—¡Amenazas…!, no las temo, diré…
—¿Creéis que tratáis con pigmeos de vuestra especie? —dijo Bertuccio con un tono tan tranquilo y firme que removió hasta las entrañas del joven—. ¿Creéis que tratáis con vuestros malvados compañeros de presidio o con vuestros imbéciles del gran mundo? Benedetto, estáis bajo un poder terrible. Una mano protectora tiene a bien llegar hasta vos, aprovechaos de la ayuda que os ofrece. No juguéis con el rayo, que deja por un instante, pero que volverá a tronar si hacéis la menor demostración para detener su noble curso.
—Mi padre…, yo quiero saber quién es mi padre…, pereceré si es necesario, pero lo sabré. ¿Qué me importa a mí el escándalo? Bienes…, «reclamaciones», como dice el señor de Beauchamp, el periodista. Pero vosotros, los del gran mundo, siempre tenéis algo que perder con el escándalo, a pesar de vuestros millones y vuestros escudos de armas… ¿Quién es mi padre?
—He venido para decírtelo.
—¡Ah! —dijo Benedetto rebosando alegría.
En aquel instante, abrióse la puerta, presentóse el carcelero, y dirigiéndose a Bertuccio, le dijo:
—Escuchadme, caballero. El juez de Instrucción espera al reo.
—Es el final de mi interrogatorio —dijo Benedetto—. Llévese el diablo al importuno.
—Volveré mañana —le dijo Bertuccio.
—¡Bien! —repuso el joven—. Señores gendarmes, estoy a vuestra disposición. ¡Ah!, mi estimable señor, dejad algún dinero en la escribanía para que me den lo que me haga falta.
—Lo haré —dijo Bertuccio.
Benedetto le alargó la mano, Bertuccio metió la suya en el bolsillo e hizo sonar dinero.
—Eso es lo que quería decir —dijo el reo tratando de esbozar una sonrisa; pero subyugado por la extraña impasibilidad de Bertuccio:
—¿Me habré engañado? —se dijo al subir en el carruaje que debía conducirle al gabinete del juez—. Hasta mañana, pues —añadió volviéndose a Bertuccio.
—Hasta mañana —respondió éste.
S
eguramente recordará el lector que el abate Busoni había quedado solo con Noirtier en el cuarto mortuorio, y que el anciano y el sacerdote se encargaron de velar el cuerpo de Valentina.
Acaso las exhortaciones cristianas del abate, su dulce caridad, su palabra persuasiva, devolvieron el valor al anciano, porque desde el momento en que pudo entrar en relación con el sacerdote, en vez de la desesperación que se había apoderado de él, todo en Noirtier anunciaba una gran resignación, una calma bien sorprendente para todos los que recordaban la afección profunda que profesaba a Valentina.
El señor de Villefort no había vuelto a ver al anciano desde la mañana en que murió su hija. Toda la casa se había renovado. Tomóse otro criado para él, otro para Noirtier. Entraron dos mujeres al servicio de la señora de Villefort. Todos, hasta el mayordomo, el cochero, ofrecían un aspecto distinto entre los diferentes señores de esta casa maldita, interponiéndose entre las frías relaciones que entre ellos existían. Por otra parte, el jurado se abría dentro de dos o tres días, y Villefort, encerrado en su gabinete, trabajaba febrilmente en los procedimientos contra el asesino de Caderousse. Este asunto, como aquellos en que el conde de Montecristo se hallaba envuelto, había promovido gran ruido en el mundo parisiense. Las pruebas no eran convincentes, puesto que se basaban en algunas palabras escritas por un presidiario moribundo, antiguo compañero de reclusión de un hombre a quien podía acusar por odio o por venganza. El convencimiento sólo existía en la conciencia del magistrado. El señor de Villefort había acabado por adquirir la terrible convicción de que Benedetto era culpable, y debía sacar de esta difícil victoria una de las satisfacciones de amor propio, únicas que conmovían un poco las fibras de su helado corazón.
Instruíase, pues, el proceso, gracias al trabajo incesante de Villefort, que quería inaugurar el próximo jurado. Veíase precisado a ocultarse para evitar el responder al prodigioso número de demandas de billetes de audiencia que se le hacían.
Hacía poco tiempo que la pobre Valentina había sido depositada en el sepulcro, estaba aún tan reciente el dolor de la casa, que nadie se admiraba de ver al padre tan sumamente absorbido por sus deberes, es decir, en la única distracción que podía hallar a sus pesares.
Una sola vez, la víspera del día en que Benedetto recibió la segunda visita de Bertuccio, en que éste debía haber dado el nombre de su padre, la víspera de este día, que era domingo, una sola vez, decimos, Villefort había visto a su padre. Era un momento en que el magistrado, rendido de fatiga, había bajado al jardín de su casa, y sombrío, encorvado bajo el peso de un tenaz pensamiento, parecido a Tarquino dando con su vara en las cabezas de las adormideras más altas, el señor de Villefort daba con su bastón en los largos y macilentos tallos de las enredaderas que se enlazaban por los pilares como los espectros de estas flores tan brillantes en la estación que conducía. Más de una vez había llegado al fondo del jardín, es decir, a la famosa valla que daba al huerto abandonado, volviendo siempre por el mismo punto, y emprendiendo su paseo del propio modo y con igual semblante, cuando sus ojos se dirigieron maquinalmente hacia la casa, en la cual oía jugar alegremente a su hijo, que había vuelto del colegio para pasar el domingo y el lunes cerca de su madre.
