El Conde de Montecristo (10 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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»Lo demás ya lo sabéis. Desembarqué en Marsella, arreglé todos los asuntos de aduana y sanidad, y corrí por último a ver a mi novia, que he encontrado más bella y más encantadora que nunca. Gracias al señor Morrel todas las diligencias eclesiásticas se apresuraron, de modo que cuando me prendieron asistía como dije a la comida de boda. Una hora después pensaba casarme y partir mañana a París, cuando esta maldita denuncia que parece despreciáis tanto como yo…

—Sí, sí —murmuró Villefort—, todo lo creo, y a ser culpable lo sois de imprudencia, aunque imprudencia legítima, pues vuestro capitán os la impuso. Por consiguiente, dadme esa carta de la isla de Elba, y con palabra de presentaros así que os llame, podéis volver al lado de vuestros amigos.

—¿Conque, es decir, que ya estoy libre, señor? —exclamó Dantés lleno de júbilo.

—Sí, pero dadme primero esa carta.

—Debe de estar en vuestro poder, porque en ese paquete reconozco algunos papeles de los que me cogieron.

—Aguardad —dijo el sustituto a Dantés, que ya cogía su sombrero y sus guantes—; ¿a quién iba dirigida?


Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, París
.

Un rayo que hiriera a Villefort no le trastornara más que este imprevisto golpe. Dejóse caer sobre su asiento, del que se había separado un si es no es para asir el legajo, y ojeándolo precipitadamente, entresacó la carta fatal, contemplándola con terror indescriptible.

—¡Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13! —murmuró palideciendo cada vez más.

—Sí, señor —respondió Dantés—. ¿Le conocéis?

—No —respondió el sustituto vivamente—. Un fiel servidor del rey no conoce a los conspiradores.

—¿Es una conspiración? —le preguntó Edmundo, que después de haberse creído libre empezaba de nuevo a asustarse—. De todos modos, os lo repito, señor, ignoraba el contenido de esa carta.

—Sí —repuso Villefort con voz sorda—, pero no ignorabais el nombre de la persona a quien va dirigida.

—Era preciso que lo supiese para poder entregársela a él mismo.

—¿Y no se la habéis enseñado a nadie? —dijo Villefort leyendo y demudándose al mismo tiempo.

—A nadie; os lo juro por mi honor.

—¿Ignora todo el mundo que sois portador de una carta de la isla de Elba para el señor Noirtier?

—Todo el mundo, señor…, salvo la persona que me la entregó.

—Eso ya es mucho…, muchísimo —murmuró Villefort.

Su frente fruncíase cada vez más, a medida que proseguía la lectura de la carta: sus labios blancos, sus manos temblorosas, sus ojos sanguinolentos, hacían cruzar por el cerebro de Dantés las más dolorosas fantasías.

Terminada la lectura, el sustituto dejó caer la cabeza entre las manos, permaneciendo un instante como fuera de sí.

—¡Dios mío! ¿Qué ocurre de nuevo? —preguntó tímidamente Dantés.

Villefort no respondió, y al cabo de un rato volvió a levantar su rostro descompuesto para releer la misiva.

—¿Decís que no sabéis el contenido de esta carta? —volvió a preguntar a Edmundo.

—Os juro por mi honor —respondió Dantés—, que lo ignoraba, pero, ¡Dios mío!, ¿qué tenéis? ¿Estáis malo? ¿Queréis que llame?

—No, señor —dijo el sustituto levantándose vivamente—; no abráis la boca, no digáis una palabra. Yo soy quien manda aquí, no vos.

—Era, señor, no más que por ayudaros —dijo Dantés un tanto herido en su amor propio.

—De nada necesito; fue un mareo pasajero. Ocupaos de vos: dejadme a mí. Responded.

Dantés esperó el interrogatorio que auguraba este mandato; pero vanamente. Volvió el sustituto a caer en el sillón, y pasándose por la frente su mano fría se puso a leer la carta por tercera vez.

—¡Oh! ¡Si sabe lo que contiene esta carta, si sabe que Noirtier es padre de Villefort, estoy perdido, perdido para siempre!

Y de vez en cuando miraba de reojo a Dantés, como si quisiese penetrar ese velo impenetrable que cubre en el corazón los secretos que no suben a los labios.

—¡Oh! No vacilemos —exclamó de repente.

—Pero en nombre del cielo —exclamó el desdichado joven—, si dudáis de mí, si sospecháis de mi honradez, interrogadme, que estoy dispuesto a contestaros.

Hizo Villefort un violento esfuerzo sobre sí mismo, y con un acento que en vano procuraba fuese firme:

—Caballero —le dijo—, resultan contra vos los más graves cargos. No está ya en mi poder, como creía antes, el poneros en libertad ahora mismo. Antes de paso tan grave, debo consultar al juez de instrucción. Mientras tanto, ya habéis visto de qué manera os traté…

—¡Oh!, sí, señor —exclamó Dantés—, y os lo agradezco en el alma que habéis sido para mí más un amigo que un juez.

