—Sí —hizo Noirtier con una expresión tanto más terrible, cuanto que todas las facultades de aquel pobre anciano impotente se concentraban en su mirada.
—¿Conocéis al asesino? —dijo Morrel.
—Sí.
—¿Y vais a guiarnos? —dijo—; escuchemos, señor d’Avrigny, escuchemos.
Noirtier miró a Morrel con una melancólica sonrisa, una de aquellas que tantas veces habían hecho feliz a Valentina, y fijó con esto sus ojos.
Después, mirando fijamente a su interlocutor, señaló hacia la puerta.
—¿Queréis que salga? —dijo dolorosamente Morrel.
—Sí —hizo Noirtier.
—No me mandéis eso, ¡tened piedad de mí!
Los ojos del anciano permanecieron fijos en la puerta.
—¿Podré volver, al menos? —preguntó Morrel.
—Sí.
—¿Debo irme solo?
—No.
—¿Quién ha de venir conmigo, el procurador del rey?
—No.
—¿El doctor?
—Sí.
—¿Queréis quedaros a solas con el señor de Villefort?
—Sí.
—¿Podrá entenderos?
—Sí.
—¡Oh! —dijo Villefort casi contento, porque la conversación iba a tener lugar solamente entre los dos—, estad tranquilo, comprendo muy bien a mi padre.
Y al hablar con esta expresión de alegría, sus dientes daban unos contra otros.
D’Avrigny tomó del brazo a Morrel y salieron juntos.
Un silencio más profundo que el de la muerte reinaba entonces en aquella casa. Al cabo de un cuarto de hora se oyeron pasos, y Villefort apareció a la puerta del salón donde se encontraban Maximiliano y d’Avrigny, absorto éste, sofocado aquél.
—Venid —les dijo.
Y les llevó junto al sillón de Noirtier.
Morrel miró atentamente a Villefort.
La cara del procurador del rey estaba lívida. Varias manchas azules se veían en su frente. Tenía en la mano una pluma, que torcida en mil sentidos diferentes, chillaba al hacerse pedazos.
—Señores —dijo con voz ahogada al médico y a Morrel—, señores, ¿me dais vuestra palabra de honor de que este secreto permanecerá sepultado entre nosotros?
Los dos hicieron un movimiento.
—Os lo suplico… —continuó Villefort.
—Pero… —dijo Morrel—, el culpable…, el matador…, el asesino…
—Tranquilizaos, caballero, se hará justicia —dijo Villefort—, mi padre me ha revelado el nombre del culpable, mi padre tiene sed de venganza como vos, y sin embargo, mi padre os conjura también a que guardéis el secreto del crimen. ¿No es cierto, padre?
—Sí —hizo Noirtier.
Morrel dejó escapar un movimiento de horror y de incredulidad.
—¡Oh! —dijo Villefort, deteniendo a Maximiliano por el brazo—, si mi padre, hombre inflexible como conocéis, os lo pide, es porque sabe que Valentina será terriblemente vengada. ¿Es verdad, padre?
—Sí —dijo Noirtier.
Villefort prosiguió:
—El me conoce, y le he dado mi palabra. ¡Tranquilizaos, señores, sólo tres días! ¡Os pido tres días!, es menos de lo que pediría la justicia, y la venganza que tome de la muerte de mi hija hará temblar hasta lo íntimo del corazón al más indiferente de los hombres. ¿No es verdad, padre mío?
Al decir estas palabras rechinaba los dientes, y sacudió con fuerza la muerta mano del anciano.
—¿Cumplirá todas sus promesas el señor de Villefort? —preguntó Morrel, mientras d’Avrigny le interrogaba con su mirada.
—Sí —dijo Noirtier con una mirada de siniestra alegría.
—¿Juráis, pues, caballeros —dijo Villefort juntando las manos de d’Avrígny y de Morrel—, juráis apiadaros del honor de mi casa, y que me dejaréis el cuidado de vengarlo?
D’Avrigny se volvió, y pronunció un sí muy débil; pero Morrel arrancó sus manos de las del magistrado, se precipitó hacia la cama, imprimió un beso en los helados labios de Valentina y huyó con el profundo gemido de un alma consumida por la desesperación.
Hemos dicho que todos los criados habían desaparecido. El señor de Villefort se vio obligado a rogar a d’Avrigny que se encargase de las numerosas y delicadas comisiones que acarrea la muerte en nuestras grandes poblaciones, sobre todo cuando acompañan a la muerte circunstancias tan sospechosas.
Era terrible ver aquel dolor sin movimiento de Noirtier, aquella desesperación sin gestos y aquellas lágrimas sin voz.
Villefort entró en su despacho. D’Avrigny fue a buscar al médico de la ciudad, que desempeñaba las funciones de inspector de muertos, y a quien con bastante razón llaman el médico de los muertos.
Noirtier no quiso apartarse de su nieta.
A la media hora, d’Avrigny volvió con su compañero. Habían cerrado la puerta de la calle, y como el portero había desaparecido con los demás criados, Villefort fue a abrir, pero se detuvo después en la escalera. Le faltaba valor para entrar en el cuarto mortuorio.
