El Conde de Montecristo (166 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Aquel día, los empleados del ministerio, sus subordinados, tuvieron que sufrir su malhumor.

Por la tarde compró una hermosa casa en el boulevard de la Magdalena, que le producía de renta cincuenta mil libras.

Al día siguiente y a la hora en que Debray firmaba el contrato, es decir, sobre las cinco de la tarde, la señora Morcef, después de haber abrazado tiernamente a su hijo y recibido los abrazos de éste, montaba en una berlina de la diligencia.

En las mensajerías Laffitte, un hombre estaba oculto tras una ventana del entresuelo que hay encima del despacho. Vio subir a Mercedes, salir la diligencia y alejarse a Alberto.

Pasó la mano por su frente y murmuró:

—¡Cómo haré para devolver a dos inocentes la dicha de que les he privado! Dios me ayudará.

Capítulo
XXVIII
El foso de los leones

U
na de las divisiones de la cárcel de la Fuerza, en donde se custodian los presos más peligrosos, lleva el nombre de patio de San Bernardo.

En su lenguaje enérgico, los presos le han dado el sobrenombre de Foso de los Leones, probablemente porque los cautivos muerden frecuentemente los hierros y muchas veces a los guardianes.

Es una prisión dentro de otra. Los muros tienen doble espesor que los demás de la cárcel. Todos los días un guardián registra cuidadosamente las rejas, y es fácil conocer, al observar su estatura hercúlea y sus miradas frías e inquisidoras, que los alcaides han sido escogidos para reinar sobre su pueblo por el terror y la actividad de la inteligencia.

El patio de aquella división está rodeado de muros enormes sobre los que resbala oblicuamente el sol cuando se decide a penetrar en aquel abismo de fealdades morales y físicas. En aquel patio, desde la hora de levantarse, vagan pensativos, espantados y pálidos como espectros, aquellos hombres que la justicia tiene bajo el peso de su aguda cuchilla.

Se les ve arrimarse, formar grupos a lo largo de la pared que recibe y conserva mayor parte de calor. Permanecen allí hablando dos a dos, las más veces solos, con la vista fija en la puerta, que se abre para llamar a alguno de los habitantes de aquella lúgubre mansión, para vomitar en aquel golfo una acerba escoria expulsada del seno de la sociedad.

El patio de San Bernardo posee su locutorio particular, un cuadrilongo dividido en dos partes por dos rejas de hierro colocadas a distancia de tres pies la una de la otra, de suerte que el que visita aquel local no puede dar la mano al preso. Aquel locutorio es sombrío, húmedo y horroroso, sobre todo cuando se tienen en cuenta las espantosas confidencias de que han sido testigos aquellas enmohecidas rejas.

Sin embargo, por espantoso que sea aquel sitio, es el paraíso donde vienen a gozar de una sociedad esperada con impaciencia aquellos hombres cuyos días están contados, pues rara vez sale uno del Foso de los Leones que no vaya a la barrera de Santiago o a presidio perpetuamente.

En el patio que acabamos de describir, y que estaba sumamente húmedo, se paseaba con las manos en los bolsillos del frac un joven a quien examinaban con curiosidad los habitantes de la Fuerza.

Habría podido pasar por hombre elegante, gracias a sus ropas, si éstas no hubiesen estado hechas pedazos. Con todo, no eran viejas. El paño fino y sedoso en los sitios intactos, recobraba fácilmente su brillo al pasarle la mano el joven, que procuraba rehacer su frac.

Con el mismo cuidado, dedicábase a abrocharse una camisa de batista, que había cambiado considerablemente de color desde su entrada en la cárcel, y pasaba sobre sus botas barnizadas un pañuelo de holanda, en cuyos picos estaban bordadas unas iniciales y encima una corona heráldica.

Algunos de los pupilos del Foso de los Leones contemplaban con un interés particular los manejos del preso.

—¡Toma!, mira, mira cómo se compone el príncipe —dijo uno de los ladrones.

—Tiene un aire muy distinguido —respondió otro—, y seguro que si tuviese un peine y pomada, eclipsaría a todos los elegantes de guante blanco.

—Su frac no es aún viejo, y sus botas relucen lindamente. Es muy lisonjero para nosotros tener compañeros de buen tono, y esos tunos de gendarmes son bien villanos. ¡Los envidiosos! ¡Pues no han destrozado tan hermoso traje!

—Parece que es un sujeto famoso —dijo otro—, ha hecho de todo… y en gran estilo…, ¡viene de allá abajo tan joven! ¡Oh! ¡Eso es magnífico…!

Y el que era objeto de aquella vergonzosa admiración parecía saborear los elogios o los vapores de los elogios, porque no oía las palabras.

Cuando hubo dado fin a su aseo, se acercó a la reja de la cantina, contra la que estaba recostado el guardián.

—Veamos —le dijo—, prestadme sólo veinte francos, que pronto os los devolveré. Conmigo no arriesgáis nada. Pensad que tengo parientes que poseen más millones que cuantos tenéis vos. Pronto, prestadme esos veinte francos, necesito comprar algunas cosas, padezco horriblemente de verme todo el día con frac y botas… ¡Qué frac para un príncipe Cavalcanti!

