—Señora —respondió Villefort—, uno mis ruegos con los de la señorita de Saint-Meran para que olvidéis lo pasado. ¿A qué echarnos unos a otros en cara cosas que el mismo Dios no puede impedir? Porque Dios puede cambiar el porvenir, mas no el pasado. Lo que nosotros, los hombres, podemos solamente es cubrirlo con un velo. ¡Pues bien!, yo me he separado no solamente de la opinión, sino del nombre de mi padre. Mi padre ha sido o es aún bonapartista, y se llama Noirtier; yo soy realista y me llamo de Villefort. Dejad que en el caduco tronco se seque un resto de savia revolucionaria, y no miréis, señora sino al retoño que se separa de este mismo tronco, sin poder, y acaso diga… sin querer separarse enteramente.
—¡Muy bien, Villefort! —dijo el marqués—, ¡muy bien! ¡Buena respuesta! Yo suplico continuamente a la marquesa que olvide lo pasado, sin poder conseguirlo: veremos si vos sois más afortunado.
—Sí, está bien —respondió la marquesa—; olvidemos lo pasado; no deseo otra cosa; mas, por lo menos, que Villefort sea inflexible en adelante. No os olvidéis de que hemos respondido de vos a S. M.; que S. M. ha tenido a bien olvidarlo todo, de la misma manera que yo lo hago accediendo a vuestra súplica. Pero si cayese en vuestras manos un conspirador, cuenta con lo que hacéis, porque habéis de daros cuenta de que se os vigila muy particularmente, por pertenecer a una familia que puede estar relacionada con los conspiradores.
—¡Ay, señora! —dijo Villefort—; mi profesión, y sobre todo los tiempos en que vivimos me obligan a ser muy severo. Pues bien, lo seré. He tenido que sostener algunas acusaciones políticas, y estoy ya como quien dice probado. Por desgracia, todavía no hemos concluido.
—Pues ¿cómo? —dijo la marquesa.
—Tengo temores casi ciertos. Napoleón en la isla de Elba no está muy lejos de Francia; su presencia casi a vista de nuestras costas sostiene la esperanza de sus partidarios. Marsella está llena de oficiales sin colocación, que disputan todos los días con los realistas, de lo cual resultan duelos entre personas de clase elevada, asesinatos entre el vulgo.
—A propósito —dijo el conde de Salvieux, antiguo amigo del señor de Saint-Meran y chambelán del conde de Artois—; ¿ignoráis que la Santa Alianza desaloja a Napoleón de donde está?
—Sí, cuando salimos de París no se hablaba de otra cosa —respondió el señor de Saint-Meran—. ¿Y adónde le envían?
—A Santa Elena.
—¿A Santa Elena? ¿Y eso qué es? —preguntó la marquesa.
—Una isla situada a dos mil leguas de aquí, más allá del Ecuador —respondió el conde.
—Gran locura era en verdad, como dice Villefort, dejar a semejante hombre entre Córcega, donde ha nacido, entre Nápoles, donde aún reina su cuñado, y enfrente de Italia, de la que iba a formar un reino para su hijo.
—Por desgracia —dijo Villefort—, los tratados de 1814 impiden que se toque ni aun el pelo de la ropa de Napoleón.
—Pues se faltará a esos tratados —repuso el señor de Salvieux ¿Tuvo él tantos escrúpulos en fusilar al desgraciado duque D’Enghien?
—Sí —añadió la marquesa—, está convenido. La Santa Alianza libra a Europa de Napoleón, y Villefort libra a Marsella de sus partidarios. O el rey reina o no reina. Si reina, su gobierno debe ser fuerte y sus agentes inflexibles; único medio de impedir el mal.
—Desgraciadamente, señora —dijo Villefort sonriendo—, un sustituto del procurador del rey acude siempre cuando el mal está hecho.
—Entonces su deber es repararlo.
—También pudiera yo deciros, señora, que a él no le toca repararlo, aunque sí vengarlo.
—¡Oh, señor de Villefort! —dijo una hermosa joven, hija del conde de Salvieux y amiga de la señorita de Saint-Meran—; procurad que se vea alguna causa de ésas mientras residimos en Marsella. Nunca he asistido a un tribunal, y me han dicho que es cosa curiosa.
—¡Oh!, sí, muy curiosa en efecto, señorita —respondió el sustituto—, porque en lugar de una tragedia fingida, lo que allí se representa es un verdadero drama; en lugar de los dolores aparentes, son dolores reales. El hombre que se presenta allí, en lugar de volver, cuando se corre el telón, a entrar tranquilamente en su casa, a cenar con su familia, a acostarse y conciliar pronto el sueño para volver a sus tareas al día siguiente, entra en una prisión donde le espera tal vez el verdugo. Bien veis que para las personas nerviosas que desean emociones fuertes no hay otro espectáculo mejor que ése. Descuidad, señorita, si se presentase la ocasión, ya os avisaré.
—¡Nos hace temblar… y se ríe! —dijo Renata palideciendo.
