El Conde de Montecristo (17 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Morrel había hecho por su joven amigo cuanto humanamente le había sido posible. Ensayar nuevos medios durante la segunda restauración hubiese sido comprometerse en vano.

Luis XVIII volvió a subir al trono. Villefort, para quien Marsella estaba llena de recuerdos que eran para él otros tantos remordimientos, solicitó y obtuvo la plaza de procurador del rey en Tolosa.

Quince días después de su instalación en esta ciudad se verificó su matrimonio con la señorita Renata de Saint-Meran, cuyo padre tenía más influencia que nunca.

Y con esto Dantés permaneció preso, así durante los Cien Días como después de Waterloo, y olvidado, si no de los hombres, de Dios a lo menos.

Danglars comprendió toda la extensión del golpe con que había perdido a Dantés, al ver volver a Francia a Napoleón. Su denuncia acertó por casualidad, y como aquellos hombres que tienen cierta aptitud para el crimen y un mediano arte de saber vivir, llamó a esta rara casualidad
decreto de la Providencia
.

Pero cuando Napoleón volvió a París, y al resonar su voz imperiosa y potente, Danglars tuvo miedo, ya que esperaba a cada instante ver aparecer a Dantés, a su víctima, enterado de todo, y amenazador y terrible en la venganza. Manifestó entonces al señor Morrel su deseo de abandonar la vida marítima, logrando que el naviero le re comendase a un comerciante español, a cuyo servicio entró a fin de marzo, es decir, diez o doce días después de la vuelta de Napoleón a las Tullerías.

Partió, pues, para Madrid, y ninguno de sus amigos volvió a saber de su paradero.

Fernando no comprendió nada de lo sucedido. Dantés estaba ausente. Con esto se contentaba.

¿Qué le había sucedido?

No trató de averiguarlo; sólo con el respiro que le dejaba su ausencia se ingenió como pudo, ora para engañar a Mercedes sobre las causas de la desaparición de Edmundo, ora para meditar planes de emigración y robo. Quizás, y eran estos momentos los más tristes de su vida, se sentaba a la punta del cabo Pharo, desde donde se distinguen a la par Marsella y los Catalanes, contemplándolos triste e inmóvil como un ave de rapiña, y soñando a cada instante ver venir a su rival vivo y erguido, y para él también nuncio de terribles venganzas. Para entonces estaba tomada su decisión: mataba a Edmundo de un tiro, y después se suicidaba; pero esto se lo decía a sí mismo para disculpar su asesinato.

Fernando se engañaba a sí mismo. Nunca se hubiera él suicidado, porque tenía esperanzas aún.

En medio de estos tristes y dolorosos acontecimientos, el imperio llamó a sus banderas la última quinta, y todos cuantos podían empuñar las armas se lanzaron fuera del territorio francés a la voz del emperador. Fernando fue de éstos; abandonó a Mercedes y su cabaña con doble dolor, pues temía que en su ausencia volviese su rival y se casase con la que adoraba. Si alguna vez debió Fernando matarse fue al abandonar a su amada Mercedes. Sus atenciones con ella, la compasión que demostraba a su desdicha, el cuidado con que adivinaba sus menores deseos, habían producido el efecto que producen siempre las apariencias de adhesión en los corazones generosos. Mercedes había querido mucho a Fernando como amigo; y su amistad creció con el agradecimiento.

—Hermano mío —le dijo atando a la espalda del catalán la mochila del quinto— hermano mío, mi único amigo, no lo dejes matar, no me dejes sola en este mundo en que lloro, y en el que estaré enteramente abandonada si tú me faltas.

Estas palabras, dichas por despedida, fueron para Fernando un rayo de esperanza. Si Dantés no regresaba, quizá Mercedes llegaría a ser suya.

Esta se quedó, pues, enteramente sola en aquella tierra árida, que nunca se lo había parecido tanto, con el mar inmenso por único horizonte. Bañada en lágrimas, como aquella loca cuya doliente vida cuenta el pueblo, veíasela de continuo errante en torno a los Catalanes; ora quedándose muda e inmóvil como una estatua bajo el ardiente sol del Mediodía, para contemplar a Marsella; ora sentándose a la orilla del mar, como si escuchara sus gemidos, eternos como su dolor, y preguntándose al propio tiempo a sí misma si no le fuera mejor que esperar sin esperanza, inclinarse hacia delante y dejarse caer por su propio peso en aquel abismo que la tragaría. Mas no fue valor lo que le faltó, sino que vino en su ayuda la religión a salvarla del suicidio.

Caderousse fue, como Fernando, llamado por la patria; pero tenía ocho años más y era casado, con lo que se le destinó a las costas. El viejo Dantés, a quien sólo la esperanza sostenía, la perdió con la caída del imperio, y cinco meses más tarde, día por día de la ausencia de su hijo, y a la misma hora en que Edmundo fue preso, expiró en brazos de Mercedes. El señor Morrel cubrió todos los gastos del entierro y las mezquinas deudas que el pobre viejo había contraído durante su enfermedad. Esto, más que filantropía, era valor, porque el país estaba en llamas, y socorrer, aunque moribundo, al padre de un bonapartista tan peligroso como Dantés, podía ser tomado por un verdadero crimen político.

