Austera y vacía, tan sólo se diferenciaba de la otra cabaña por su función y por el nivel de atracción que cada una ejercía sobre esos ancestros a los que se suponía vagando por una dimensión difusa pero que, sin embargo, no dejaban de asomarse a la vida diaria de los anosy. Las indígenas depositaron en un extremo de la choza media calabaza hueca que contenía un líquido oscuro y, directamente sobre el suelo de tierra, un montón amarillento de algo que quizá fuese harina tostada. Pierre utilizó el líquido para limpiarse las heridas que le habían hecho en la cara los guerreros cuando le arrastraron hasta el círculo ritual. Tampoco dudó en echarse a la boca un puñado de aquella comida. Matthieu no tenía hambre, ni sed, ni siquiera podía moverse, ni apenas pensar. Permanecía recostado sobre una de las paredes. El fraseo le había consumido, cada latido de su corazón le requería un esfuerzo, pero a pesar de su estado no dejaba de repetirse una pregunta: ¿de qué los consideraban culpables?
—No sé qué habrá pasado por la cabeza de ese demente —comentó Pierre mientras masticaba otro puñado de comida—. ¿Qué demonios has tocado? ¡Piensa en otra pieza para después!
Matthieu prefirió obrar con cautela y no hablar del fraseo de la tormenta hasta saber con certeza qué había ocurrido.
—Primero tendré que recuperar mi violín —se limitó a decir, volviéndose hacia la entrada de la choza en el momento en que alguien abría la portezuela desde fuera.
Los condujeron hasta la explanada donde se había celebrado el sacrificio del cebú. Los indígenas formaban un único cuerpo sudoroso de mil cabezas. Los tres franceses apenas podían avanzar por el espacio que iba abriéndose a su paso. Entre el humo de las hogueras y el aplastante calor, el poblado se velaba tras una ondulante capa neblinosa. Resultaba difícil respirar. El usurpador Ambovombe estaba sentado al fondo, sobre un pedestal de troncos cubierto de pesos españoles de plata que cuatro guerreros acababan de volcar a sus pies.
—¿Para qué quiere esos montones de monedas? —murmuró Matthieu.
—Para deslumbrar a sus vasallos —le aclaró Pierre.
Pero no se trataba sólo de un signo de prestigio social. Ambovombe, quien desde niño había estudiado a los franceses que trataban de afincarse en Fort Dauphin, sabía que los pesos de plata eran mucho más perdurables que las perlas de vidrio que se fabricaban en Europa para estafar a los nativos de ultramar. Su extrema intuición compensaba con creces su incultura, si es que podía tildarse de inculto a alguien que había sido criado al amparo de la sabiduría natural del antiguo rey.
—No es tan ingenuo como otros reyes de la costa oeste africana —intervino La Bouche —. Por eso nos ha dado una oportunidad.
—Si nos la ha dado ha sido gracias a mi música.
—Callad y bajad la mirada —sugirió Pierre deteniéndose frente al pedestal.
A Matthieu le dio un vuelco el corazón cuando vio que Ambovombe llevaba su violín en la mano, agarrado de forma burda por el astil. Más que nunca lo sintió como una parte arrancada de su cuerpo.
—¿Dónde has aprendido la música que tocaste en la choza? —le preguntó el usurpador sin preámbulos.
Su voz quemaba como un ascua.
Pierre tradujo aquellas primeras palabras y esperó la respuesta del músico con la misma impaciencia que atenazaba al indígena.
—Dile que la tenía anclada en el corazón.
—Matthieu…
—Traduce, Pierre.
—Di de una vez qué demonios tocaste en la choza y deja que yo me ocupe del resto —insistió el capitán apagando la voz—. No lo estropees ahora.
—Tra… du… ce, Pierre —repitió Matthieu remarcando cada sílaba.
El médico tradujo. Sobre el rostro contenido de Ambovombe se cruzó una mueca de indignación.