Los dos doctores llegaron solos hasta Valentina.
Noirtier permanecía junto a la cama, inmóvil como la muerte, pálido y mudo como ella.
El médico de los muertos se acercó con la indiferencia del hombre que pasa la mitad de su vida con los cadáveres, levantó la sábana que cubría a la joven y le entreabrió los labios.
—¡Oh! —dijo d’Avrigny suspirando—, ¡pobre joven!, está bien muerta.
—Sí —dijo lacónicamente el médico, dejando caer las sábanas.
Noirtier respiró intensamente, se volvió d’Avrigny y vio que los ojos del anciano estaban encendidos y fijos en la cama. El buen doctor comprendió que Noirtier quería ver a su nieta. Acercóle a la cama, y mientras el otro médico mojaba en agua clorurada los dedos que habían tocado los labios de la joven muerta, descubrió aquel tranquilo y pálido rostro que parecía el de un ángel dormido.
Una lágrima que se asomó a los ojos del anciano fueron las gracias que recibió el doctor.
El médico extendió el acta en la misma habitación de Valentina, y cumplida aquella formalidad se retiró acompañado de d’Avrigny.
Villefort los oyó bajar, asomóse a la puerta de su despacho, dio las gracias al médico en pocas palabras, y dirigiéndose a d’Avrigny le dijo:
—¿Y ahora, el sacerdote?
—¿Conocéis a algún eclesiástico a quien queráis encargar con preferencia que vele cerca de Valentina? —preguntó el doctor.
—No —dijo Villefort—, id al más próximo.
—El más próximo —dijo el doctor— es un buen abate italiano que ha venido a vivir a la casa inmediata a la vuestra. ¿Queréis que le avise al pasar?
—D’Avrigny —dijo Villefort—, os ruego que acompañéis a este caballero. Aquí tenéis la llave para que podáis entrar y salir. Traeréis al sacerdote, y os encargaréis de instalarlo en el cuarto de mi pobre hija.
—¿Deseáis hablarle, amigo mío?
—Deseo estar solo. Me disculparéis, ¿verdad? Un sacerdote debe comprender todos los dolores, hasta el de un padre.
Y Villefort dio una llave a d’Avrigny, saludó al otro médico y entró en su despacho, poniéndose en seguida a trabajar.
Para ciertos organismos, el trabajo es el remedio de todos los males. Al bajar a la calle vieron un hombre con sotana que estaba a la puerta de la casa inmediata.
—Ved al eclesiástico de que os he hablado —dijo el médico de los muertos a d’Avrigny.
Este se acercó al sacerdote.
—Caballero —le dijo—, ¿estáis dispuesto a hacer un gran favor a un desgraciado padre que acaba de perder a su hija, al señor procurador del rey, Villefort?
—¡Ah! —respondió el eclesiástico con un acento italiano sumamente marcado—, sí; lo sé, la muerte está en esa casa.
—Entonces no tengo necesidad de deciros qué clase de favor se espera de vos.
—Iba a ofrecerme, caballero; nuestra misión es ir al encuentro de nuestros deberes.
—Es una joven.
—Sí, lo sé; lo he oído decir a los criados que huían de la casa. Llamábase Valentina, y ya he rogado a Dios por ella.
—Gracias, gracias —respondió d’Avrigny—, y puesto que habéis empezado a ejercer vuestro santo ministerio, dignaos continuarlo. Venid a sentaros junto a la difunta, y toda una familia sumida en el dolor os estará agradecida.
—Voy en seguida, caballero, y me atrevo a decir que jamás votos más fervientes subieron al trono del Altísimo.
D’Avrigny tomó por la mano al abate, y sin encontrar a Villefort, que permanecía encerrado en su despacho, le condujo hasta el cuarto de Valentina, de la que los sepultureros no debían encargarse hasta la noche siguiente. Al penetrar en el despacho, la mirada de Noirtier se encontró con la del abate, y sin duda creyó leer algo de particular en ella, porque no se separó de él. D’Avrigny le recomendó no solamente la muerta, sino también el vivo. El sacerdote ofreció rogar por la una y cuidar al otro. Se comprometió solemnemente a hacerlo, y sin duda para que no le estorbasen en el momento en que d’Avrigny salió, corrió el cerrojo de la puerta por la que se marchó el doctor, y el de la que daba a la habitación de la señora de Villefort.
L
a mañana siguiente presentóse triste y nebulosa. Durante la noche los sepultureros habían cumplido su fúnebre oficio. Habían cosido el cuerpo de la joven en el sudario que envuelve a los que dejaron de existir, dándoles lo que se llama la igualdad ante la muerte. Aquel sudario no era otra cosa más que una pieza de batista que la joven había comprado quince días antes.
Al comenzar la noche, hombres llamados al efecto, llevaron a Noirtier del cuarto de Valentina al suyo, y contra lo que era de esperar, el anciano no opuso resistencia al alejarlo del cadáver de su nieta querida.
