El Conde de Montecristo (133 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¿Pero cómo quieres que me retire con mil doscientos francos?

—¡Ah! ¡Te vuelves muy exigente! Ya no lo acuerdas de que hace dos meses estabas muriéndote de hambre.

—El apetito viene comiendo —dijo Caderousse enseñándole los dientes como un mono que ríe, o como un tigre que ruge. Y partiendo con aquellos mismos dientes tan blancos y tan agudos a pesar de la edad, un enorme pedazo de pan, añadió—: Tengo un plan.

Los planes de Caderousse asustaban a Andrés mucho más todavía que sus ideas. Las ideas no eran más que el germen. El plan era la realización.

—Veamos ese plan —dijo—. ¡Debe ser magnífico!

—¿Y por qué no? El plan por medio del cual dejamos el establecimiento del señor Chose, ¿a quién se debe, eh? ¡Me parece que a mí…! Y no sería tan malo, cuando nos encontramos en este sitio.

—No lo niego —contestó Andrés—. Algunas veces aciertas, pero en fin, sepamos tu plan.

—Veamos —prosiguió Caderousse—, ¿eres capaz, sin desembolsar un cuarto, de hacerme obtener quince mil francos…? No, quince mil francos no son bastante, necesito treinta mil para ser hombre honrado.

—No —respondió secamente Andrés—, no puedo.

—Creo _que no me has comprendido —respondió Caderousse fríamente—. Te he dicho que sin desembolsar tú un cuarto.

—¿Quieres ahora que yo robe, para que nos perdamos y vuelvan a llevarnos allá abajo…?

—¡Oh!, a mí me importa poco —dijo Caderousse—; tengo una condición sumamente original; jamás me fastidian mis antiguos camaradas. No soy como tú, que no tienes corazón y no deseas volver a verlos.

Esta vez Andrés palideció.

—Vaya, Caderousse, no digas tonterías.

—¡Qué! No; vive tranquilo, mi buen Benedetto, pero indícame un medio para ganar estos treinta mil francos, sin mezclarte tú en nada. Déjame obrar a mí, ¡he aquí todo!

—Pues bien, lo intentaré —dijo Andrés.

—Pero, entretanto elevarás mi renta a quinientos francos, ¿no es verdad, chico? Tengo una manía, quiero tomar una criada.

—Bien. Tendrás quinientos francos, pero la carga es mucha, Caderousse, y tú abusas…

—¡Bah! —dijo éste—, puesto que los sacas de unos cofres que no tienen fondo.

Habríase dicho que Andrés esperaba en aquel punto a su compañero. Sus ojos brillaron de pronto, pero volviendo a su calma habitual, dijo:

—Sí, es verdad, mi protector es excelente para mí.

—¡Querido protector! —repuso Caderousse—. Ello es que lo da todos los meses…

—Cinco mil francos —respondió Andrés.

—Tantos miles, como tú me das cientos. En verdad que no hay nadie tan dichoso como un bastardo. Cinco mil francos todos los meses. ¿Qué haces con tanto dinero?

—En seguida se gasta. Siempre estoy sin dinero, y por eso desearía, como tú, tener un capital.

—Un capital…, sí…, comprendo…, todo el mundo tendría ganas de poseer un capital.

—Pues yo tendré uno.

—Y quién lo dará, ¿tu príncipe?

—Sí, mi príncipe; pero por desgracia tengo que esperar.

—¿Esperar qué? —preguntó Caderousse.

—Su muerte.

—¿La muerte de tu príncipe?

—Sí.

—¿Cómo es eso?

—Porque soy heredero testamentario.

—¿De veras?

—Palabra de honor.

—¿Y cuánto te deja?

—Quinientos mil francos.

—Solamente eso. Gracias por la friolera.

—Es como lo digo.

—Eso es imposible.

—Caderousse, ¿eres mi amigo?

—Ya lo sabes, hasta la muerte.