—¿Habías estado antes en mi isla?
Matthieu tragó saliva. Le ponía enfermo ver cómo agitaba el violín en el aire sin ninguna delicadeza.
—No.
—¿Y cómo podías conocer la melodía sagrada? —gritó, ahora de forma desaforada.
—¿Sagrada? —se giró el capitán.
—¿Acaso sabes dónde está esa serpiente? ¿Cuándo la has oído cantar?
Matthieu revivió de súbito el cúmulo de sensaciones que estallaron en su interior el día que vio a la nativa de piel cobriza sobre la cubierta del
Victoire.
¡Sabía que era ella! ¡Su sacerdotisa, su melodía! Acarició su recuerdo, de forma sutil, olvidando por un instante dónde se encontraba. Le hacía feliz saber que, aun cuando sus caminos jamás volverían a cruzarse, se llevaba consigo una brizna de su voz pura.
La Bouche le miró asombrado.
—Así que era verdad… Escuchaste el canto de la sacerdotisa a través de la tormenta. Era real…
—Fue sólo un fraseo —respondió, controlando la emoción que crecía en su interior.
—Y días después —siguió murmurando el capitán—, la mujer que viste en el barco de Misson…
—Traté de decíroslo. Ella se tapó los oídos al escuchar el canto del
griot…
—No es posible… —La Bouche seguía devanándose los sesos recordando la noche de la tempestad—. ¿Cómo pudimos estar tan cerca de su nave como para que oyeras su canto?
Pierre no salía de su asombro.
—¿Sabíais que Luna había huido con el pirata?
El rictus de Ambovombe se descomponía mientras esperaba una respuesta que el francés no le daba. Sus súbditos le observaban atemorizados, temiendo que fuese el preludio de un nuevo ataque de ira como los que sufría desde que la sacerdotisa escapó con el pirata. Finalmente estalló. Gritó algo que Pierre no llegó a entender y lanzó con furia el violín hacia el cielo.
Ascendió dando vueltas sobre sí mismo.
Matthieu sintió que se detenía el tiempo.
«Mi violín…»
Fue a caer en medio de la multitud. Uno de los anosy lo cogió al vuelo. Los que estaban a su alrededor reventaron en una carcajada nerviosa. Lo contemplaban con una irresistible curiosidad, pero al mismo tiempo les aterraba tocarlo. Fueron pasándolo de unos a otros, en realidad quitándoselo de encima como si quemase. Matthieu se introdujo entre la masa, haciéndose hueco a empujones y gritando como un loco. Llegó un momento en el que, sin saber cómo, se encontró con el violín en las manos. Lo abrazó contra el pecho y rugió como un león acorralado.
—¡Chamán! —gritó Ambovombe, buscando al brujo entre la multitud—. ¡Reanuda el sacrificio!
Las bocas de las mil cabezas anosy se abrieron al mismo tiempo dejando escapar un bufido cargado del aire fétido de sus pulmones de tierra. Era imposible intentar nada. La Bouche trató de reconducir la situación.
—Pierre, dile de una maldita vez que soy un enviado del rey de Francia. ¡Repíteselo hasta que lo entienda!
El médico se esforzó en dotar a la frase de una pátina de protocolo. Ambovombe detuvo a sus guerreros con un gesto preciso y permaneció pensativo unos segundos.
—¿Vuestro rey os ha dejado solos en mi isla? —dijo por fin.
—No necesitamos soldados para traeros su mensaje.
—¿No me teméis?
—Nos sabemos sometidos a vuestros designios, pero hemos de acatar las órdenes de nuestro soberano. Somos una humilde embajada venida en son de paz.
Pierre se esforzaba por escoger las palabras correctas. Ambovombe se mostraba más calmado ante la ampulosa adulación del francés, pero a Matthieu no terminaba de gustarle su expresión.
—¿Qué me ofrece ese rey, aparte de vuestras vidas?
