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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (101 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¿Qué decís…? —inquirió el empleado.

—Que eso es muy interesante…

—¿El qué…?

—Todo lo que decís…, ¿y vos no comprendéis nada de vuestras señales?

—Nada absolutamente.

—¿Ni lo habéis intentado?

—Jamás: ¿de qué me serviría?

—Sin embargo, hay señales que se dirigen a vos.

—Sin duda.

—Y ésas sí las comprendéis.

—Siempre son las mismas.

—¿Y dicen?

—Nada de nuevo…, tenéis una hora…, o hasta mañana…

—Eso es muy inocente —dijo el conde—; pero, mirad, ¿no veis a vuestro telégrafo opuesto que empieza a moverse?

—Ah, es verdad; gracias, caballero.

—¿Y qué os dice?, ¿comprendéis algo?

—Sí, me pregunta si estoy preparado.

—¿Y le respondéis?

—Por la misma señal, que revela a mi correspondiente de la derecha que le atiendo, mientras que invita al de la izquierda que se prepare a su vez.

—Eso es muy ingenioso —dijo Montecristo.

—Vais a ver —repuso con orgullo el buen hombre—, dentro de cinco minutos va a hablar.

—Todavía dispongo de cinco minutos —dijo el conde.

—Esto es más de lo que necesito.

—Amigo mío, permitid que os haga una pregunta. ¿Sois aficionado a los jardines?

—En extremo.

—¿Y seríais feliz si en lugar de tener un jardincillo de veinte pies, tuvieseis una huerta y jardín de dos fanegas de tierra?

—Señor, eso sería un paraíso.

—¿Vivís mal con vuestros mil francos?

—Bastante mal; pero vivo, después de todo.

—Sí, pero no tenéis más que un miserable jardín.

—¡Ah!, es verdad, el jardín no es grande…

—Y…, pequeño como es, devorado por los lirones.

—Eso es una plaga…

—Decidme, ¿y si tuvierais la desgracia de volver la cabeza cuando vuestro correspondiente hablase…?

—No lo vería.

—Entonces, ¿qué ocurriría?

—Que no podría repetir sus señales…

—¿Y qué?

—Y no repitiéndolas, por descuido o por lo que fuese…, me exigirían el pago de la multa.

—¿A cuánto asciende esa multa?

—A cien francos.

—La décima parte de vuestro sueldo; ¡qué bonito!

—¡Ah! —exclamó el empleado.

—¿Os ha ocurrido eso alguna vez? —dijo Montecristo.

—Una vez, caballero, una vez que estaba regando un rosal.

—Bien. ¿Y si ahora cambiaseis alguna señal o transmitieseis otra?

—Entonces, eso es diferente, sería despedido y perdería mi pensión.

—¿Trescientos francos?

—Cien escudos, sí señor; de modo que ya podéis suponer que nunca haré tal cosa.

—¿Ni por quince años de vuestro sueldo? Mirad que vale la pena que lo penséis.

—¿Por quince mil francos?

—Sí.

—Caballero, me asustáis.

—¡Bah!

—Caballero, vos queréis tentarme.

—¡Justamente! Quince mil francos.

—Caballero, dejadme mirar a mi correspondiente de la derecha.

—Al contrario, no le miréis y mirad esto, en cambio.

—¿Qué es eso?

—¡Cómo! ¿No conocéis estos papelitos?

—¿Billetes de banco?

—Exacto; quince hay.

—¿Y a quién pertenecen?

—A vos, si queréis.

—¡A mí! —exclamó el empleado, sofocado.

—¡Oh, Dios mío!, a vos, sí, a vos.

—Caballero, ya empieza a moverse mi correspondiente de la derecha.

—Dejadle que se mueva…

—Caballero, me habéis distraído y me van a exigir la multa.

—Eso os costará cien francos; bien veis que tenéis interés en tomar mis quince billetes de banco.

—Caballero, mi correspondiente de la derecha se impacienta, redobla sus señales.

—Dejadle hacer; y vos tomad.

El conde puso el fajo de billetes en las manos del empleado.

—Ahora —dijo—, esto no basta; con vuestros quince mil francos no podréis vivir.

—Conservaré mi puesto.

—No; ¡lo perderéis!, porque vais a hacer otra señal que la de vuestro correspondiente.

—¡Oh!, caballero, ¿qué es lo que me proponéis?

—Una travesura sin importancia.

—Caballero, a menos de obligarme…

—Pienso obligaros, efectivamente…

Y Montecristo sacó de su bolsillo otro paquete.

—Tomad, otros diez mil francos —dijo—, con los quince que están en vuestro bolsillo, son veinticinco mil. Con cinco mil francos compraréis una bonita casa y dos fanegas de tierra; con los veinte mil podréis procuraros mil francos de renta.

—¿Un jardín de dos fanegas?

—Y mil francos de renta.

—¡Santo cielo!

—¡Tomad, pues…!

