—Señor conde, no entremos en explicaciones, os lo suplico.
—De modo, caballero, que debo aguantar tranquilamente esa negativa…
—Penosa para mí sobre todo, caballero, sí, más penosa que para vos, porque yo contaba con el honor de vuestra alianza, y un casamiento desbaratado causa siempre más perjuicio a ella que a él.
—Está bien, caballero, no hablemos más —dijo Morcef.
Y arrojando sus guantes con rabia salió de la habitación.
Danglars recordó que aquélla era la primera vez que retiraba su palabra, sobre todo, habiéndosela dado a Morcef.
Aquella noche hubo una larga conferencia con muchos amigos, y el señor Cavalcanti, que había estado constantemente en el saloncito de las señoras, salió el último de casa del banquero.
Al despertarse al día siguiente, Danglars pidió los periódicos. Al punto se los trajeron. Separó tres o cuatro y tomó El Imparcial.
Este era el periódico del que Beauchamp era el redactor principal.
Rompió rápidamente la cubierta, lo abrió con una precipitación nerviosa, pasó desdeñosamente la vista por el artículo de fondo, y habiendo llegado a las noticias varias, se detuvo con una sonrisa diabólica en un párrafo que comenzaba de esta suerte:
«Nos escriben de Janina…»
—Bien, bien —dijo después de haberlo leído—, aquí tengo un parrafito acerca del coronel Fernando, que según toda probabilidad me ahorrará el tener que dar explicaciones al señor conde de Morcef.
Casi al mismo tiempo que ocurría esta escena, es decir, hacia las diez de la mañana, Alberto de Morcef, vestido de negro, con su frac abrochado hasta el cuello, el paso agitado y grave el semblante, se presentaba en la casa de los Campos Elíseos.
—El señor conde acaba de salir hace media hora —dijo el portero.
—¿Le ha acompañado Bautista? —preguntó Morcef.
—No, señor vizconde.
—Llamadle, pues quiero hablarle.
El portero fue a buscar al ayuda de cámara y al instante volvió con él.
—Amigo mío, os pido perdón por mi indiscreción —dijo Alberto—, pero he querido preguntaros a vos mismo si era cierto que vuestro amo había salido.
—Sí, señor —respondió Bautista.
—¿Para mí también?
—Yo sé cuánto gusta mi amo de recibiros, y me guardaría muy bien de incluiros en una medida general, pero ha salido.
—Tienes razón, porque tenía que hablarle de un asunto grave. ¿Crees tú que tardará mucho en volver?
—No, porque ha dicho que tenga preparado su almuerzo para las diez.
—Bien, voy a dar una vuelta por los Campos Elíseos y a las diez estaré aquí. Si el señor conde vuelve antes, suplícale que me espere.
—Podéis estar seguro, descuidad.
Alberto dejó a la puerta del conde el cabriolé de alquiler en que había venido.
Al pasar por delante del Paseo de las Viudas creyó reconocer los caballos del conde esperando a la puerta de tiro de Gosset. Acercóse y después de haber reconocido los caballos, reconoció al cochero.
—¡Hola! ¿Está en el tiro el señor conde? —preguntó Morcef a aquél.
—Sí, señor —respondió el cochero.
En efecto, ya había oído Alberto muchos tiros regulares desde que se iba aproximando a aquel sitio. Entró. En el jardín se encontraba el mozo.
—Perdonad —dijo—, pero el señor vizconde tendrá la bondad de esperar un instante.
—¿Por qué, Felipe? —preguntó Alberto, que, a fuerza de parroquiano de aquel tiro, se admiraba de que no le dejasen entrar.
—Porque la persona que se ejercita en este momento toma el tiro para él solo y nunca tira delante de nadie.
—¿Ni siquiera delante de vos, Felipe?
—Bien veis, caballero, que estoy a la puerta de mi morada.
—¿Y quién le carga las pistolas?