A este movimiento, vio en una de las ventanas abiertas al señor Noirtier, que se había hecho arrastrar en su silla de mano hasta ella, para gozar de los últimos rayos del sol, aún tibio, que venían a saludar las flores mustias de las enredaderas y las hojas de las parras que tapizaban el edificio. Los ojos del paralítico estaban clavados, por decirlo así, sobre un punto que Villefort distinguía imperfectamente. Esa mirada de Noirtier era tan repugnante, tan salvaje, tan ardiente de impaciencia, que el procurador del rey, hábil en aprovechar todas las impresiones de un rostro que tan bien conocía, dirigió a otro punto la vista por si distinguía la casa o persona a que aquélla se dirigía.
Entonces vio bajo un bosque de tilos, cuyas ramas estaban ya casi sin hojas, a la señora de Villefort, que sentada y con un libro en la mano interrumpía de vez en cuando su lectura para sonreír a su hijo y devolverle una pelota de goma que lanzaba obstinadamente desde el salón al jardín.
Villefort palideció, porque comprendió lo que quería decir el anciano con su mirada. Noirtier tenía los ojos fijos en el mismo objeto, pero de pronto separó la vista de la mujer para fijarla en el marido, y Villefort tuvo que sufrir el ataque de aquellos ojos aterradores, que al cambiar de objeto habían también cambiado de lenguaje, sin perder nada de su expresión amenazadora.
La señora de Villefort, ignorante de la tempestad que se formaba sobre su cabeza, retenía en aquel momento la pelota del niño y le hizo señas de que viniese a buscarla con un beso, pero Eduardo se hizo rogar por mucho tiempo. La caricia maternal no le parecía suficiente recompensa para el trabajo que iba a tomarse. Finalmente se decidió, saltó por la ventana y corrió hacia su madre con la frente cubierta de sudor. Enjugósela ésta, puso en ella sus labios y le dejó ir con la pelota en una mano y en la otra un puñado de caramelos.
Villefort, atraído como el pájaro por la serpiente, se acercó a la casa, y a medida que se acercaba a ella, la mirada del anciano descendía, siguiéndole de tal modo que le penetraba hasta lo más recóndito del corazón. Aquella mirada era un sangriento vituperio al mismo tiempo que una terrible amenaza. Los ojos de Noirtier se levantaron al cielo como recordando a su hijo el olvido de su juramento.
—Está bien, señor, está bien. Tened paciencia siquiera un día; lo dicho, dicho.
Pareció como si aquellas palabras hubieran tranquilizado a Noirtier, cuya mirada se volvió con indiferencia a otra parte.
La noche fue como de costumbre, todos se acostaron y durmieron. Sólo Villefort no lo hizo, y trabajó hasta las cinco de la mañana, revisando los interrogatorios hechos la víspera por los magistrados instructores y compulsando las declaraciones de los testigos que debían esclarecer una de las actas de acusación más difíciles y bien combinadas que hubiese hecho jamás.
Al día siguiente, lunes, debía celebrarse la primera sesión de los jurados. Villefort vio amanecer aquel día nublado y siniestro. Su azulada luz se reflejó sobre el papel y las líneas que en él trazara con tinta roja. El magistrado se había dormido por un instante, y le despertó el ruido que hacía su lámpara chisporroteando al apagarse. Sus dedos llenos de tinta encarnada parecían mojados en sangre.
Abrió del todo la ventana, una faja anaranjada dividía el horizonte. Un ruiseñor dejaba oír su canto matinal. El aire húmedo de la mañana refrescó la cabeza del magistrado.
—En el día de hoy —dijo con esfuerzo—, el hombre que tiene la espada de la justicia la hará caer en todas partes sobre los culpables.
Sus ojos buscaron ávidamente la ventana en que viera a Noirtier el día antes.
La cortina estaba corrida.
Y sin embargo, tenía tan presente la imagen de su padre, que sus ojos se dirigieron a aquella ventana cerrada como si estuviera abierta, y viese en ella la imagen amenazadora del anciano.
—Sí —murmuró—; sí, vive tranquilo.
Dejó caer la cabeza sobre el pecho y dio unas cuantas vueltas por el despacho. Finalmente, se arrojó vestido sobre un sofá, menos para dormir que para que descansasen sus fatigados miembros.
Poco a poco se despertaron todos. Villefort oyó desde su despacho los diferentes ruidos que constituyen, por decirlo así, la vida de una casa, las puertas, puestas en movimiento, y el sonido de la campanilla de la señora de Villefort, que llamaba a su doncella, y los primeros gritos del niño, que se levantaba alegre, como sucede siempre a su edad.
