—Aquí está el señor barón de Dandré —exclamó en esto el conde de Blacas.
En efecto, en este mismo instante asomaba en la puerta el ministro de policía, pálido y tembloroso: sus miradas vacilaban como si estuviese a punto de desmayarse.
Villefort dio un paso para salir; pero le retuvo un apretón de manos del señor de Blacas.
A
l contemplar aquel rostro tan alterado, el rey Luis XVIII re chazó violentamente la mesa a que estaba sentado.
—¿Qué tenéis, señor barón? —exclamó—. ¡Estáis turbado y vacilante! ¿Tiene alguna relación eso con lo que decía el conde de Blacas, y lo que acaba de confirmarme el señor de Villefort?
Por su parte el conde de Blacas se acercó también al barón; pero el miedo del cortesano impedía el triunfo del orgullo del hombre. En efecto, en aquella sazón era más ventajoso para él verse humillado por el ministro de policía, que humillarle en cosa de tanto interés.
—Señor… —balbuceó el barón.
—Acabad —dijo Luis XVIII.
Cediendo entonces el ministro de policía a un impulso de desesperación, corrió a postrarse a los pies del rey, que dio un paso hacia atrás frunciendo las cejas.
—¿No hablaréis? —dijo.
—¡Oh, señor! ¡Qué espantosa desgracia! ¿No soy digno de lástima? Jamás me consolaré.
—Caballero —dijo Luis XVIII—, os mando que habléis.
—Pues bien, señor, el usurpador ha salido de la isla de Elba el 26 de febrero, y ha desembarcado el 1 de marzo.
—¿Dónde? —preguntó el rey vivamente.
—En Francia, señor, en un puertecillo cercano a Antibes, en el golfo Juan.
—¡Cómo! El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París el día 1 de marzo, y hasta hoy, 3, no sabéis esta noticia… ¡Eso es imposible, caballero! Os han informado mal o estáis loco.
—¡Ay, señor! Ojalá fuera como decís.
Hizo Luis XVIII un inexplicable gesto de cólera y de espanto, levantándose de repente como si este golpe imprevisto le hiriese a la par en el corazón y en el rostro.
—¡En Francia! —exclamó—. ¡El usurpador en Francia!, pero ¿no se vigilaba a ese hombre? ¿Quién sabe si estarían de acuerdo con él?
—¡Oh, señor! —exclamó el conde de Blacas—, a una persona como el barón de Dandré no se le puede acusar de traición. Todos estábamos ciegos, alcanzando también nuestra ceguera al ministro de policía. Este es todo su crimen.
—Pero… —dijo Villefort, y repuso al momento reportándose—. Perdón, señor, perdón, mi celo me hace audaz. Dígnese Vuestra Majestad excusarme.
—Hablad, caballero, hablad libremente —contestó el rey Luis XVIII—. Ya que nos habéis prevenido del mal, ayudadnos a buscarle el remedio.
—Todo el mundo, señor, aborrece a Bonaparte en el Mediodía; paréceme que si osa penetrar en su territorio, fácilmente se logrará que la Provenza y el Languedoc se subleven contra él.
—Sin duda —dijo el ministro—; pero viene por Gap y Sisteron.
—¡Viene! —exclamó Luis XVIII—. ¿Viene a París?
El silencio del ministro equivalía a una confesión.
—¿Y creéis, caballero, que podamos sublevar el Delfinado como la Provenza? —preguntó el rey a Villefort.
—Lamento infinito, señor, decir a Vuestra Majestad una verdad cruel; pero las opiniones del Delfinado son muy diferentes de las de la Provenza y el Languedoc. Los montañeses, señor, son bonapartistas.
—Vamos —murmuró Luis XVIII—, bien sabe lo que se hace. ¿Y cuántos hombres tiene?
—Señor, me es imposible decirlo a Vuestra Majestad porque lo ignoro —dijo el ministro de policía.
—¡No lo sabéis! ¿No os habéis informado de esta circunstancia? En verdad que no es importante —añadió el rey con una sonrisa irónica.
—No pude informarme, señor. El despacho anunciaba solamente el desembarco y el camino que trae el usurpador.
—¿Por qué medio habéis recibido ese despacho?
El ministro bajó la cabeza, y el bochorno se pintaba en su semblante.
—Por el telégrafo, señor —dijo Dandré.
Luis XVIII dio un paso hacia atrás cruzándose de brazos, como Napoleón hubiera hecho, y dijo pálido de cólera:
—¡Conque una coalición de siete ejércitos ha derrocado a ese hombre, conque un milagro de Dios me ha restituido el trono de mis padres tras veintitrés años de exilio, conque he estudiado, sondeado y analizado en ese destierro los hombres y las cosas de esta Francia, mi tierra de promisión, para que, al llegar al goce de mis anhelos, el mis mo poder de que dispongo se escape de mis manos para aniquilarme!
—Señor, es la fatalidad… —murmuró el ministro, aplastado por aquellas abrumadoras palabras.