—Pues bien. Voy a confiarte un secreto.

—Di.

—Pero escucha.

—Mudo como una estatua.

—Pues bien, creo… —y Andrés se detuvo para echar una mirada en derredor.

—¿Crees…? No tengas miedo. Estamos solos.

—Creo que he encontrado a mi padre.

—¿A tu verdadero padre? ¿No a Cavalcanti?

—No, puesto que éste se ha marchado.

—¿Y tu padre es…?

—Creo, Caderousse, que es el conde de Montecristo.

—¡Bah!

—Sí. Te lo explicaré y lo comprenderás. Esto lo explica todo. El no puede reconocerme públicamente, pero hace que me reconozca el señor Cavalcanti y por esto le da cincuenta mil francos.

—¿Cincuenta mil francos por confesar que era tu padre? Yo lo hubiera hecho por la mitad del precio, por veinte mil, por quince míl. ¿Cómo no pensaste en mí, ingrato?

—¿Y sabía yo nada de esto? Todo se hizo mientras estábamos allá abajo.

—¡Ah!, es verdad. Y dices que en su testamento…

—Me deja quinientos mil francos.

—¿Estás seguro de ello? ¿Hay un codicilo, como decía yo hace poco?

—Quizá.

—Yen ese codicilo…

—Me reconoce.

—¡Ah! ¡Qué buen padre! ¡Qué honrado padre! ¡Qué hombre de bien! —dijo Caderousse haciendo el molinete con el plato que tenía en la mano.

—He aquí todo. Ve aún diciendo que tengo secretos para ti.

—No, y tu confianza te honra a mis ojos. ¿Y el príncipe, tu padre, es rico, riquísimo?

—Creo que él mismo no sabe lo que tiene.

—¿Es posible?

—Así lo creo. Y tengo motivos para ello. A todas horas entro en su casa, y he visto el otro día a un mozo del banco que le traía cincuenta mil francos en billetes en una cartera que abultaba tanto como lo servilleta. Ayer mismo vi que su banquero le llevaba cinco mil francos en oro.

Caderousse estaba absorto. Le parecía que las palabras del joven tenían el sonido del metal y que oía rodar los montones de luises.

—¿Y tú vas a esa casa? —dijo con sencillez.

—Cuando quiero.

Caderousse quedóse reflexionando un buen rato. Era fácil ver que le ocupaba algún pensamiento profundo.

—Desearía ver todo eso —dijo—. ¡Cuán hermoso debe ser!

—Desde luego —respondió Cavalcanti—. Es magnífico.

—¿Y no vive a la entrada de los Campos Elíseos?

—Número 30.

—¡Ah! —dijo Caderousse—, ¿número 30?

—Sí; una hermosa casa, con jardín a la entrada, tú la conoces.

—Es posible, pero no me ocupo del exterior, sino del interior. ¡Qué hermosos muebles debe haber en ella! ¿Eh?

—¿Has visto las Tullerías?

—No.

—Pues aún son más hermosos.

—Dime, Andrés, debe ser algo estupendo bajarse para recoger la bolsa de ese Montecristo, cuando la deje caer.

—¡Qué! No es necesario esperar ese momento —dijo Andrés—. El dinero rueda en aquella casa como las frutas en un jardín.

—Escucha. Deberías llevarme un día contigo.

—¡Es imposible! ¿Y con qué pretexto?

—Es verdad, pero has excitado mi curiosidad, y es absolutamente necesario que yo vea todo eso.

—No hagas una barbaridad, Caderousse.

—Me presentaré como un criado para encerar las habitaciones.

—Están todas alfombradas.

—¡Qué lástima! Será menester que me conforme con verlo sólo en mi imaginación.

—Es lo mejor que puedes hacer, créeme.

—Procura al menos darme una idea de cómo está aquello.

—¿Y cómo?

—Es facilísimo. ¿Es grande?

—Ni grande ni pequeño.

—Pero ¿cómo está distribuido?

