacar el bastión.

—¿Y qué hicisteis? —preguntó Matthieu.

—Tocar zafarrancho y echar al mar todos los botes para acudir en ayuda de nuestros compatriotas. En menos de una hora habíamos conseguido frenar la embestida e incluso forzar una retirada. Ése fue el problema. Después de una victoria tan cómoda ninguno de nosotros podía prever que los anosy lanzarían un nuevo ataque aquella misma noche.

—La mitad de nuestros hombres estaban borrachos —recordó el médico.

—Salieron de todas partes, cientos de ellos, y a partir de entonces… —A La Bouche, por más que lo intentaba, le costaba pronunciar cada palabra delante del jefe anosy. Hizo una breve pausa y terminó la frase despacio, arrastrando una manifiesta carga de resentimiento. A partir de entonces todo fueron gritos de terror, miembros mutilados y sangre francesa en la playa.

Durante unos segundos, en la hoya del baobab sólo se escuchó la respiración del capitán, de repente agitada.

—A la mañana siguiente —retomó Pierre—, las mujeres de la tribu que recorrían el escenario de la batalla rapiñando los cadáveres de los blancos se dieron cuenta de que yo todavía respiraba.

—Tuviste suerte de que no te remataran…

—Si el rey no hubiera intercedido —continuó, volviéndose con cariño hacia el anciano de barro—, me habrían empalado allí mismo. ¡Qué mejor advertencia para cualquier barco que osase acercarse! Yo no esperaba otra cosa, así que traté de serenarme concentrándome en curar la herida del brazo, ajeno a los ojos que me atravesaban y al filo de sus hachas. ¡Pensé que sería lo último que haría en mi vida, así que decidí hacerlo bien! —rió—. Cautericé la piel con cuidado utilizando mi propia pólvora, anduve despacio hasta la orilla, me puse un emplaste de algas que había visto preparar en la India y…

—¿Y?

—Y, sin quererlo, convencí al rey anosy de que le servía más vivo que muerto. Me rogó que utilizase mi técnica para sanar a sus súbditos heridos.

—Todavía no puedo creer que hayas convivido con ellos.

—En un primer momento pensé que me había tocado renacer en el infierno. Pero pronto me di cuenta de que…

Se detuvo.

—¿Qué ibas a decir?

—Los anosy sólo estaban defendiendo su tierra, capitán. Se limitaban a proteger a sus mujeres, a sus hijos, su tradición.

Bebió del agua que portaba en la cáscara seca de un fruto alargado. A Matthieu le fascinaba aquel médico francés que, a pesar de sus circunstancias, desprendía un sosegado hálito de felicidad, e incluso de orgullo por aquellos que un día intentaron matarle.

—Si he de serte sincero —siguió Pierre—, al principio me aferré a la idea de que el rey Luis enviaría una flota para arrasar la isla. Me sentaba en las piedras caídas del fuerte con la mirada congelada en el horizonte y esperaba. Pero fueron pasando los días, y los meses, y perdí toda esperanza de regresar a Francia. Lo bueno —remarcó, dirigiéndose a La Bouche —es que recuperé mi curiosidad científica y comencé a fantasear con todo lo que podría encontrar más allá de los parajes desérticos de la costa.

—Maldito médico biólogo… —saltó el capitán, aparentando estar más relajado—. ¡Siempre te gustaron más los animales que las personas!

—Una mañana —prosiguió—, habrían pasado unos dos años desde la batalla, me levanté con suficientes arrestos como para emprender un viaje al interior. ¡Tomé la decisión más sabia de mi vida! Atravesé selvas húmedas cuyos árboles no dejaban pasar la luz del sol y ascendí una sierra más alta que los Alpes. Me maravillaba a cada paso de la riqueza de esta isla… Estuve viajando durante casi siete años.

—¡Siete años! —exclamó Matthieu.

—No podéis imaginar lo que vi en el interior —continuó emocionado el médico—. ¿Qué creerán saber los ingenuos zoólogos de la Academia Real de Ciencias, o los botánicos que confeccionan herbolarios en Versalles? Madagascar es un paraíso completo, un Arca de Noé anclada en medio del océano. Vivo entre mamíferos de largas colas que se sientan como personas y bailan con los brazos en alto, estoy rodeado de plantas que sangran y de insectos que no caben en la palma de la mano. Y mirad este baobab: los anosy cuentan que su dios, en un arrebato de ira, arrancó el árbol que había aquí antes y lo volvió a lanzar con fuerza contra el suelo, clavándolo del revés y dejando al aire su cogollo de raíces desgarbadas. Todo es posible en esta isla mágica.