El abate Busoni, que había velado hasta el amanecer, se retiró sin llamar a nadie. A las ocho de la mañana regresó el médico, y encontró a Villefort que pasaba al cuarto de Noirtier, y le acompañó para saber cómo había pasado la noche el anciano. Halláronle en el gran sillón que le servía de cama, durmiendo con un sueño tranquilo y casi sonriendo. Detuviéronse los dos admira dos.
—Mirad —dijo d’Avrigny a Villefort, que observaba a su padre dormido—, mirad cómo la naturaleza sabe calmar los más agudos dolores, y ciertamente nadie podía afirmar que el señor Noirtier no amaba a su nieta, y sin embargo duerme.
—Tenéis razón —respondió Villefort con sorpresa—, duerme, y es muy extraño, porque la menor contrariedad le hace pasar en vela noches enteras.
—El dolor le ha rendido —replicó d’Avrigny. Y ambos volvieron pensativos al despacho del magistrado.
—Ved, doctor, yo no he dormido —dijo Villefort mostrando a d’Avrigny su lecho intacto—. El dolor no me rinde a mí. Hace dos noches que no me he acostado, pero en cambio mirad mi mesa. He escrito, ¡Dios mío!, durante dos días y dos noches…, ¡he anotado esa causa, he preparado el acta de acusación del asesino Benedetto…! ¡Oh!, trabajo, trabajo, mi pasión, mi alegría, mi furor, tú sí, ¡me haces sobrellevar todas las penas!
Y apretó la mano del doctor convulsivamente.
—¿Tenéis necesidad de mí? —le preguntó éste.
—No; solamente os ruego que volváis a las once, a mediodía es cuando… se la llevarán… ¡Dios mío! ¡Mi pobre hija! ¡Mi pobre hija!
Y el procurador del rey, volviendo por un instante a ser humano, levantó los ojos al cielo y dio un suspiro.
—¿Estaréis en el salón de recepción?
—No; tengo un primo que se encarga de ese triste honor; yo trabajaré, doctor; cuando trabajo, todo desaparece.
En efecto, antes que el doctor llegase a la puerta, el procurador del rey se había puesto a trabajar.
Al salir, d’Avrigny encontró a aquel pariente del que le había hablado Villefort, personaje tan insignificante en esta historia como en su familia. Uno de aquellos seres destinados desde su nacimiento a representar el papel de útiles en el mundo.
Había sido puntual. Iba vestido de negro, y llevaba un lazo de crespón en el brazo. Pasó a la casa de su primo, habiendo estudiado primero la fisonomía que debía tener mientras fuese necesario, bien resuelto a dejarla en seguida.
A las once se oyó en el patio de entrada el ruido del coche fúnebre. La calle del arrabal Saint-Honoré se llenó de gente, ávida de las alegrías y de los duelos de los ricos, de aquella gente que corre con igual prisa a un entierro suntuoso que al matrimonio de una duquesa.
Poco a poco fue llenándose la casa mortuoria, y llegaron al principio parte de nuestros antiguos conocidos, es decir, Debray, Château-Renaud, Beauchamp. Después todas las notabilidades de la curia, de la literatura y del ejército, porque el señor de Villefort ocupaba, menos aún por su posición social que por su mérito personal, uno de los primeros puestos en el mundo parisiense.
El primo habíase apostado a la puerta del salón, y hacía entrar a todo el mundo, y era un gran alivio para los invitados ver allí una figura indiferente que no exigía de ellos una fisonomía engañosa o falsas lágrimas, como hubiese sucedido siendo un padre, un hermano o un esposo.
Los que se conocían se llamaban con la vista y formaban en grupos. Uno de éstos se componía de Debray, Château-Renaud y Beauchamp.
—¡Pobre joven! —dijo Debray, pagando como cada cual su tributo a aquel doloroso suceso—, ¡pobre joven!, ¡tan bella y tan rica! ¿Habríais pensado en esto, Château-Renaud, cuando nos vimos…? ¿Cuánto hará? ¿Tres semanas o un mes a lo sumo, para firmar el contrato, que no se firmó?
—Yo no —dijo Château-Renaud.
—¿La conocíais?
—Había hablado una o dos veces con ella en el baile de la señora de Morcef. Me pareció encantadora, aunque de carácter un poco melancólico. ¿Y su madrastra, dónde está? ¿Lo sabéis?
—Ha ido a pasar el día con la mujer de ese digno caballero que nos atiende.
—¿Quién es ése?
—¿Quién?
—El caballero que nos recibe, ¿es un diputado?
—No —dijo Beauchamp—; estoy condenado a ver a nuestros honorables todos los días, y esta facha me es enteramente desconocida.
—¿Habéis comentado esta muerte en vuestro periódico?
—El artículo no es mío, pero se ha hablado, y dudo mucho que sea agradable al señor de Villefort. Se dice, según creo, que si hubiesen ocurrido cuatro muertes sucesivas en cualquiera otra parte que en casa del procurador del rey, ciertamente hubiera llamado algo la atención de este magistrado.
—Además —dijo Château-Renaud—, el doctor d’Avrigny, que es el médico de mi madre, dice que su dolor es inmenso. ¿Pero a quién buscáis, Debray?
—Busco a Montecristo —respondió el joven.