—Necesitaría tintero y papel para trazar el plano.

—Ahí lo tienes —dijo prontamente Caderousse, sacando de un armario antiguo papel blanco, tinta y pluma—. Toma, trázame el plano.

Andrés tomó la pluma con una imperceptible sonrisa y empezó a explicarle:

—La casa, como te he dicho, tiene la entrada por el jardín —y la dibujó.

—¿Paredes altas?

—No, ocho o diez pies a lo más.

—No es prudente —dijo Caderousse.

—A la entrada, varios naranjos y flores.

—¿Y no hay trampas para los lobos?

—No.

—¿Las cuadras?

—A los dos lados de la verja que ahí ves —y Andrés continuó dibujando su plano.

—Veamos el piso bajo —dijo Caderousse.

—Un comedor, dos salones, un billar, la escalera en el vestíbulo y una escalera secreta.

—¿Y ventanas?

—Ventanas magníficas, y tan anchas que un hombre como tú podría pasar a través del espacio correspondiente a un vidrio.

—¿Y para qué sirven las escaleras con semejantes ventanas?

—Qué quieres, el lujo. Tienen puertas, pero para nada sirven. El conde de Montecristo es un original que le gusta ver el cielo de noche.

—¿Y los criados duermen cerca?

—Tienen habitaciones aparte. Imagínate una pequeña casa al entrar. La parte baja sirve para guardar varias cosas, y encima los cuartos de los criados con campanillas que corresponden al principal.

—¡Ah! ¿Con campanillas?

—¿Qué decías?

—Nada. Digo que cuesta muy caro poner esas campanillas, y que no sirven para nada.

—Antes había un perro, que soltaban por la noche, pero lo han llevado a Auteuil, a la casa que tú conoces.

—¿Sí?

—Es una imprudencia, le decía yo, señor conde, porque cuando vais a Auteuil y os lleváis todos vuestros criados, la casa queda abandonada.

—Y bien, me preguntó, ¿y qué?

—Pues que el mejor día os roban.

—¿Y qué te contestó?

—¿Qué me contestó?

—Sí.

—Bien, ¿qué me importa que me roben?

—Andrés, ¿sabes si tiene algún secreter con máquina?

—¿Cómo?

—Sí, de estas que sujetan al ladrón, y suena en seguida una pieza de música. Me han dicho que había una últimamente en la exposición.

—Tiene un secreter corriente, de caoba, y siempre está la nave puesta.

—¿Y no le roban?

—No, todos sus criados son fieles.

—Mucho dinero debe tener en ese secreter.

—Tendrá quizá… Es imposible saber lo que tiene.

—¿Y dónde está?

—En el primer piso.

—Dibuja el plano, como has hecho con la planta baja.

—Es fácil —y Andrés tomó de nuevo la pluma.

—Aquí, una antecámara y salón. A la derecha del salón, biblioteca y gabinete de trabajo; a la izquierda, otro salón, el cuarto en que duerme y el gabinete en que se viste. En éste tiene el secreter.

—¿Y tiene ventana ese gabinete?

—Dos, aquí y aquí —y Andrés trazó las dos ventanas, que figuraban en el plano formando ángulo y como una prolongación del dormitorio. Caderousse estaba pensativo.

—¿Va con frecuencia a Auteuil? —preguntó.

—Dos o tres veces por semana. Mañana debe ir y dormirá allí.

—¿Estás seguro?

—Me ha invitado a comer.

—¡Qué vida! —dijo Caderousse—. Cama en París y casa en el campo.

—Son las ventajas de ser rico.

—¿Irás a comer?

—Probablemente.

—¿Cuándo vas, pasas allá la noche?

—Si quiero. En casa del conde estoy como en mi propia casa.

Caderousse miró atentamente al joven, queriendo leer en sus ojos la verdad de sus palabras, pero Andrés sacó la petaca, cogió un habano, lo encendió tranquilamente y se puso a fumar sin afectación.