—La música que escuchasteis en la choza —intervino Matthieu con seguridad, apretando aún más el violín que todavía tenía aferrado contra su cuerpo—. ¿Quién si no volvería a tocarla para vos?
La Bouche celebró la rápida salida del músico. Aun cuando las cosas seguían unos derroteros muy diferentes de los que habían previsto en Versalles, aquélla era la base inicial del plan.
—Su majestad Luis XIV os envía este músico como prueba de su admiración por vuestro creciente poder —aprovechó para decir según tenía preparado, antes de improvisar para justificar por qué Matthieu conocía la melodía—. Como habéis visto, es capaz de leer en la memoria de los hombres y tocar cualquier cosa que hayan escuchado antes.
Pierre terminó de traducir. Matthieu lanzó una mirada recriminatoria a La Bouche. Sin duda se había excedido. Si Ambovombe le ponía a prueba en aquel momento quedaría al descubierto.
—¿Qué quiere tu rey a cambio? —fue, por suerte, lo que dijo.
Matthieu respiró. La Bouche vio el cielo abierto. Tenía que aprovechar el momento para exponer la segunda parte de su plan.
—He venido a ofrecer, no a pedir —respondió con astucia, arqueándose en una reverencia forzada—. Conversemos en privado —propuso.
Ambovombe bajó del pedestal. Los indígenas se apretaron para dejar espacio. Se acercó a los tres franceses, los contempló de cerca, como si examinase el interior de sus ojos, y les ordenó que fueran tras él. Abandonaron la explanada seguidos del chamán y de un puñado de guerreros de escolta.
Mientras caminaban a paso lento, el capitán comenzó su exposición: si Ambovombe accedía a que los barcos de la Compañía desarrollasen en Fort Dauphin la tan ansiada actividad comercial, permitiéndoles explotar los recursos de la isla, cada uno de dichos barcos llevaría en sus bodegas un envío de pólvora y armas para sus guerreros.
Pierre no podía creer lo que La Bouche le pedía que tradujera.
—¿De verdad has dicho pólvora y armas?
—Ambovombe estará encantado de no tener que canjearlas una a una —aseguró el capitán con desgana, como quitándole importancia—. Traduce ya. Y no vuelvas a replicarme.
Pierre sabía bien a qué se refería. Los capitanes franceses que arribaron a Fort Dauphin diez años atrás tenían prohibido realizar transacciones monetarias con los nativos, por lo que cuando necesitaban adquirir víveres o esclavos se veían obligados a negociar con fusiles. Ambovombe conoció el poder de la pólvora, si bien la expulsión de los colonizadores hizo que se desvanecieran sus aspiraciones de hacer un verdadero arsenal. A partir de entonces tuvo que recurrir al contrabando con los piratas, pero aquel sistema de aprovisionamiento le resultaba lento y caro: por una esclava madura no le daban más de dos fusiles, diez libras de pólvora y una botella de aguardiente; por un esclavo joven, en su mejor momento de fuerza y constitución física, cuatro fusiles, una braza de tela de lienzo, un espejo y dos botellas de aguardiente.
—¿Qué es esto? —se descompuso Matthieu.
—No eres el único que tiene una misión que cumplir aquí.
—Me habéis estado mintiendo desde el primer día…
La Bouche se excusó ante el usurpador con un gesto protocolario y se llevó a sus compañeros unos pasos aparte.
—A este salvaje se le va a agotar la paciencia, maldita sea.
—¿Tú sabías algo? —le preguntó Pierre a Matthieu—. El rey Luis apoyando a Ambovombe…
—Eso es lo que creerá él —trató de apaciguarle el capitán adoptando un tono cómplice—. Piensa que cuando logremos asentarnos en la isla estaremos por fin en disposición de frenar su crueldad.
—Nuestra presencia sólo conseguirá mostrarle lo poco que aún desconozca de la bajeza humana.