—Envidio tu pasión —le confesó Matthieu con familiaridad.

—¿Por qué no me cuentas algo sobre ti? —le propuso Pierre de forma inesperada—. Te aseguro que lo que más ansío en este momento es escuchar palabras pronunciadas en mi bendita lengua.

—Nuestro músico vive en un mundo diferente —apuntó La Bouche.

Matthieu le dedicó una mirada inexpresiva.

—Después de escuchar tu historia no podría contarte nada que sonase interesante.

—La verdad es que me miras como si estuvieras ante una aparición —rió—. ¡Quizá eso es lo que soy y ni siquiera yo lo sé!

Pierre y La Bouche siguieron hablando acerca de cómo habían cambiado las cosas en Francia tras la reciente muerte del ministro Colbert, a quien había sucedido el marqués de Louvois, y también de viejos amigos comunes y de antiguas gestas, entre las que también salió a relucir Gilbert el Loco, el héroe de guerra que había desposado con la conocida soprano Virginie du Rouge. Matthieu se limitó a escuchar en silencio, dejándose llevar por el repiqueteo de las llamas que nacían y morían a cada instante, que mutaban frente a sus ojos como aquella isla de piedra negra y tierra roja en la que todo parecía dar forma a un único y fantástico ser rebosante de vida.

Un ser que no dejaba de vigilarlos.

Esperando su momento.

11

E
l primer destello rosáceo en el horizonte los sorprendió hablando sobre la epidemia que sufrieron la última vez que cruzaron el golfo de Aden. Pierre lo recordaba con pena por los hombres caídos, pero también con emoción. Cada momento de su vida en el barco, hasta los más duros, estaba cargado de épica.

—Las batallas navales tenían sus códigos —le explicaba a Matthieu para satisfacción de La Bouche —, los oficiales eran verdaderos caballeros y se respetaban como tales. En el mar no tenía cabida la crueldad gratuita.

El rostro del médico se llenó de gravedad. La Bouche supo que había llegado el momento.

—¿Por qué no nos cuentas lo que ha pasado aquí?

Pierre suspiró y adoptó un tono doloroso.

—Como os he dicho antes, pasé dos años protegido por el antiguo rey como si fuera un miembro más de su familia. Es cierto que él luchaba de forma encarnizada contra cualquiera que quisiera invadir la isla, nosotros lo sabemos mejor que nadie, pero también lo es que no vivía para la guerra. Hasta que fondeó aquí el primer barco de la Compañía de las Indias Orientales, había regido el sur de Madagascar con una estructura casi idílica sustentada en el respeto mutuo entre los diferentes clanes familiares. No contaba con que su verdadero enemigo sería sangre de su sangre…

—Estamos al tanto de lo que ha hecho el usurpador.

—¿Han llegado a París noticias de Ambovombe? —se extrañó Pierre.

—Sabemos que tiene sometidos a todos los clanes.

El médico dedicó una mirada de conmiseración al antiguo rey y a los demás anosy que dormían agrupados bajo las ramas del baobab.

—Ambovombe tenía claro que, para hacerse con el poder, era necesario exterminar a los seguidores de su padre. Imaginaos lo que encontré cuando regresé de mi viaje por el interior. Me fui de un paraíso y regresé a la devastación absoluta, a los despojos de la barbarie llevada más allá de los límites de lo humano. La grandiosa aldea del antiguo rey había sido arrasada y de su tribu sólo quedaron estos pocos que veis aquí, los únicos que pudieron escapar. No tuvo piedad ni con las mujeres ni con los niños; sus guerreros llevaban a los recién nacidos atravesados en sus lanzas…

No pudo continuar. Permaneció unos segundos cabizbajo.

—¿Cómo consintieron esta matanza los jefes de los demás clanes? —preguntó Matthieu—. Si se hubieran unido…

—En esta isla no basta con tener de tu parte a los hombres. Para imponer tu ley has de trabar una alianza con los espíritus.

—¿A qué te refieres?

—Para cuando Ambovombe se alzó contra su padre ya se había asegurado anular las voluntades de sus adversarios, y no sólo valiéndose del terror que infunden sus hordas de guerreros. Su arma fundamental proviene del más allá.

—Pero ¿qué estás diciendo? —saltó La Bouche.

—Ambovombe consigue todo lo que desea gracias al canto de su sacerdotisa. Cuando ella canta, los nativos caen bajo su hechizo, se convierten en marionetas al servicio del usurpador.

—¿Su sacerdotisa? —se estremeció Matthieu.