—¿Cuándo quieres tus quinientos francos? —preguntó a Caderousse.

—Si los tienes, ahora mismo. Andrés sacó veinticinco luises.

—Amarillo —dijo Caderousse—, no, no, gracias.

—¡Y bien! ¿Los desprecias?

—Te lo agradezco, pero no lo quiero.

—Ganarás en el cambio, imbécil; el oro vale cinco sueldos más.

—Ya. Y luego el que me los cambie hará que sigan al amigo Caderousse, y me echarán el guante, y luego será preciso que diga quiénes son los arrendadores que le pagan en oro las rentas. Nada de tonterías, niño. Venga el dinero en monedas sencillas con el busto de cualquier rey. Una moneda de cinco francos puede tenerla cualquiera.

—Pero ya sabes que yo no puedo tener aquí quinientos francos en esa moneda, porque habría tenido que traer conmigo uno que los llevase.

—Pues bien. Déjaselos a lo portero, que es un buen hombre, y yo los recogeré.

—¿Hoy mismo?

—No, mañana; hoy no tendré tiempo.

—Está bien, mañana lo los dejaré, antes de salir para Auteuil.

—¿Puedo contar con ellos?

—Con toda seguridad.

—Es que voy a tomar en seguida una criada.

—Bien. Pero no volverás a molestarme, ¿estamos?

—No temas.

Caderousse se había puesto tan sombrío, que Andrés temió verse obligado a manifestar que notaba esta mudanza. Así fue que redobló su frívola algazara.

—¡Qué alegre estás y qué bullicioso!, no parece sino que has atrapado la herencia.

—Todavía no, por desgracia, pero el día que la atrape…

—¡Qué!

—¿Qué? Que nos acordaremos de los amigos, no digo más.

—Ya se ve, como tienes tan buena memoria…

—¿Qué quieres? Creí que lo que querías era despojarme de todo.

—¿Quién, yo? Ah, ¡qué idea! Por el contrario. Voy a darte un consejo de amigo.

—¿Cuál?

—Que lo dejes aquí ese diamante que traes en el dedo. ¿Quieres que nos prendan? ¿Quieres perdernos con semejante descuido?

—¿Por qué dices eso?

—¿Por qué? ¿Pues no lo pones una librea, lo disfrazas de lacayo y lo dejas en el dedo un diamante que valdrá cuatro o cinco mil francos?

—Caramba…, acertaste el precio…, ¿por qué no lo dedicas a joyero?

—Es que yo entiendo de diamantes. He tenido uno.

—Y puedes vanagloriarte de ello —dijo Andrés, que sin incomodarse, como temía Caderousse, le entregó el diamante sin disgusto.

Caderousse se puso a examinarlo tan de cerca que Andrés conoció que examinaba si los rayos de la piedra brillaban bastante.

—Este diamante es falso —dijo Caderousse.

—¿Te burlas? —respondió Andrés.

—No lo incomodes, ahora lo veremos.

Caderousse se dirigió a la ventana, y aplicando y pasando el diamante por los vidrios, éstos crujieron al momento.


Laus Deo
, es verdad —dijo Caderousse, colocándose el anillo en el dedo meñique—, me equivoqué, pero esos ladrones de diamantistas imitan de tal manera las piedras preciosas, que ya es inútil el ir a robar nada de sus almacenes. Esta industria se ha perdido.

—Conque —dijo Andrés—. ¿Hemos acabado? ¿Tienes alguna otra cosa que pedirme, quieres mi vestido? ¿Quieres mi gorra? Vamos, no tengas reparo en pedir.

—No; en el fondo eres un buen camarada. Anda ya con Dios. Haré lo posible por curarme de mi ambición.

—Pero ten cuidado que al vender el diamante no lo suceda lo que temías que lo sucediera por las monedas de oro.

—No lo venderé. No temas.

—Hoy o mañana, a más tardar —dijo el joven para sí.

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