—Pues, amigo, voy a teneros preso algún tiempo todavía, lo menos que pueda. El principal cargo que existe contra vos es esta carta, y ahora veréis…

Villefort se acercó a la chimenea, y arrojó la carta al fuego, sin apartarse de allí hasta verla convertida en cenizas.

—Mirad…, ya no existe.

—¡Oh, señor! —exclamó Dantés—; no sois la justicia: sois la Providencia.

—Escuchadme —prosiguió Villefort—: con lo que acabo de hacer me parece que confiaréis en mí, ¿no es verdad?

—¡Oh, señor! Mandad y seréis obedecido.

—No —dijo Villefort, aproximándose al joven—; no son órdenes lo que quiero daros, sino consejos.

—Pues bien, los miraré como si fueran órdenes.

—Hasta la noche os tendré aquí en el palacio de justicia: si otra persona viniese a interrogaros, decidle todo lo que me habéis dicho, excepto lo de la carta.

—Os lo prometo, señor.

Era como si el juez rogase y el preso concediese.

—Ya comprendéis —añadió mirando las cenizas que aún conservaban la forma de papel, y revoloteaban en torno a la llama—; ya comprendéis que destruida esta carta y guardando el secreto por vos y por mí, nadie os la volverá a presentar. Negad, pues, si os hablan de ella, negadlo todo, y os habréis salvado.

—Os lo prometo, señor —dijo Dantés.

—¡Bien! ¡Bien! —añadió Villefort llevando la mano al cordón de la campanilla; pero se detuvo al ir a cogerlo.

—¿No teníais más carta que ésa? —le preguntó.

—No, señor, era la única.

—Juradlo.

—Lo juro —dijo Dantés extendiendo la mano.

Villefort llamó, y apareció un comisario de policía.

Acercóse Villefort al comisario para decirle al oído ciertas palabras, a las que respondió aquél con una leve inclinación de cabeza.

—Seguidle —dijo Villefort a Dantés.

Hizo el joven una genuflexión, y con una postrera mirada de gratitud salió de la estancia.

Apenas se cerró tras él la puerta, cuando faltaron las fuerzas al sustituto, y cayendo en un sillón casi desvanecido, murmuró:

—¡Oh, Dios mío! ¡De qué sirven la vida y la fortuna! Si hubiese estado en Marsella el procurador del rey, si hubieran llamado al juez de instrucción en lugar mío, segura era mi ruina. Y todo por ese papel, ¡por ese papel maldito! ¡Ah, padre mío, padre mío! ¿Habéis de ser siempre un obstáculo para mi felicidad en este mundo? ¿He de luchar yo siempre con vuestra vida pasada?

De repente, brilló en toda su fisonomía un fulgor extraordinario: dibujóse en sus labios contraídos aún una sonrisa; sus ojos vagos parecían como si se fijasen con un solo pensamiento.

—Eso es, sí… —dijo—. Esa carta, que debía perderme, labrará acaso mi fortuna. Ea, Villefort, manos a la obra.

Y asegurándose de que el reo no estaba ya en la antecámara, salió a su vez el sustituto del procurador del rey, y se encaminó apresuradamente hacia la casa de su prometida.

Capítulo
VIII
El castillo de If

A
l atravesar la antecámara, el comisario de policía hizo una seña a dos gendarmes, que en seguida se colocaron a la derecha y a la izquierda de Dantés. Abrióse una puerta que conducía desde la habitación del procurador del rey al tribunal de Justicia, y echaron por uno de esos pasadizos sombríos que hacen temblar a los que por ellos pasan, aunque no tengan por qué temblar.

Así como el despacho de Villefort comunicaba con el tribunal de Justicia, éste comunicaba con la cárcel, edificio sombrío pegado al palacio. Por todas sus ventanas y balcones se ve el famoso campanario de los Acoules, que se eleva enfrente.

Tras haber andado un sinnúmero de corredores, vio Dantés abrirse una puerta con un candado de hierro, como en respuesta a tres golpes que dio el comisario con un martillo de hierro, y que sonaron lúgubremente en el corazón del preso. Recelaba éste en entrar; pero los dos gendarmes le empujaron ligeramente, y la puerta volvió a cerrarse. Ya respiraba otro aire, pesado y mefítico: ya estaba en los calabozos.

Se le condujo a uno, aunque decente, bien guardado de barrotes y cerrojos; pero su aspecto no era para infundir serios temores. Por otra parte, las palabras del sustituto del procurador del rey, que habían parecido tan sinceras a Dantés, resonaban en sus oídos todavía como una promesa de esperanza.

Eran las cuatro cuando Dantés entró en su prisión, de manera que la noche llegó muy pronto. Corría, como hemos dicho, el primero de marzo.

Falto de empleo el sentido de la vista, se le aumentó grandemente el del oído. Creyendo que venían a ponerle en libertad al rumor más leve, se levantaba al punto encaminándose a la puerta; pero bien pronto el rumor se perdía en otra dirección, y el preso volvía a caer desesperado sobre su banquillo.