—Esa mujer encarna un mito ancestral de la isla: la Garganta de la Luna. Dicen que la madre naturaleza se sirve de sus cuerdas vocales, que su melodía es más antigua que el tiempo.

Matthieu no podía controlar su emoción. ¡Newton estaba en lo cierto! ¡Aún había esperanza para sus padres y para su tío Charpentier! Habría querido dejarse llevar y desvelarles que tenían al alcance de la mano la mismísima melodía del alma, la ansiada llave de la nueva alquimia, pero no dijo nada. Era necesario que Pierre siguiera pensando que se trataba de un simple mito del África antigua y que La Bouche lo creyera otro capricho más del fantasioso Rey Sol, destinado a engrosar la colección de objetos raros que guardaba en el gabinete de Versalles.

—¿Cómo acabó alguien como ella bajo el yugo de ese salvaje? —preguntó Matthieu.

—Las Matronas de la Voz, el clan al que pertenece, precisan de un reino potente que las proteja. La joven Luna no tenía otra opción.

—¿Luna?

—Así llaman a la sacerdotisa.

—¿Qué más sabes sobre esas Matronas de la Voz? —le apremió La Bouche.

—Tras los alumbramientos entregan a los varones a las familias de los poblados vecinos y se quedan con las niñas. De entre ellas, cada cierto tiempo, surge una Garganta de la Luna.

La reconocen por su llanto al salir del vientre de una matrona. Desde ese mismo instante todas las demás se dedican en cuerpo y alma a que sus oídos jamás escuchen otro canto aparte de su melodía sagrada.

—Así la preserva sin introducir matices externos… —supuso Matthieu, fascinado.

—Tal y como fue entonada la primera vez, al principio de los días —completó Pierre—. Hace tiempo asistí a una de esas ceremonias.

—¿La has oído cantar? —exclamó el músico con expectación.

—Fue hace años, antes de iniciar mi viaje por el interior. Estábamos en un ritual de invocación al dios Zanahary. Ambovombe, que ya estaba gestando el plan para derrocar a su padre, había comenzado a servirse del embrujo que producía la sacerdotisa para mostrar al resto su creciente poder. Recuerdo que los jefes de varios clanes se habían congregado en una playa cercana a Fort Dauphin para el sacrificio de los cebúes. Aún fluía la sangre cuando apareció Luna. Imaginad la escena: cuatro guerreros la portaban sobre un enorme escudo hecho con hojas de palmera trenzada… Apenas era una adolescente, pero ya resultaba embriagadora, erguida como una diosa en todo su esplendor sobre la arena teñida de rojo. Cubría su desnudez con pieles de cola de lémur; una mujer del clan a sus espaldas, también subida al escudo, le tapaba ambas orejas para que no escuchase ningún sonido. —Se detuvo unos instantes—. Os aseguro que cuando se incorporó y comenzó a cantar se interrumpió el oleaje y el viento dejó de soplar.

Permaneció callado durante unos segundos, como si honrase su magia. Matthieu le miró fijamente.

—¿Has dicho que una de las Matronas de la Voz le tapaba ambas orejas?

—Sí.

El músico se volvió hacia La Bouche. No hizo falta recordarle la conversación que habían mantenido en el barco después del encuentro con Misson. ¡La nativa que iba a bordo del
Victoire
también se tapó instintivamente los oídos cuando el
griot
comenzó a cantar!

—Aquella mujer no era la sacerdotisa —le desengañó el capitán, leyendo sus pensamientos.

—¿Qué ocurre? —les preguntó Pierre.

—Nada, sigue.

Pero el médico interrumpió su relato. Le contempló durante unos segundos, quizá percatándose del excesivo interés del capitán por aquel clan de mujeres.

—Todavía no me has dicho a qué has vuelto —inquirió por fin—. Desde luego no ha sido para buscarme…

—Tengo una misión que cumplir.

—¿Aquí? ¿Qué misión?

—Matthieu es la misión. Es complicado…

—¿No vas a explicármelo?

El capitán dudó un instante, pero terminó por confesar sin ambages. Al fin y al cabo, para entonces ya había pensado servirse de Pierre como intérprete. Le había llegado como un regalo del cielo.

—Matthieu ha de transcribir la melodía de esa sacerdotisa.

Al escuchar esas palabras, el rostro de Pierre se tornó aún más serio de lo que ya estaba.

—No puedo creerlo…

—No sé de qué te sorprendes. Conoces tanto como yo las excentricidades de nuestro soberano.

—Debí haberlo imaginado…

—¿Qué mascullas?

—Tenías que regresar a esta isla para violar lo más sagrado que posee… ¿Ya no le basta al rey Luis con esquilmar las fuentes de ultramar?

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