El guardián le volvió la espalda y se encogió de hombros. No se rió de aquellas palabras, que habrían hecho gracia a otro cualquiera porque aquel hombre había oído muchas semejantes, o mejor dicho, siempre oía las mismas cosas.

—Idos de aquí —dijo Cavalcanti—, sois hombre de cruel corazón y os haré perder vuestro destino.

Aquellas palabras hicieron volver la cara al guardián, que soltó una carcajada.

Los presos se acercaron y formaron un corro.

—Os aseguro que con esa pequeña cantidad podría comprar una bata y obtener un cuarto particular para recibir dignamente la ilustre visita que espero de un día a otro.

—¡Tiene razón! ¡Tiene razón! —exclamaron los demás presos—, bien se ve que es hombre de importancia.

—Prestadle, entonces, los veinte francos —dijo el guardián apoyándose contra la reja—. ¿Por ventura no debéis hacer ese favor a un camarada?

—Yo no soy camarada de esas gentes —dijo con altivez el joven—, no me insultéis, porque no tenéis ese derecho.

—¿Lo oís? —dijo el guardián con una maligna sonrisa—, os trata bien, prestadle los veinte francos…, ¿eh?

Los presos se miraron con un murmullo sordo, y una tempestad levantada por la provocación del guardián más aún que por las palabras de Cavalcanti empezó a formarse contra el preso aristócrata.

El guardián, seguro de poder hacer el
Quos ego
, cuando las olas fuesen demasiado fuertes, las dejó crecer poco a poco, representando el papel del pretendiente importuno para divertirse luego un buen rato.

Los ladrones se acercaban ya a Cavalcanti, y los unos decían:

—¡El zapato!, ¡el zapato!

Cruel operación, que consiste en azotar, no con una chinela, sino con un zapato lleno de clavos, al que cae en desgracia.

Otros eran de opinión que sufriese la anguila, género de diversión que consiste en llenar de arena, de chinas y monedas, cuando las tienen, un pañuelo, torcerlo, y descargar golpes en la cabeza y en las espaldas de la víctima.

—Azotemos al hermoso caballero —dijeron otros—, ¡al hombre de bien!

Pero Cavalcanti se volvió hacia ellos, guiñó los ojos, infló la mejilla con la lengua, a hizo oír un sonido con los labios, que equivale a mil signos de inteligencia entre los bandidos y les obliga a callarse.

Aquel signo masónico lo aprendió de Caderousse.

Reconocieron en seguida a uno de los suyos.

En seguida estuvieron todos a favor del preso. Se oyeron algunas voces que decían: ¡tiene razón!, ¡puede ser hombre de bien a su modo!, y los presos querían dar el ejemplo de la libertad de conciencia.

La tempestad se apaciguó. El guardián, atónito, tomó las manos de Cavalcanti, las sujetó y empezó a registrarle, atribuyendo aquel repentino cambio de los habitantes del Foso de los Leones a alguna otra señal mucho más significativa.

Cavalcanti le dejó hacer, aunque protestando.

De pronto se oyó una voz en la reja.

—¡Benedetto! —gritaba un inspector.

El guardián le dejó.

—¡Al locutorio! —dijo la voz.

—Ya lo veis, vienen a visitarme… ¡Ah!, pronto veréis si se puede tratar a Cavalcanti como a un hombre cualquiera.

Y Cavalcanti salió del patio como una sombra negra, se precipitó por la reja entreabierta, dejando admirados a sus compañeros y hasta al guardián.

Llamábanle al locutorio, y no debemos admirarnos menos que él, porque el tuno, desde su entrada en la cárcel, en vez de escribir para hacerse reclamar como otros, había guardado el más obstinado silencio.

«Estoy protegido por algún poderoso —pensaba—; todo me lo prueba. Mi improvisada fortuna, la facilidad con que he allanado todos los obstáculos, una familia improvisada, un nombre ilustre, magníficas alianzas prometidas a mi ambición, todo, todo está en mi favor. Una mala hora en mi suerte, la ausencia de mi protector quizá, me ha perdido, pero no del todo y para siempre. La mano se ha retirado por un momento, pero pronto llegará de nuevo hasta mí, y me salvará cuando ya me crea yo hundido en el abismo.

»¿Por qué arriesgaré un paso imprudente? Tal vez perdería con ello la confianza de mi protector. Hay dos medios para salir adelante: la evasión misteriosa comprada a peso de oro, o comprometer a los jueces en términos que obtenga la absolución. Esperemos para hablar y para obrar a estar seguro de que me han abandonado, y entonces…»

Cavalcanti había edificado un plan que podría calificarse de hábil. El miserable era fuerte en el ataque y obstinado en la defensa.

Había soportado las privaciones y escasez de la prisión común, y sin embargo, la costumbre le hacían insoportable el verse mal vestido, sucio y hambriento. El tiempo le parecía eterno.

En aquellos instantes insoportables fue cuando la voz del inspector le llamó al locutorio.