Y Montecristo puso a la fuerza en la mano del empleado el otro paquete de diez mil francos.

—¿Qué debo hacer…?

—Nada que os cueste trabajo, algo muy sencillo.

—Bien, ¿pero qué…?

—Repetir las señales que os voy a dar.

Montecristo sacó de su bolsillo un papel en el que había trazadas tres señales y otras tantas cifras indicaban el orden con que debían ejecutarse.

—No será muy largo, como veis.

—Sí, pero…

—¡Por este poco trabajo tendréis albaricoques buenos…!

El empleado empezó a maniobrar; con el rostro colorado y sudando a mares, el buen hombre ejecutó una tras otra las tres señales que le dio el conde, y a pesar de las espantosas dislocaciones del correspondiente de la derecha, que no comprendiendo nada de este cambio, comenzaba a pensar que el hombre de los albaricoques se había vuelto loco.

En cuanto al correspondiente de la izquierda, repitió concienzudamente las mismas señales, que fueron aceptadas en el ministerio del Interior.

—Ahora sois ya rico —dijo Montecristo.

—Sí —respondió el empleado—, ¿pero a qué precio?

—Escuchad, amigo mío —dijo Montecristo—, no quiero que tengáis remordimientos; creedme, porque, os lo juro, no habéis causado ningún perjuicio a nadie, y en cambio habéis hecho una buena acción.

El empleado veía los billetes de banco, los palpaba, los contaba, se ponía pálido, se ponía sofocado; al fin corrió hacia su cuarto para beber un vaso de agua; pero no tuvo tiempo para llegar hasta la fuente, y se desmayó en medio de sus albaricoques secos…

Cinco minutos después de haber llegado al ministerio la noticia telegráfica, Debray hizo enganchar los caballos a su cupé, y corrió a casa de Danglars.

—¿Tiene vuestro marido papel del empréstito español? —dijo a la baronesa.

—¡Ya lo creo!, por lo menos, seis millones.

—Que los venda a cualquier precio.

—¿Por qué?

—Porque don Carlos ha huido de Bourges y ha entrado en España.

—¿Cómo lo sabéis?

—¡Diantre! ¡Como sé yo todas las noticias!

La baronesa no se lo hizo repetir, corrió a ver a su marido, el cual corrió a su vez a la casa de su agente de cambio, y le mandó que lo vendiese todo a cualquier precio.

Cuando todos vieron que Danglars vendía los fondos españoles, bajaron inmediatamente. Danglars perdió quinientos mil francos, pero se deshizo de todo el papel de interés…

Aquella noche se leía en
El Messager
:

Despacho telegráfico:

El rey don Carlos ha huido de Bourges, y ha entrado en España por la frontera de Cataluña. Barcelona se ha sublevado en favor suyo.

Toda la noche no se habló más que de la previsión de Danglars que había vendido sus créditos, y de la suerte que tuvo al no perder más que quinientos mil francos en semejante jugada.

Los que habían conservado sus vales, o los que habían comprado los de Danglars, se consideraron arruinados, y pasaron una mala noche.

Al día siguiente se leía en
El Moniteur
:

Carecía de todo fundamento la noticia del Messager de anoche que anunciaba la fuga de don Carlos y la sublevación de Barcelona.

El rey don Carlos no ha salido de Bourges, y la Península goza de la más completa tranquilidad.

Una señal telegráfica, mal interpretada a causa de la niebla, ha dado lugar a este error.

Los fondos subieron al doble de lo que habían bajado.

Esto ocasionó a Danglars la pérdida de un millón.

—¡Bueno! —dijo Montecristo a Morrel, que estaba en su casa en el momento en que le anunciaba la extraña jugada de que había sido víctima Danglars—; acabo de efectuar por veinte mil francos un descubrimiento por el que hubiera dado cien mil.

—¿Qué habéis descubierto? —preguntó Maximiliano.

—Acabo de descubrir el medio de librar a un jardinero de los lirones que le comían sus albaricoques…

Capítulo
IX
Los fantasmas

E
xaminada por fuera y a simple vista la casa de Auteuil, nada tenía de espléndida, nada de lo que se debía esperar de una morada destinada al conde de Montecristo; pero esta sencillez dependía de la voluntad de su dueño, que había mandado no variasen el exterior; mas apenas se abría la puerta, presentaba un espectáculo diferente.

El señor Bertuccio estuvo muy acertado en la elección y gusto de los muebles y adornos y en la rapidez de la ejecución; así como en otro tiempo el duque de Antin había hecho que derribasen en una noche una alameda que incomodaba a Luis XIV, el señor Bertuccio había hecho construir en tres días un patio completamente descubierto, y hermosos álamos y sicómoros daban sombra a la fachada principal de la casa, delante de la cual, en lugar de un enlosado medio oculto entre la hierba, se extendía una alfombra de musgo, que había sido plantado aquella misma mañana, y sobre el cual brillaban aún las gotas de agua con que había sido regado. Por otra parte, las órdenes habían partido del conde, que entregó a Bertuccio un plano indicando el número y lugar en que los árboles debían ser plantados, la forma y el espacio de musgo que debía suceder al enlosado.