—¿De modo que es verdad lo que murmuraban nuestros enemigos? ¿Nada hemos aprendido? ¿Nada hemos olvidado? Si me vendiesen como a él le vendieron, me consolaría; pero estar rodeado de personas encumbradas por mí, que deben velar por mí, con más cuidado que por ellas mismas, porque mi fortuna es su fortuna, porque no eran nada antes que yo subiese al trono, porque nada serán si yo caigo, y caer, y por torpeza, y por incapacidad. ¡Ah! ¡Cuánta razón tenéis, señor mío, la fatalidad…!
El ministro se inclinaba bajo el peso de tan terrible anatema; Blacas se limpiaba la frente cubierta de sudor, y Villefort, viendo crecer su importancia, estaba satisfecho en su fuero interno.
—¡Caer…! —prosiguió Luis XVIII, que de una sola mirada sondeó el abismo que amenazaba tragar su trono—. ¡Caer! ¡Y saber por el telégrafo la noticia! ¡Oh!, mejor quisiera subir al cadalso de mi hermano Luis XVI, que bajar así las escaleras de las Tullerías, expuesto de ese modo al ridículo… ¿Sabéis, caballero, lo que el ridículo puede en Francia? No lo sabéis, aunque debíais de saberlo.
—Señor, ¡señor! —murmuró el ministro—, ¡por piedad!
—Acercaos, señor de Villefort —continuó el rey encarándose con el joven, que de pie y un tanto retirado observaba el desarrollo de esta conversación, en que se trataba el destino de un reino—, acercaos y decid a este caballero que pudo saber antes lo que no supo.
—Señor, era materialmente imposible adivinar proyectos que el usurpador ocultaba a todo el mundo.
—¡Materialmente imposible! ¡Gran palabra! Desgraciadamente hay palabras tan grandes como grandes hombres: ya conozco a ellas y a ellos. ¡Imposible a un ministro que cuenta con una administración, con oficinas, con agentes, con gendarmes, con espías, con un millón y quinientos mil francos de fondos secretos, imposible saber lo que pasa a sesenta leguas de las costas de Francia! Pues oíd: este caballero no contaba con ninguno de tales recursos; este caballero, simple magistrado, sabía más que vos con toda vuestra policía, y hubiese salvado mi corona a tener como vos el derecho de dirigir un telégrafo.
El ministro miró con una expresión de despecho a Villefort, que inclinó la cabeza con la modestia del triunfo.
—No lo digo por vos, Blacas —continuó Luis XVIII—, pues si bien nada habéis descubierto, tuvisteis al menos la cordura de sospechar, y sospechar con perseverancia. Otro hombre, acaso hubiera tenido por intrascendente la revelación del señor Villefort, o por hija de una innoble ambición.
Estas palabras aludían a las que el ministro de policía pronunció tan sobre seguro una hora antes.
Villefort comprendió perfectamente al rey. Otro en su lugar acaso se desvaneciera con el humo de la alabanza; pero temió, crearse un enemigo mortal en el ministro de policía, aunque lo tuviese por hombre perdido sin remedio. En efecto, aquel ministro que en la plenitud de su poder no supo adivinar el secreto de Napoleón, podía en sus últimos instantes de vida política descubrir el de Villefort, solamente con interrogar a Dantés. Por esto, en vez de cebarse en el caído le alargó la mano.
—Señor —dijo—, la rapidez de este suceso debe probar a Vuestra Majestad que sólo Dios podía impedirlo. Lo que Vuestra Majestad achaca en mí a una perspicacia notable, es hijo del acaso pura y simplemente. Lo he aprovechado como un servidor fiel, y nada más. No me concedáis mérito mayor que el que tengo, para no veros obligado a recobrar la primera opinión que formasteis de mí.
El ministro de policía, agradecido, dirigió al joven una elocuente mirada, con lo que conoció Villefort que había logrado su deseo, es decir, que sin perder la gratitud del rey, acababa de ganar un amigo con quien podía contar siempre.
—Está bien —dijo Luis XVIII.
Y añadió luego, volviéndose al ministro de policía y al señor de Blacas:
—Podéis retiraros, señores. Lo que hay que hacer ahora atañe al ministro de la Guerra.
—Afortunadamente —dijo el señor de Blacas—, podemos contar con la marina, Vuestra Majestad sabe cuán adicta es a su gobierno, según todos los informes.
—No me habléis, conde, de informes, que ya sé la confianza que puedo poner en ellos. Y a propósito de informes, señor barón, ¿habéis sabido algo nuevo sobre el asunto de la calle de Santiago?
—¡El asunto de la calle de Santiago! —exclamó el sustituto sin poder reprimir una exclamación.
Pero en seguida repuso:
—Perdón, señor, si mi adhesión a Vuestra Majestad hace que me olvide, no del respeto que le debo, que ése está grabado profundamente, en mi corazón, sino de la etiqueta de palacio.
—Decid y haced lo que queráis, caballero —respondió el rey Luis XVIII—; en esta ocasión habéis adquirido el derecho de interrogar.