—Armas… —repitió Matthieu, intentando encajar el hecho de pasar a un segundo plano, convencido de que La Bouche sacrificaría la búsqueda de la melodía si pensase que con ello podía peligrar la firma de su tratado—. ¿Estaba al tanto mi tío Charpentier de este doble plan?
—Dudo que el Rey Sol comparta los asuntos de Estado con sus músicos —murmuró La Bouche.
Pierre le dedicó una mirada cargada de conmiseración.
—Eres tú el que ha cambiado durante estos diez años, capitán. Mucho más que yo.
A partir de entonces el médico tradujo lo que La Bouche le pidió sin pararse a pensar en el alcance de sus palabras. De otro modo no habría sido capaz de hacerlo.
—Os proveeré de más armas de las que todos vuestros guerreros podrían llegar a disparar en su vida —le tentaba el capitán a Ambovombe.
—Luego vendrán otros barcos con otras banderas —objetaba el indígena, haciendo gala de una extrema intuición.
—Dedicaos a asegurar vuestro territorio a perpetuidad y yo me encargaré de ponerle el collar a ingleses y holandeses —resolvió La Bouche, también consciente de que si Ambovombe abría las puertas de Madagascar a los franceses el resto de comerciantes europeos reavivarían sus ansias mercantiles sobre la isla—. Sólo tenéis que darme vuestro beneplácito y saldré de inmediato hacia París para prepararlo todo.
Matthieu saltó como un resorte.
—Capitán, olvidáis la melodía.
—¿Por qué no dejas que al menos culmine con éxito mi parte de la misión? ¿Todavía no te has dado cuenta de que ya no hay ninguna melodía que copiar? ¡Luna ha huido con Misson!
—¿Y las otras Matronas de la Voz? ¡Ya habrán designado una sustituía!
La Bouche se quedó callado. Ciertamente no había pensado en ellas.
—¿Dónde están esas mujeres? —masculló.
Ambovombe, harto de que hablasen entre sí y de no comprender una sola palabra, tomó por fin una decisión.
—De niño pude ver cómo mi padre le tendía la mano al gobernador de Francia —proclamó alzando la voz—, y también vi cómo ese traidor le correspondía con el fuego de sus cañones.
—Pero…
—¡Escucho el humo…!
—¿Qué dice?
—¡El humo del cebú sacrificado, la palabra de los ancestros!
—¡Pierre, traduce! —se impacientó La Bouche.
—Habla del humo negro del ritual.
—¿Qué humo, maldita sea?
—¡No puedo cerrar los oídos a su palabra! —siguió Ambovombe antes de volverse concluyente hacia el chamán—. ¡Quiero toda la sangre de este francés en un cuenco! ¡Los ancestros se saciarán esta noche!
—¿Y los otros dos?
—¡Al músico y al traductor los quiero vivos!
—¿Qué están diciendo? —gritó La Bouche. El médico trataba de convencerse de que había oído mal—. ¡Pierre, dile que sin duda no alcanza a ver el alcance de mi propuesta!
El chamán desenfundó el machete y se aproximó al capitán. Justo cuando trataba de prenderlo, aquél se inclinó hacia atrás con un movimiento rápido y le golpeó en la cara con el codo, rompiéndole la nariz.
—¡Corred!
Se introdujeron sin pensarlo entre las chozas buscando el sendero que conducía fuera del poblado. Esquivaron una hoguera, se dieron de bruces contra los muros de cactus. ¿Dónde estaba la salida? ¿Y qué podían hacer aun cuando la encontrasen? Miraban a un lado y otro con la respiración entrecortada. En un momento dado Matthieu notó que el aire se inundaba de un olor repugnante. Siguió corriendo, rodeó las chozas de los esclavos y los corrales del ganado y se encontró frente a la escena más espantosa que habría de contemplar en toda su vida: sobre un círculo de ceniza salpicado de astillas y de jirones de cuero se aglomeraban más de treinta mujeres empaladas.