A las diez de la noche, en fin, cuando iba ya perdiendo toda esperanza le pareció que un nuevo ruido se acercaba en efecto a su prisión. Y así fue. Oyéronse en el corredor unos pasos, que junto a su puerta cesaron; giró una llave, rechinaron los cerrojos, la pesada puerta de encina se abrió, inundando de luz deslumbradora la estancia.

Al resplandor veía Edmundo brillar los sables y las alabardas de cuatro gendarmes.

Había dado ya un paso hacia la puerta; pero se detuvo al ver aquel inusitado aparato militar.

—¿Venís a buscarme? —inquirió.

—Sí —respondió uno de los gendarmes.

—¿De parte del sustituto del procurador del rey?

—Eso es lo que creo.

—Estoy pronto a seguiros —dijo entonces Dantés.

Persuadido de que le buscaban de parte de Villefort, no tenía ningún recelo. Adelantóse, pues, con rostro tranquilo y paso firme, y se colocó él mismo en medio de su escolta.

En la puerta de la calle esperaba un coche. Junto al cochero estaba sentado un guardia municipal.

—¿Es para mí ese carruaje? —preguntó Dantés.

—Para vos —respondió un gendarme—, subid.

Quiso Dantés hacer algunas observaciones; pero la portezuela se abrió, sintiéndose empujado para que subiese, y como no tenía ni posibilidad ni intención de resistirse, hallóse al punto en el fondo del carruaje, sentado entre dos gendarmes. Ocuparon los otros dos el asiento de la delantera, y el pesado vehículo se puso en marcha, causando un ruido sordo y siniestro.

El preso dirigió sus ojos a las ventanillas, pero todas tenían rejas: no había hecho sino mudar de prisión; solamente que ésta se mo vía, transportándole a un sitio de él ignorado. A través de los barrotes, tan espesos que apenas cabía la mano entre ellos, reconoció Dantés que pasaban por la calle de la Tesorería, y que bajaban al muelle por la calle de San Lorenzo y la de Taramis.

Luego, a través de la reja del coche, vio brillar las luces de la Consigna.

El carruaje se paró, apeóse el municipal y se acercó al cuerpo de guardia, de donde salió al punto una docena de soldados que se pusieron en fila, viendo Dantés relucir sus fusiles al resplandor de los reverberos del muelle.

—¿Se desplegará para mí ese aparato de fuerza militar? —murmuró para sus adentros.

Al abrir el municipal la portezuela, que estaba cerrada con llave, respondió a la pregunta de Dantés sin pronunciar una sola palabra, porque pudo ver entonces entre las dos filas de soldados un como camino preparado para él desde el carruaje al puerto.

Los dos gendarmes que ocupaban el asiento delantero bajaron los primeros, haciéndole a su vez apearse, en lo que le imitaron luego los dos que llevaba al lado. Dirigiéronse hacia una lancha que un aduanero de la marina sujetaba a la orilla con una cadena, mientras los soldados contemplaban al preso con aire de estúpida curiosidad. Inmediatamente encontróse instalado en la popa, siempre entre los cuatro gendarmes, y el municipal a la proa. Una violenta sacudida separó el barco de la orilla, y cuatro remeros vigorosos lo enderezaron hacia el Pillón. A un grito de los remeros bajó la cadena que cierra el puente, y se encontró Edmundo en lo que se llama el
freón
, es decir, fuera del puerto.

Al salir al aire libre el primer impulso del preso fue de alborozo, porque el aire significa libertad. Así, pues, respiró a sus anchas esa brisa ligera que lleva en sus alas los dulcísimos e incomprensibles misterios de la noche y del mar. Pronto, sin embargo, exhaló un suspiro, porque pasaba por delante de aquella Reserva donde tan feliz había sido aquella misma mañana, antes de su prisión. Para mayor dolor, a través de las luminosas rendijas de dos ventanas, los alegres rumores de un baile llegaban a sus oídos.

Dantés, con las manos puestas en actitud de orar, levantó los ojos al cielo.

El bote proseguía su camino, y pasada ya la
Téte-de-More
, hallábase enfrente de la columna del Faro, donde dobló. Esta maniobra era incomprensible para Dantés.

—Pero ¿adónde me lleváis? —preguntó a uno de los gendarmes.

—Ahora lo sabréis.

—Pero…

—Nos está prohibido dar ninguna explicación.

Tenía Dantés mucho de soldado, y calló por parecerle cosa absurda el preguntar a hombres a quienes estaba prohibido responder, y entonces las más bizarras fantasías cruzaron por su imaginación. Como en tal barco era humanamente imposible hacer una larga travesía, y como no se veía ningún otro buque anclado por aquellos alrededores, se imaginó que le iban a desembarcar en algún punto lejano de la costa, diciéndole que estaba libre. Todo contribuía a reforzar con buenos agüeros esta imaginación. Ni estaba atado, ni intentaron siquiera ponerle grillos. Luego, el sustituto, que tan bien le tratara, ¿no le había dicho que con tal de que nunca pronunciase aquel nombre fatal de Noirtier nada le sucedería? Ante sus mismos ojos, ¿no había quemado Villefort aquella carta peligrosa, única prueba que había contra él?

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