—Su criado.
—¿Un nubio?
—Un negro.
—Eso es.
—¿Conocéis a ese señor?
—Vengo a buscarle; es amigo mío.
—¡Oh!, entonces eso es otra cosa, voy a pasarle recado.
Y Felipe, llevado también de su curiosidad, entró en el tiro.
Un segundo después apareció Montecristo junto a la puerta por donde salió Felipe.
—Perdonad que os haya perseguido hasta aquí, mi querido conde —dijo Alberto—, pero empiezo por deciros que nadie más que yo tiene la culpa. Me presenté en vuestra casa, me dijeron que habíais salido, pero que volveríais a las diez para almorzar. Yo me paseé a mi vez esperando que fuesen las diez, y mientras estaba paseando vi vuestros caballos y vuestro carruaje.
—Eso me hace creer que almorzaremos juntos.
—Muchas gracias, no se trata de almorzar ahora. Tal vez almorzaremos más tarde, pero en mala compañía, ¡voto a…!
—¿Qué diablos me estáis contando?
—Querido, me bato hoy mismo.
—¡Vos! ¿Qué me decís?
—¡Que voy a batirme en duelo!
—Sí, lo entiendo. ¿Pero por qué? Uno se bate por mil cosas, ya comprenderéis.
—Por el honor.
—¡Ah!, eso es más grave de lo que imaginaba.
—Tan grave que vengo a pediros un favor.
—¿Cuál?
—El de que seáis mi padrino.
—Entonces, eso es todavía más grave. No hablemos más de esto y volvamos a casa. Dame agua, Alí. El conde se subió las mangas de su camisa, y pasó al vestíbulo que precede a los tiros y donde los tiradores solían lavarse las manos.
—Entrad, señor vizconde —dijo Felipe en voz baja—. Veréis algo bueno.
Morcef entró. En lugar de hitos, la tabla estaba llena de cartas.
De lejos, Morcef creyó que era un juego completo. Había desde el as hasta el diez.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Alberto—. ¿A qué jugáis?
—¡Psch! —dijo el conde—, estaba terminando una jugada.
—¿Cómo?
—Sí, como veis no había más que ases y doses, pero mis balas han hechos treses, cincos, sietes, ochos, nueves y dieces. Alberto se acercó.
En efecto, las balas, con líneas perfectamente exactas y distancias iguales, habían reemplazado los signos ausentes, agujereando el cartón en el sitio en que debiera estar pintado.
Al dirigirse a la plancha, Morcef recogió también dos o tres golondrinas que habían tenido la imprudencia de pasar por delante del conde y que éste mató implacablemente.
—¡Diablo! —exclamó Morcef.
—¿Qué queréis?, mi querido vizconde —dijo Montecristo enjugándose las manos en una finísima toalla que le trajo Alí—, en algo he de consumir mis ratos de ocio. Pero vámonos, os espero. Ambos subieron al carruaje de Montecristo, que los condujo en pocos instantes a la casa número 30. Montecristo condujo a Morcef a su gabinete, y le mostró un sillón. Ambos se sentaron.
—Ahora hablemos con toda calma y sosiego —dijo el conde.
—Bien veis que estoy perfectamente tranquilo.
—¿Con quién vais a batiros?
—Con Beauchamp.
—¿Uno de vuestros amigos?
—Con los amigos es con los que se bate uno siempre.
—Dadme al menos una razón.
—Tengo una.
—¿Qué os ha hecho?
—En su periódico de ayer hay… pero no, leed vos.
Alberto mostró a Montecristo un periódico en que se leían estas palabras:
Nos escriben de Janina:
Hemos llegado a conocer un hecho importante ignorado hasta ahora, o al menos inédito. Los castillos que defendían la ciudad fueron entregados a los turcos por un oficial francés, en quien el visir Alí-Tebelín había depositado toda su confianza. Este oficial se llamaba Fernando.