Capítulo
XIV
El preso furioso y el preso loco

A
l cabo de un año aproximadamente después de la vuelta de Luis XVIII, el inspector general de cárceles efectuó una visita a las del reino.

Desde su calabozo, Dantés percibía el rumor de los preparativos que se hacían en el castillo, y no por el alboroto que ocasionaban, aunque no era grande, sino porque los presos oyen en el silencio de la noche hasta la araña que teje su tela, hasta la caída periódica de la gota de agua que tarda una hora en filtrarse por el techo de su calabozo, y adivinó que algo nuevo sucedía en el mundo de los vivos: hacía tanto tiempo que le habían encerrado en una tumba, que podía muy bien tenerse por muerto.

En efecto, el inspector iba visitando una tras otra las prisiones, calabozos y subterráneos. A muchos presos interrogaba, particularmente a aquellos cuya dulzura o estupidez los hacía recomendables a la benevolencia de la administración: sus preguntas se redujeron a cómo estaban alimentados y qué reclamaciones tenían que hacer a su autoridad. Todos convinieron unánimemente en que la comida era detestable, y pedían la libertad. El inspector les preguntó entonces si tenían otra cosa que decirle. Su respuesta fue un ademán de cabeza. ¿Qué otra cosa que la libertad pueden pedir los presos?

El inspector se volvió sonriendo, y dijo al gobernador del castillo:

—No sé para qué nos obligan a estas visitas inútiles. Quien ve a un preso los ve a todos. ¡Siempre lo mismo! Todos están mal alimentados y son inocentes por añadidura. ¿Hay algunos más?

—Sí, tenemos los peligrosos y los dementes, que están en los subterráneos.

—Vamos —dijo el inspector con aire de aburrimiento—. Cumplamos nuestra obligación en regla. Bajemos a los subterráneos.

—Aguardad por lo menos a que vayan a buscar dos hombres —respondió el gobernador—, que los presos, sea por hastío de la vida, sea para hacerse condenar a muerte, intentan tal vez crímenes desesperados, y podríais ser víctima de alguno.

—Tomad, pues, precauciones —dijo el inspector.

En efecto, enviaron a buscar dos soldados, y comenzaron a bajar una escalera, tan empinada, tan infecta y tan húmeda, que el olfato y la respiración se lastimaban a la par.

—¡Oh! ¿Quién diablos habita este calabozo? —dijo el inspector a la mitad del camino.

—Un conspirador de los más temibles: nos lo han recomendado particularmente como hombre capaz de cualquier cosa.

—¿Está solo?

—Sí.

—¿Y cuánto tiempo hace?

—Un año, con corta diferencia.

—¿Y desde su entrada en el castillo está en el subterráneo?

—No, señor, sino desde que quiso matar al llavero encargado de traerle la comida.

—¿Ha querido matar al llavero?

—Sí, señor: a ese mismo que nos viene alumbrando. ¿No es cierto, Antonio? —le preguntó el gobernador.

—Como lo oye, señor —respondió el llavero.

—¿Está loco este hombre?

—Peor que loco, es el diablo.

—¿Queréis que demos cuenta a la superioridad? —preguntó el inspector al gobernador.

—Es inútil. Bastante castigado está. Ya raya en la locura, y según la experiencia que nuestras observaciones nos dan, dentro de un año estará completamente loco.

—Mejor para él —dijo el inspector—, pues sufrirá menos.

Como se ve, era este inspector un hombre muy humano, y digno del filantrópico empleo que gozaba.

—Tenéis razón, caballero —repuso el gobernador— y vuestra reflexión da a entender que habéis estudiado la materia a fondo. En otro subterráneo que está separado de éste unos veinte pies y al cual se desciende por otra escalera, tenemos un viejo abate, jefe del partido de Italia
in illo tempore
, preso aquí desde 1811. Desde fines de 1813 se le ha trastornado la cabeza, y ya nadie le podría reconocer físicamente. Antes lloraba, ahora ríe; antes enflaquecía, ahora engorda. ¿Queréis verle antes que a éste? Su locura es divertida y os aseguro que no os entristecerá.

—A uno y otro veré —respondió el inspector—. Hagamos las cosas como se deben hacer.

Era ésta la primera vez que el inspector hacía una visita de cárceles, por lo que deseaba dar a sus jefes buena idea de sí.

—Entremos, pues, en éste —dijo.

—Bien —respondió el gobernador, haciendo una seña al llavero, el cual abrió la puerta.