En fin, la casa estaba desconocida. El mayordomo hubiera deseado que se hicieran algunas transformaciones en el jardín, pero el conde se opuso a ello, y prohibió que se tocase siquiera una hoja. Mas Bertuccio se desquitó, llenando de flores y adornos las antesalas, las escaleras y chimeneas.

Todo anunciaba la extraordinaria habilidad del mayordomo, la profunda ciencia de su amo, el uno para servir, el otro para hacerse servir: esta casa desierta después de veinte años, tan sombría y tan triste aun dos días antes, impregnada de ese olor desagradable que se puede llamar olor de tiempo, habíase transformado en un solo día. Al entrar en ella el conde, tenía al alcance de su mano sus libros y sus armas; a su vista, sus cuadros preferidos; en las antesalas, los perros, cuyas caricias le eran agradables, los pájaros que le divertían con sus cantos; toda esta casa, en fin, despertada de un largo sueño, vivía, cantaba, parecida a esas casas que hemos amado por mucho tiempo, y en las que dejamos una parte de nuestra alma si por desgracia las abandonamos.

Los criados iban y venían por el patio, todos contentos y alegres; los unos encargados de las cocinas y caminando por aquellas escaleras y corredores como si hiciese algún tiempo que los habitaban: otros se dirigían a las caballerizas, donde los caballos relinchaban respondiendo a los palafreneros, que les hablaban con más respeto del que tienen muchos criados para con sus amos.

La biblioteca estaba dispuesta en dos cuerpos, en los dos lados de la pared, y contenía dos mil volúmenes; una sección estaba destinada a las novelas modernas, y la que había acabado de publicarse el día anterior, la tenía ya en su estante encuadernada en tafilete encarnado y oro.

En otro lugar estaba el invernadero, lleno de plantas raras y flores que se abrigaban en grandes macetas del Japón, y en medio del invernadero, maravilla a la vez agradable a la vista y al olfato, un billar que parecía haber sido abandonado dos horas antes por los jugadores.

Una sola habitación había sido respetada por el signor Bertuccio. Delante de este cuarto, situado en el ángulo izquierdo del piso principal, al cual podía subirse por la escalera principal y salir por una escalerilla falsa, los criados pasaban con curiosidad, y Bertuccio con terror.

El conde llegó a las cinco en punto, seguido de Alí, delante de la casa de Auteuil. Bertuccio esperaba esta llegada con una impaciencia mezclada de inquietud. Ansiaba alguna alabanza y temía un fruncimiento de cejas. Montecristo descendió al patio, recorrió toda la casa y dio la vuelta al jardín, silencioso y sin dar la menor señal de aprobación o de disgusto.

Pero al entrar en su alcoba, situada en el lado opuesto a la pieza cerrada, extendió la mano hacia el cajón de una preciosa mesita de madera de rosa.

—Esto no puede servir más que para guardar guantes —dijo.

—En efecto, excelencia —respondió Bertuccio encantado—, abridlo y los hallaréis.

En los otros muebles el conde halló lo que deseaba; frascos de todos los tamaños y con toda clase de aguas de olor, cigarros y joyas…

—¡Bien, bien…! —dijo.

Y el señor Bertuccio se retiró contentísimo de que su amo lo hubiese quedado de los muebles y de la casa.

A las seis en punto se oyeron las pisadas de un caballo delante de la puerta principal: era nuestro capitán de
spahis
conducido por
Medeah
.

Montecristo lo esperaba en la escalera con la sonrisa en los labios.

—Estoy seguro de que soy el primero —le gritó Morrel—; lo he hecho a propósito para poder estar un momento a solas con vos antes de que llegue nadie. Julia y Manuel me han dado mil recuerdos. ¡Ah!, ¿sabéis que esto es estupendo? Decidme, ¿me cuidarán bien el caballo vuestros criados?

—Tranquilizaos, mi querido Maximiliano; entienden de eso.

—Precisa de mucho cuidado. ¡Si supieseis qué paso ha traído!, ¡ni un huracán…!

—¡Diablo!, ya lo creo, ¡un caballo de cinco mil francos! —dijo Montecristo con el mismo tono con que un padre podría hablar a su hijo.

—¿Lo sentís? —dijo Morrel con su franca sonrisa.

—¡Dios me libre…! —respondió el conde—. No; sentiría que el caballo no fuese bueno.

—Es tan estupendo, mi querido conde, que el señor de Château-Renaud, el hombre más inteligente de Francia, y el señor Debray, que monta los mejores caballos, vienen corriendo en pos de mí en este momento, y han quedado un poco atrás, como veis; van acompañando a la baronesa, cuyos caballos van a un trote con el que podrían andar seis leguas en una hora…

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