—Y bien —preguntó Montecristo—, ¿qué es lo que os sorprende en ese párrafo?
—¿Qué es lo que me sorprende?
—Sí. ¿Qué os importa que los castillos de Janina hayan sido entregados por un oficial llamado Fernando?
—Me importa, puesto que mi padre, el conde de Morcef, se llama Fernando.
—¿Y vuestro padre servía a Alí-Bajá?
—Es decir, combatía por la independencia de los griegos. Esa es precisamente la calumnia.
—¡Ah, vizconde, hablemos razonablemente!
—No es otro mi deseo.
—Decidme: ¿Quién diablos sabe en Francia que el oficial Fernando es el mismo conde de Morcef, y quién se ocupa ahora de Janina, que fue tomada en 1822 o en 1823, según creo?
—Ahí está precisamente la perfidia. Han dejado pasar tiempo para salir ahora con un escándalo que pudiera empañar una elevada posición. Pues bien, yo, heredero del nombre de mi padre, no quiero que sobre él haya ni aun la sombra de una duda. Voy a mandar a Beauchamp, cuyo periódico ha publicado esta nota, dos testigos, y la retractará.
—Beauchamp no la retractará.
—Entonces nos batiremos.
—No, no os batiréis, porque os responderá que tal vez había en el ejército griego cincuenta oficiales que se llamasen Fernando.
—A pesar de esa respuesta, nos batiremos. ¡Oh, quiero que esto desaparezca! Mi padre, un soldado tan noble…, una carrera tan ilustre…
—O bien pondrá: «estamos seguros de que este Fernando nada tiene que ver con el conde de Morcef, cuyo nombre de pila es también Fernando».
—Quiero que se retracte de una manera más completa. No me contentaré con eso.
—¿Y vais a enviarle vuestros padrinos?
—Sí.
—Haréis mal.
—Lo cual quiere decir que me negáis el favor que venía a pediros.
—¡Ah!, ya sabéis mi teoría respecto al duelo; creo habéroslo dicho en Roma, ¿no os acordáis?
—Esta mañana, hace un momento, os encontré en una ocupación que está poco en consonancia con esa teoría.
—Porque, amigo mío, vos comprenderéis que algunas veces es menester salir de sus casillas. Cuando se vive con locos, es preciso también aprender a ser insensato. De un momento a otro, algún calavera, aunque no tenga más motivo para buscar camorra que el que tenéis vos para buscársela a Beauchamp, puede venirme con cualquier necedad, enviarme sus testigos o insultarme en público. Pues bien, tengo que matar a ese calavera.
—¡Ah! Luego, ¿también vos os batiríais?
—Naturalmente.
—¡Pues bien! Entonces, ¿por qué queréis que yo no me bata?
—No digo que no os batáis, sino que un duelo es cosa muy grave y de reflexionar.
—¿Y él ha reflexionado para insultar a mi padre?
—Si no ha reflexionado, y os lo confiesa, no debéis atentar contra él.
—¡Oh!, mi querido conde, sois demasiado indulgente.
—Y vos, demasiado riguroso. Veamos, yo supongo…, escuchad con atención. Yo supongo…, ¡no os vayáis a enojar por lo que voy a deciros!
—Escucho.
—Supongo que el hecho sea cierto…
—Un hijo no debe nunca admitir semejantes suposiciones sobre el honor de su padre.
—¡Oh, Dios mío! ¡Estamos en una época en que se admiten tantas cosas!
—Ese es precisamente el defecto de la época.
—¿Y pretendéis reformarla?
—Sí; por lo que a mí respecta.
—¡Oh! ¡Dios mío!, buen reformista haríais, amigo mío.
—No lo puedo remediar.
—Sois inaccesible a los consejos que os dan de buena fe.
—No cuando proceden de un amigo.
—¿Creéis que yo lo sea vuestro?
—Sí.