Al rechinar de las macizas cerraduras; al rumor de los pesados cerrojos, Dantés, que estaba acurrucado en un rincón del calabozo recreándose deleitosamente en el exiguo rayo de luz que penetraba por un tragaluz con gruesísimos barrotes, Dantés, repetimos, levantó la cabeza. Viendo a un desconocido alumbrado por dos llaveros que llevaban antorchas encendidas, custodiado por dos soldados y respetado por el gobernador de tal manera que le hablaba con el sombrero en la mano, comprendió Dantés el objeto de su visita, y viendo en fin que se le presentaba coyuntura de hablar a una autoridad superior, saltó hacia él con las manos en actitud de súplica. Los soldados calaron bayoneta, temiendo que el preso se dirigiese al inspector con malas intenciones; éste retrocedió un paso, asustado. Dantés comprendió que le habían pintado a sus ojos como un hombre temible. Procuró entonces poner en su mirada cuanto de humildad y mansedumbre hay en el corazón humano, y con una elocuencia piadosa que admiró a todos los circunstantes trató de conmover al recién llegado. Escuchó hasta el fin el inspector el discurso de Dantés, y volviéndose al gobernador le dijo en voz baja:

—Ya va haciéndose humano, y los sentimientos dulces empiezan a dominarle. Observad cómo el temor obra en él su efecto; retrocedió ante las bayonetas, y el loco no retrocede ante peligro alguno. Sobre este síntoma he hecho ya en Charentón observaciones muy curiosas. Después, volviéndose al preso:

—En resumen —le dijo—, ¿qué pedís?

—Pido que me digan el crimen que he cometido; que se me nombren jueces; que se me juzgue; que se me fusile si soy culpable, pero que me pongan en libertad si soy inocente.

—¿Coméis bien? —le preguntó el inspector.

—Sí, yo lo creo…, no lo sé; pero eso importa poco. Lo que debe importar, no solamente a mí, pobre preso, sino a todos los que se ocupan en hacer justicia, y sobre todo al rey que nos manda, es que el inocente no sea víctima de una delación infame, y no muera entre cerrojos maldiciendo a sus verdugos.

—¡Qué humilde estáis hoy! —le dijo el gobernador—. No siempre sucede lo mismo, de otra manera hablabais el día que quisisteis asesinar a vuestro guardián.

—Es verdad, señor —respondió Dantés—, y por ello pido humildemente perdón a este hombre, que ha sido siempre bondadoso conmigo. Pero ¿qué queréis? Yo estaba loco, yo estaba furioso.

—¿Y ahora, ya no lo estáis?

—No, señor; porque la prisión me doma, me anonada. ¡Hace tanto tiempo que estoy aquí!

—¡Mucho tiempo! ¿En qué época os detuvieron? —le preguntó el inspector.

—El 28 de febrero de 1815, a las dos de la tarde.

El inspector se puso a calcular.

—Estamos a 30 de julio de 1816; no hace más que diecisiete meses que estáis preso.

—¿No hace más? —repuso Dantés—. ¿Os parecen pocos diecisiete meses? ¡Ah!, señor, ignoráis lo que son diecisiete meses de cárcel; diecisiete años, diecisiete siglos, sobre todo para un hombre como yo, que estaba próximo a ser feliz; para un hombre que vela abierta una carrera honrosa, y que todo lo pierde en aquel mismo instante, que del día más claro y hermoso pasa a la noche más profunda, que ve su carrera destruida, que no sabe si le ama aún la mujer que antes le amaba, que ignora en fin si su anciano padre está muerto o vivo. Diecisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado al aire del mar, a la independencia del marino, al espacio, a la inmensidad, a lo infinito; caballero, diecisiete meses de cárcel es el mayor castigo que pueden merecer los crímenes más horribles del vocabulario humano. Compadeceos de mí, caballero, y pedid para mí no indulgencia, sino rigor, no indulto, sino justicia. Justicia, señor, yo no pido más que justicia. ¿Quién se la niega a un preso?

—Está bien, ya veremos —dijo el inspector.

Y volviéndose hacia su acompañante añadió:

—En verdad me da lástima este pobre diablo. Luego me enseñaréis en el libro de registro su partida.

—Con mucho gusto —respondió el gobernador—, pero creo que hallaréis notas tremendas contra él.

—Caballero —prosiguió Edmundo—, bien sé que vos no podéis hacerme salir de aquí por vuestra propia decisión, pero podéis transmitir mi súplica a la autoridad, provocar una requisitoria, hacer en fin que se me juzgue. ¡Justicia es todo lo que pido! Sepa yo al menos de qué crimen se me acusa, y a qué castigo se me sentencia. La incertidumbre es el peor de todos los suplicios.

—Contadme, pues, detalles del asunto —dijo el inspector.

—Señor —exclamó Dantés—, por vuestra voz comprendo que estáis conmovido. ¡Señor! ¡Decidme que tenga esperanza!

—No puedo decíroslo —respondió el inspector—, sino solamente prometeros examinar vuestra causa.

—¡Oh! Entonces, caballero, estoy libre, ¡me he salvado!

—¿Quién os mandó detener? —preguntó el inspector.

—El señor de Villefort —respondió Edmundo Dantés—. Vedle y entendeos con él.

—Desde hace un año que el señor de Villefort no está en Marsella, sino en Tolosa.

—¡Ah!, no me extraña —balbuceó Dantés—. ¡He perdido a mi único protector!

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