—Señor —respondió el ministro de policía—, venía justamente ahora a comunicar a Vuestra Majestad las últimas noticias que he adquirido sobre el asunto que nos ocupa. La muerte del general Quesnel nos va a dar el hilo de un gran complot.
El nombre del general Quesnel hizo estremecer a Villefort.
—En efecto, señor —prosiguió el ministro de policía—, todo induce a creer que esta muerte no ha sido suicidio, como al principio creía todo el mundo, sino asesinato. Cuando desapareció, salía, al parecer, el general Quesnel de un club bonapartista. Un hombre desconocido le fue a buscar aquella misma mañana, citándole en la calle de Santiago: desgraciadamente el ayuda de cámara del general, que le estaba peinando al entrar el desconocido en el gabinete, aunque recuerda bien que la calle era la de Santiago, no se acuerda del número de la casa.
A medida que el ministro daba estos pormenores al rey, Villefort, como pendiente de sus labios, mudaba instantáneamente de color.
El monarca se volvió hacia él.
—¿No suponéis como yo, señor de Ville fort, que el general, a quien se tenía justamente por adicto al usurpador, pero que en el fondo era todo mío, haya muerto víctima de una venganza bonapartista?
—Es probable, señor —respondió Villefort—; pero ¿no se conocen más detalles?
—Hemos dado con el hombre de la cita, y se le sigue la pista.
—¡Se le sigue la pista! —repitió el sustituto.
—Sí; el ayuda de cámara dio sus señas. Es un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años; moreno, ojos negros, cejas espesas y bigote. Lleva un levitón azul abotonado, y en un ojal la insignia de oficial de la Legión de Honor. Ayer la policía siguió a un individuo exactamente igual en todo a ese sujeto; pero le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq-Heron.
Villefort tuvo que apoyarse en el respaldo de un sillón, porque a medida que el ministro hablaba, negábanse sus piernas a sostenerle; pero cuando supo que el desconocido había escapado al agente que le seguía, respiró a sus anchas.
—Buscad a ese hombre, caballero —dijo el rey al ministro de policía—, porque si es verdad, como todo hace suponer, que el general Quesnel que tan útil nos hubiera sido en estas circunstancias, ha caído bajo el puñal de un asesino, bonapartistas o no, quiero que los criminales sean castigados como se merecen.
Villefort necesitó de toda su sangre fría para no dejar traslucir los terrores que le inspiraban estas palabras del rey.
—¡Cosa extraña! —prosiguió el rey, como bromeando—; la policía cree haberlo dicho todo cuando dice: se ha cometido un asesinato; y haberlo hecho todo cuando añade: he encontrado la pista de los culpables.
—Señor, confío en que Vuestra Majestad quede completamente satisfecho esta vez.
—Ya veremos. No quiero deteneros más, barón; iréis a descansar, señor de Villefort, que debéis hallaros muy fatigado del viaje. ¿Os alojáis en casa de vuestro padre?
Villefort se turbó visiblemente.
—No, señor —dijo—. Me hospedo en el hotel de Madrid, situado en la calle de Tournon.
—Pero supongo que le habréis visto.
—Señor, en cuanto llegué fui a buscar al conde de Blacas.
—Pero ¿le veréis?
—Ni siquiera trataré de hacerlo.
—¡Ah!, es justo —dijo el rey sonriéndose como para probar que todas sus preguntas encerraban intención—; olvidábame de que estáis algo reñido con el señor Noirtier, nuevo sacrificio a la causa real, que debo recompensaros.
—La bondad con que me trata Vuestra Majestad es ya recompensa tan sobre todos mis deseos, que nada más tengo que pedir al rey.
—No importa, caballero, os tendremos presente, descuidad: entretanto, esta cruz…
Y quitándose el rey la cruz de la Legión de Honor que solía llevar en el pecho cerca de la cruz de San Luis, y por encima de las placas de la orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo y de San Lázaro, se la dio a Villefort, que repuso:
—Señor, Vuestra Majestad se equivoca: esta cruz es de oficial.
—Tomadla, a fe mía, sea la que fuere —dijo el rey—, que no tengo tiempo para pedir otra. Blacas, haced que extiendan el diploma al señor de Villefort.
Los ojos de éste se humedecieron con una lágrima de orgullosa alegría; tomó la cruz y la besó.
—¿Qué órdenes —dijo— tiene Vuestra Majestad que darme en este momento?
—Descansad el tiempo que os haga falta, y tened presente que si en París no podéis servirme en nada, en Marsella puede ser muy al contrario.
—Señor —respondió inclinándose Villefort—, dentro de una hora habré salido de París.
—Marchad, caballero —dijo el rey—, y si yo os olvidase, que los reyes son desmemoriados, no temáis el hacer por recordaros… Señor barón, ordenad que busquen al ministro de la Guerra. Blacas, quedaos.
—¡Ah, señor! —dijo al magistrado el ministro de policía, cuando salieron de palacio—. ¡Entráis con buen pie: vuestra fortuna es cosa hecha!
—¿Durará mucho? —murmuró el magistrado saludando al ministro, cuya fortuna se deshacía, y buscando con los ojos un coche para volver a su casa.