Villefort tiró de su campanilla. Su nuevo ayuda de cámara entró y le trajo los periódicos.
Al mismo tiempo, le presentó también una taza de chocolate.
—¿Qué me traes ahí? —preguntó Villefort.
—Una taza de chocolate.
—No la he pedido. ¿Quién se ha ocupado de mí?
—Ha dicho la señora que el señor debería hablar mucho hoy ante el jurado, y que necesitaba tomar fuerzas.
Y puso sobre una mesa que había junto al sofá, llena de papeles como todas las demás, la taza de plata.
Villefort contempló un momento la taza con aire sombrío, tomóla en seguida con un movimiento nervioso, y bebió de una sola vez su contenido. Hubiérase dicho que esperaba contuviese el mortal veneno, que llamando a la muerte, le libertara de cumplir con un deber más penoso aún que morir. Levantóse en seguida, y empezó a pasear por el despacho con una sonrisa que hubiera espantado al que lo hubiera estado contemplando.
El chocolate era inofensivo, y el señor Villefort nada sintió.
Llegó la hora del almuerzo, y el señor Villefort no se presentó a la mesa.
El ayuda de cámara entró en el despacho.
—La señora dice que son las once, y la audiencia empieza a mediodía.
—Y bien —dijo Villefort—, ¿y luego?
—La señora está vestida, y pregunta si acompañará al señor.
—¿Adónde?
—Al Palacio de Justicia.
—¿Para qué?
—Dice la señora que desea asistir a esta sesión.
—¡Ah! —dijo Villefort con un acento espantoso—, ¿lo desea?
El criado dio un paso atrás y dijo:
—Si el señor quiere salir solo, iré a decirlo a la señora.
Villefort permaneció un instante silencioso; con sus uñas rascaba su pálida mejilla y retorcía su barba de ébano.
—Decid a la señora que deseo hablarle, y que le ruego me espere en su cuarto.
—Sí, señor.
—Después volveréis para afeitarme y vestirme.
—Al instante.
El ayuda de cámara fue a cumplir su encargo, y volvió al momento, afeitó a Villefort, y le vistió completamente de negro.
Cuando concluyó le dijo:
—La señora ha dicho que esperaba.
—Voy.
Villefort, con los extractos bajo el brazo y el sombrero en la mano, se dirigió a la habitación de su mujer.
La señora de Villefort se hallaba sentada en una otomana, hojeando con impaciencia los periódicos y folletos que Eduardo se entretenía en hacer pedazos antes de que su madre hubiese acabado su lectura.
Estaba completamente vestida para salir. Tenía el sombrero sobre una silla y puestos los guantes.
—¡Ah!, ¿estáis aquí? —dijo con una voz natural y tranquila—. ¡Dios mío!, ¡estáis muy pálido! ¿Habéis trabajado toda la noche?
¿Por qué no habéis venido a almorzar con nosotros? ¡Y bien!, ¿voy con vos, o sola con Eduardo?
La señora de Villefort había multiplicado las preguntas para obtener una respuesta, pero el señor de Villefort estaba mudo y frío como una estatua.
—Eduardo —dijo Villefort fijando en el niño una mirada imperiosa—, id a jugar al salón, amigo mío, es preciso que hable a vuestra madre.
La señora de Villefort, viendo aquella frialdad y tono resuelto, tembló sin saber la causa de aquellos preámbulos.
Eduardo levantó la cabeza, miró a su madre, y viendo que no confirmaba la orden de Villefort, volvió a jugar con sus soldados de plomo.
—Eduardo —dijo el señor de Villefort tan ásperamente que el chico saltó sobre la silla—, ¿me oís?, id.
El niño, que no estaba acostumbrado a que le tratasen con tanta severidad, se levantó pálido, no sabríamos decir si de cólera o de miedo.
Su padre se acercó a él, le tomó por un brazo y le dio un beso en la frente.
—Vete, hijo mío —dijo—, vete.
Eduardo salió de la estancia.
El señor de Villefort se dirigió a la puerta y pasó el cerrojo.
—¡Oh, Dios mío! —dijo la joven mirando a su marido, y procurando esbozar una sonrisa que heló sobre sus labios la impasibilidad de Villefort—. ¿Qué ocurre?
—Señora, ¿dónde guardáis el veneno de que os servís comúnmente? —dijo claramente y sin preámbulos el magistrado, colocándose entre su mujer y la puerta.
La señora de Villefort sintió lo que una tórtola a la que un milano hinca las garras en la cabeza.
De su pecho brotó un sonido ronco, que no era tú grito ni suspiro, y palideció hasta ponerse lívida.
—Señor —dijo—, yo… no os comprendo.
Y como herida por un accidente mortal, se dejó caer sobre el sofá.
—Os pregunto —repitió Villefort con una voz completamente tranquila—, en qué sitio ocultáis el veneno con el que habéis matado a mi suegro, el señor de Saint-Merán, a mi suegra, a Barrois y a mi hija Valentina.