—¿Qué queréis? —replicó Villefort—; esto es como si dijéramos… un desafío… Por mi parte he pedido ya cinco o seis veces la pena de muerte contra acusados por delitos políticos… ¿Quién sabe cuántos puñales se afilan a esta hora o están ya afilados contra mí?
—¡Oh, Dios mío! —dijo Renata cada vez más espantada—; ¿habláis en serio, señor de Villefort?
—Lo más serio posible —replicó el joven magistrado sonriéndose—. Y con los procesos que desea esta señorita para satisfacer su curiosidad, y yo también deseo para satisfacer mi ambición, la situación no hará sino agravarse. ¿Pensáis que esos veteranos de Napoleón que no vacilaban en acometer ciegamente al enemigo, en quemar cartuchos o en cargar a la bayoneta, vacilarán en matar a un hombre que tienen por enemigo personal, cuando no vacilaron en matar a un ruso, a un austriaco o a un húngaro a quien nunca habían visto? Además, todo es necesario, porque a no ser así no cumpliríamos con nuestro deber. Yo mismo, cuando veo brillar de rabia los ojos de un acusado, me animo, me exalto; entonces ya no es un proceso, es un combate; lucho con él, y el combate acaba, como todos los combates, en una victoria o en una derrota. A esto se le llama acusar; ésos son los resultados de la elocuencia. Un acusado que se sonriera después de mi réplica me haría creer que hablé mal, que lo que dije era pálido, flojo, insuficiente. Figuraos, en cambio, qué sensación de orgullo experimentará un procurador del rey cuando, convencido de la culpabilidad del acusado, le ve inclinarse bajo el peso de las pruebas y bajo los rayos de su elocuencia… La cabeza que se inclina caerá inevitablemente.
Renata profirió una exclamación.
—Eso es saber hablar —dijo uno de los invitados.
—Ese es el hombre que necesitamos en estos tiempos —añadió otro.
—Cuando estuvisteis inspiradísimo, querido Villefort —indicó un tercero— fue cuando… esa última causa… ¿no recordáis?, la de aquel hombre que asesinó a su padre. En realidad, primero lo matasteis vos que el verdugo.
—¡Oh…! Para los parricidas no debe haber perdón —dijo Renata—; para esos crímenes no hay suplicio bastante grande; mas para los desgraciados reos políticos…
—¡Para los reos políticos, mucho menos aún, Renata —exclamó la marquesa—, porque el rey es el padre de la nación, y querer destronar o matar al rey, es querer matar al padre de treinta y dos millones de almas!
—También admito eso, señor Villefort —repuso Renata—, si me prometéis ser indulgente con aquellos que os recomiende yo.
—Descuidad —dijo Villefort con una sonrisa muy tierna—, sentenciaremos juntos.
—Hija mía —dijo la marquesa—, atended vos a vuestras fruslerías caseras y dejad a vuestro futuro esposo cumplir con su deber. Hoy las armas han cedido su puesto a la toga, como dice cierta frase latina…
—
Cedant arma togae
—añadió Villefort inclinándose.
—No me atrevía a hablar en latín —prosiguió la marquesa.
—Me parece que estaría más contenta si fueseis médico —replicó Renata—. El ángel exterminador, aunque ángel, me asusta mucho.
—¡Qué buena sois! —murmuró Villefort con una mirada amorosa.
—Hija mía —añadió el marqués—, el señor Villefort será médico moral y político de este departamento. El cargo no puede ser más honroso.
—Y así hará olvidar el que ejerció su padre —añadió la incorregible marquesa.
—Señora —repuso Villefort con triste sonrisa—, ya he tenido el honor de deciros que mi padre abjuró los errores de su vida pasada; que se ha hecho partidario acérrimo de la religión y del orden, realista, y acaso mejor realista que yo, pues lo es por arrepentimiento, y yo lo soy por pasión.
Dicha esta frase, para juzgar Villefort del efecto que producía, miró alternativamente a todos lados, como hubiera mirado en la audiencia a su auditorio tras una frase por el estilo.
—Exactamente, querido Villefort —repuso el conde de Salvieux—, eso mismo decía yo anteayer en las Tullerías al ministro que se admiraba de este enlace singular entre el hijo de un girondino y la hija de un oficial del ejército de Condé: mis razones le convencieron. Luis XVIII profesa también el sistema de fusión, y como nos estuviese escuchando sin nosotros saberlo, salió de repente y dijo: «Villefort (reparad que no pronunció el apellido Noirtier, sino que recalcó el de Villefort), Villefort hará fortuna. Además de pertenecer en cuerpo y alma a mi partido, tiene experiencia y talento. Pláceme que el marqués y la marquesa de Saint-Meran le concedan la mano de su hija, y yo mismo se lo aconsejaría de no habérmelo ellos consultado y pedido mi autorización».
—¿Eso dijo el rey? —exclamó Villefort lleno de gozo.
—Textualmente, y si el marqués es franco os lo confirmará. Una escena semejante le ocurrió con S. M. cuando le habló de esta boda hace seis meses.
—Es verdad —añadió el marqués.