El corazón de Cavalcanti saltó de alegría. No podía ser la visita del juez de Instrucción, ni tampoco podían llamarle el director de Prisiones o el médico. Por consiguiente, sólo podía ser la esperada visita.

A través de la reja del locutorio en que fue introducido, distinguió Cavalcanti la cara sombría e inteligente de Bertuccio, que le miraba con dolorosa admiración, observando cuidadosamente las rejas, las puertas y el triste sitio en que le encontraba.

—¡Ah! —dijo Cavalcanti con el corazón oprimido.

—Buenos días, Benedetto —dijo Bertuccio con voz profunda y sonora.

—¡Vos!, ¡vos! —continuó el joven mirando espantado alrededor.

—¿Me conoces? —dijo Bertuccio—, ¡joven desgraciado!

—¡Silencio!, ¡silencio! —respondió Cavalcanti, que sabía cuán fino era el oído de aquellas paredes—. ¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¡no habléis tan alto!

—Tú desearías hablar conmigo a solas, ¿no es cierto? —dijo Bertuccio.

—Sí, sí —respondió Cavalcanti.

—Está bien.

Y Bertuccio metiendo la mano en el bolsillo, hizo señas al guardián, que se veía a través de la reja.

—Leed —le dijo.

—¿Qué es eso? —preguntó Cavalcanti.

—La orden de ponerte en un cuarto solo y dejarte comunicar conmigo.

—¡Oh! —dijo Cavalcanti rebosando alegría, y volviendo sobre sí, pensó: «El protector misterioso no me olvida, el secreto es lo que ante todo se han propuesto obtener, puesto que quieren hable en un cuarto solo…, mi protector es el que ha enviado a Bertuccio».

El guardián habló un momento con el superior, abrió las dos rejas, y condujo al preso a un cuarto del primer piso, que daba al patio. La alegría de Cavalcanti era indescriptible.

La habitación estaba blanqueada según es costumbre en las cárceles. Su aspecto pareció muy alegre al preso; una estufa, una cama, una silla y una mesa; estaba amueblada con lujo.

Bertuccio se sentó en la silla, Cavalcanti se echó sobre la cama y el guardián se retiró.

—Veamos —dijo el intendente del conde— lo que tienes que decirme.

—¿Y vos? —respondió Cavalcanti.

—Pero habla tú primero.

—¡Oh, no! A vos corresponde, puesto que venís a visitarme.

—Pues bien, sea. Has continuado el curso de tus crímenes. Has robado y asesinado.

—Bueno; si me habéis mandado poner en un cuarto aparte únicamente para decirme esto, tanto valía que no os hubieseis molestado. Esas cosas ya me las sé; hay otras que ignoro. Hablemos de ellas, si gustáis. ¿Quién os ha enviado?

—¡Oh! ¡Oh! Muy ligero andáis, Benedetto.

—No es verdad; solamente voy derecho al fin. Pero excusémonos palabras inútiles. ¿Quién os envía?

—Nadie.

—¿Cómo supisteis que estaba preso?

—Hace mucho que lo he reconocido en el elegante insolente que paseaba a caballo por los Campos Elíseos.

—¡Los Campos Elíseos…!, los Campos Elíseos… No nos apartemos de lo principal. Hablemos de mi padre, ¿queréis?

—¡Qué soy yo, a fin de cuentas!

—Vos, buen hombre, vos sois mi padre adoptivo, pero no pienso que seáis vos quien ha dispuesto en mi favor de cien mil francos, que he devorado en cuatro o cinco meses. No sois vos el que me ha forjado un padre italiano y noble, ni el que me ha presentado en el mundo y convidado a cierta comida en Auteuil, en la que se hallaba reunida la mejor sociedad de París y cierto procurador del Rey, cuya amistad he hecho mal en no cultivar, pues me sería muy útil en este momento. No sois vos, finalmente, el que respondió de dos millones cuando me ocurrió el accidente fatal de la descubierta. Vamos, hablad, estimable corso, hablad…

—¿Qué quieres que diga?

—Yo os ayudaré.

—Hablabais de los Campos Elíseos hace un instante, mi digno padre postizo.

—¡Y bien!

—En los Campos Elíseos hay un caballero muy rico, muy rico.

—En cuya casa has robado y asesinado, ¿verdad?

—Me parece que sí.

—El señor conde de Montecristo.

—Vos le habéis nombrado, como dice Racine… Pues bien, debo arrojarme en sus brazos, estrecharle contra mi corazón, y exclamar: ¡padre mío!, como dice el señor Pixérécourt.

—Dejemos a un lado las chanzas —respondió gravemente Bertuccio—, y que semejante nombre no se pronuncie jamás como os habéis atrevido a hacerlo.

—¡Bah! —dijo Cavalcanti, algo desconcertado por la solemnidad de Bertuccio—, ¿por qué no?

—Porque el que lleva ese nombre es demasiado favorecido del cielo para ser padre de un miserable como vos.

—¡Bah!, ¡monsergas!

—Os aconsejo que andéis con cuidado.

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