—¡Pues bien!, antes de enviar a Beauchamp vuestros padrinos, informaos.
—¿De quién?
—¡Oh…! De Haydée, por ejemplo.
—Mezclar en todo esto a una mujer, ¿y qué podrá hacer?
—Decir que vuestro padre no tiene nada que ver con la derrota o con la muerte del suyo, o deciros la verdad, si por casualidad vuestro padre hubiese tenido la desgracia…
—Ya os he dicho, mi querido conde, que no podía admitir esa suposición.
—Entonces, ¿rehusáis ese medio?
—Lo rehúso.
—¿Absolutamente?
—Absolutamente.
—Oíd, entonces, mi último consejo.
—Bien, pero que sea el último.
—¿No queréis oírlo?
—Al contrario, os lo pido.
—No enviéis a Beauchamp vuestros padrinos.
—¿Cómo?
—Id vos mismo a buscarle.
—Eso va contra la costumbre.
—Ese duelo nada tiene que ver con los comunes, veamos.
—¿Y por qué debo ir yo mismo?
—Porque de ese modo el asunto quedará entre vosotros dos.
—Explicaos.
—Si Beauchamp está dispuesto a retractarse, preciso es dejarle el mérito de la buena voluntad; no por eso dejará de hacer lo que le parezca. Si por el contrario, entonces será tiempo de revelar el secreto a los dos extraños.
—No serán dos extraños, serán dos amigos.
—Los amigos de hoy son enemigos mañana.
—¡Oh! ¡Cómo…!
—Dígalo Beauchamp.
—Así, pues…
—Así, pues, os recomiendo prudencia.
—¿Y me aconsejáis que vaya yo mismo a buscar a Beauchamp?
—Sí.
—¿Solo?
—Solo. Cuando se quiere obtener algo del amor propio de un hombre, es preciso salvar a ese amor propio hasta la apariencia del sufrimiento.
—Me parece que tenéis razón.
—¡Gracias a Dios!
—Iré solo.
—Escuchad. Creo que mejor haríais en no ir ni solo ni acompañado.
—Pero eso es imposible.
—Haced lo que os digo, os tendrá más cuenta.
—Pero en este caso, veamos: si a pesar de todas mis preocupaciones, llega a efectuarse el desafío, ¿me serviréis de testigo?
—Mi querido vizconde —dijo Montecristo con una gravedad extremada—, ya conoceréis que en todo estoy pronto a serviros. Pero lo que me pedís sale ya del círculo de lo que puedo hacer por vos.
—¿Por qué?
—Quizás un día lo sabréis.
—Pero mientras tanto…
—Dispensadme, es un secreto.
—Está bien. Elegiré a Franz y Château-Renaud.
—Perfectamente. ¡Franz y Château-Renaud son muy a propósito para el caso!
—Pero, en fin, si me bato, ¿me daréis una leccioncita de espada o de pistola?
—No; eso también es imposible.
—¡Oh! ¡Qué singular sois! ¿Conque en nada queréis mezclaros?
—En nada absolutamente.
—No hablemos entonces más de ello. Adiós, conde.
—Adiós, vizconde.
Morcef tomó su sombrero y salió.
A la puerta encontró su cabriolé, y conteniendo cuanto pudo su cólera, se hizo conducir a casa de Beauchamp, que estaba en la redacción. Entonces Alberto se hizo conducir allí.
Beauchamp estaba en un salón sombrío y oscuro como suelen ser las redacciones de periódicos. Anunciáronle a Alberto de Morcef. Dos veces se hizo repetir el anuncio, y mal convencido aún, gritó:
—Entrad.
Alberto entró. Beauchamp lanzó una exclamación de sorpresa al ver a su amigo atravesar por entre los papeles y pisotear con la torpeza hija de la poca costumbre que tenía, los periódicos de todos tamaños que cubrían, no el pavimento, sino la mesa en que estaba escribiendo.