—¡Todo en el mundo lo deberé a ese gran monarca! ¿Qué no haría yo por su servicio?
—Así me gusta —añadió la marquesa—. Vengan ahora conspiradores y ya verán…
—Yo, madre mía —dijo al punto Renata—, ruego a Dios que no os escuche, y que solamente depare al señor de Villefort rateros y asesinos. Así dormiré tranquila.
—Es como si para un médico deseara calenturas, jaquecas, sarampiones, enfermedades, en fin, de nonada —repuso Villefort sonriendo—. Si deseáis que ascienda pronto a procurador del rey, pedid por el contrario esos males agudos cuya curación honra.
En aquel momento, como si hubiese la casualidad esperado el deseo de Villefort para satisfacérselo, un criado entró a decirle algunas palabras al oído. Inmediatamente se levantó de la mesa el sustituto, excusándose, y regresó poco después lleno de alegría.
Renata le contemplaba amorosa, porque en aquel momento Villefort, con sus ojos azules, su pálida tez y sus patillas negras, estaba, en verdad, apuesto y elegante. La joven parecía pendiente de sus labios, como en espera de que explicase aquella momentánea desaparición.
—A propósito, señorita —dijo al fin Villefort—, ¿no queríais tener por marido un médico? Pues sabed que tengo siquiera con los discípulos de Esculapio (frase a la usanza de 1815) una semejanza, y es que jamás puedo disponer de mi persona, y que hasta de vuestro lado me arrancan en el mismo banquete de bodas.
—¿Y para qué? —le preguntó la joven un tanto inquieta.
—¡Ay! Para un enfermo, que si no me engaño está
in extremis
. La enfermedad es tan grave que quizá termine en el cadalso.
—¡Dios mío! —exclamó Renata palideciendo.
—¿De veras? —dijeron a coro todos los presentes.
—Según parece, se acaba de descubrir un complot bonapartista.
—¿Será posible? —exclamó la marquesa.
—He aquí lo que dice la delación —y leyó Villefort en voz alta—: «Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de
El Faraón
, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.
»Fácilmente se tendrá la prueba de su delito, prendiéndole, porque la carta se hallará en su persona, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de
El Faraón
».
—Pero esta carta —dijo Renata—, además de ser un anónimo, no se dirige a vos, sino al procurador del rey.
—Sí, pero con la ausencia del procurador, el secretario que abre sus cartas abrió ésta, mandóme buscar, y como no me encontrasen, dispuso inmediatamente el arresto del culpable.
—¿De modo que está preso el culpable? —preguntó la marquesa.
—Decid mejor el acusado —repuso Renata.
—Sí, señora, y conforme a lo que hace unos instantes tuve el honor de deciros, si damos con la carta consabida, el enfermo no tiene cura.
—¿Y dónde está ese desdichado? —le preguntó Renata.
—En mi casa.
—Pues corred, amigo mío —dijo el marqués—. No descuidéis por nuestra causa el servicio de S. M.
—¡Oh, Villefort! —balbuceó Renata juntando las manos—. ¡Indulgencia! Hoy es el día de nuestra boda.
Villefort dio una vuelta a la mesa, y apoyándose en el respaldo de la silla de la joven, le dijo:
—Por no disgustaros, haré cuanto me sea posible, querida Renata; pero si no mienten las señas, si es cierta la acusación, me veré obligado a cortar esa mala hierba bonapartista.
Estremecióse Renata al oír la palabra cortar, porque la hierba en cuestión tenía una cabeza sobre los hombros.
—¡Bah! —dijo la marquesa—, no os preocupéis por esa niña, Villefort; ya se irá acostumbrando.
Diciendo esto, presentó al sustituto una mano descarnada, que él besó, aunque con los ojos clavados en Renata, como si le dijese:
«Vuestra mano es la que beso… o la que quisiera besar ahora».
—¡Mal agüero! —murmuró Renata.
—¿Qué bobadas son ésas? —le contestó su madre—. ¿Qué tiene que ver la salud del Estado con vuestro sentimentalismo ni con vuestras manías?
—¡Oh, madre mía! —murmuró Renata.
—Disculpad a esa mala realista, señora marquesa —dijo Villefort—. Yo, en cambio, os prometo cumplir mis obligaciones de sustituto de procurador del rey a conciencia, es decir, con atroz severidad.
Pero al decir estas palabras, las miradas que a hurtadillas dirigía a su novia decíanle a ésta:
—«Tranquilizaos, Renata; por vuestro amor seré indulgente».
Renata pagóle estas miradas con una tan dulce sonrisa, que Villefort salió de la estancia lleno de alborozo.
A
penas hubo salido del comedor, despojóse el sustituto de su risueña máscara, tomando el aspecto grave de quien va a decidir la vida o la muerte de un hombre. Sin embargo, aunque obligado a mudar su fisonomía, cosa que alcanzó el sustituto a fuerza de trabajo y tal vez ensayándose al espejo como los cómicos, en esta ocasión le fue doblemente difícil fruncir las cejas y dar a sus facciones la gravedad oportuna.