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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (66 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Ese es mi deber de anfitrión, querido amigo —dijo Alberto llamando al criado, mientras Luciano hacía saltar los periódicos con el extremo de su bastón de puño de oro incrustado de turquesas—. Germán, jerez y bizcochos. Entretanto, querido Luciano, aquí tenéis cigarros de contrabando, os invito a que los probéis, y también podréis decir a vuestro ministro que nos venda como éstos en lugar de esa especie de hojas de nogal que condena a fumar a los buenos ciudadanos.

—¡Diablo! Yo me guardaría muy bien de hacerlo. Desde el momento en que os viniesen del gobierno os parecerían detestables. Por lo demás, eso no corresponde al Interior, sino a Hacienda; dirigíos a míster Human, corredor A., número 26.

—En verdad —dijo Alberto—, me asombráis con la profusión de vuestros conocimientos. ¡Pero tomad un cigarro!

—¡Ah, querido vizconde! —dijo Luciano encendiendo un habano en una bujía de color de rosa que ardía en un candelero sobredorado y recostándose en el diván—. ¡Ah!, querido vizconde! ¡Qué feliz sois en no tener nada que hacer! En verdad, no conocéis vuestra felicidad.

—¿Y qué es lo que haríais, mi querido pacificador de reinos —repuso Morcef con ligera ironía—, si no hicieseis nada? ¡Cómo! Secretario particular de un ministro, lanzado a la vez en el mundo europeo y en las intrigas de París, teniendo reyes, y mucho mejor aún, reinas que proteger, partidos que reunir, elecciones que dirigir, haciendo con vuestra pluma y vuestro telégrafo, desde vuestro gabinete, más que Napoleón en sus campos de batalla con su espada y sus victorias, poseyendo veinticinco mil libras de renta, un caballo por el que Château-Renaud os ha ofrecido cuatrocientos luises, un sastre que no os falta en un pantalón, teniendo asiento en la Ópera, Jockey Club y el teatro de Variedades, ¿no halláis con todo eso con qué distraeros? Pues bien, yo os distraeré.

—¿Cómo?

—Haciendo que conozcáis a una persona.

—¿Hombre o mujer?

—Hombre.

—¡Ya conozco demasiados!

—¡Pero no conocéis al hombre de que os hablo!

—¿De dónde viene? ¿Del otro extremo del mundo?

—De más lejos tal vez.

—¡Diablo! Espero que no se lleve nuestro almuerzo.

—No, nuestro almuerzo está seguro. ¿Pero tenéis hambre?

—Sí; lo confieso, por humillante que sea el decirlo. Pero ayer he comido en casa del señor de Villefort, y ¿lo habéis notado?, se come bastante mal en casa de todos esos magistrados; cualquiera diría que tienen remordimientos.

—¡Ah, diantre!, despreciad las comidas de los demás; en cambio se come bien en casa de vuestros ministros.

—Sí; pero no convidamos a ciertas personas al menos, y si no nos viésemos precisados a hacer los honores de nuestra mesa a algunos infelices que piensan, y sobre todo que votan bien, nos guardaríamos como de la peste de comer en nuestra casa, debéis creerlo.

—Entonces, querido, tomad otro vaso de Jerez y otro bizcocho.

—Con muchísimo gusto, pues vuestro vino de España es excelente, bien veis que hemos hecho bien en pacificar ese país.

—Sí, pero ¿y don Carlos?

—Don Carlos beberá vino de Burdeos, y dentro de diez años casaremos a su hijo con la reinecita.

—Lo cual os valdrá el Toisón de Oro, si aún estáis en el ministerio.

—Creo, Alberto, que esta mañana habéis adoptado por sistema alimentarme con humo.

—Y eso es lo que divierte el estómago, convenid en ello; pero justamente oigo la voz de Beauchamp en la antesala; discutiréis con él y esto calmará vuestra impaciencia.

—¿Sobre qué?

—Sobre los periódicos.

—¡Qué! ¿Acaso leo yo los periódicos? —dijo Luciano con un desprecio soberano.

—Razón de más. Discutiréis mejor.

—¡Señor Beauchamp! —anunció el criado.

—¡Entrad!, entrad, ¡pluma terrible! —dijo Alberto saliendo al encuentro del joven—, mirad, aquí tenéis a Debray, que os detesta sin leeros; al menos, según él dice.

—Es cierto —dijo Beauchamp—, lo mismo que yo le critico sin saber lo que hace. Buenos días, comendador.

—¡Ah!, lo sabéis ya —dijo el secretario particular cambiando con el periodista un apretón de mano y una sonrisa.

—¡Diantre! —replicó Beauchamp.

—¿Y qué se dice en el mundo?

—¿A qué mundo os referís? Tenemos muchos mundos en el año de gracia de 1838.

—En el mundo crítico-político de que formáis parte.

—¡Oh!, se dice que es una cosa muy justa, y que sembráis bastante rojo para que nazca un pozo de azul.

—Vamos, vamos, no va mal —dijo Luciano—. ¿Por qué no sois de los nuestros, querido Beauchamp? Con el talento que tenéis, en tres o cuatro años haríais fortuna.

—Sólo espero una cosa para seguir vuestros consejos. Un ministerio que esté asegurado por seis meses. Ahora, una sola palabra, mi querido Alberto, porque es preciso que deje respirar a ese pobre Luciano. ¿Almorzamos o comemos? Tengo mucho trabajo. No es todo rosas, como decís, en nuestro oficio.

—Se almorzará, ya no esperamos más que a dos personas, y nos sentaremos a la mesa en cuanto hayan llegado —dijo Alberto.

Tercera parte
Extrañas coincidencias
Capítulo
I
El almuerzo

–¿
Qué clase de personas esperáis? —repuso Beauchamp.

—Un hidalgo y un diplomático —repuso Alberto.

—Pues entonces esperaremos dos horas cortas al hidalgo y dos horas largas al diplomático. Volveré a los postres. Guardadme fresas, café y cigarros, comeré una tortilla en la Cámara.

—No hagáis eso, Beauchamp, pues aunque el hidalgo fuese un Montmorency y el diplomático un Metternich, almorzaremos a las once en punto. Mientras tanto, haced lo que Debray: probad mi Jerez y mis bizcochos.

—Está bien, me quedo. En algo hemos de pasar la mañana.

—Bien, lo mismo que Debray. Sin embargo, yo creo que cuando el ministerio está triste, la oposición debe estar alegre.

—¡Ah! No sabéis lo que me espera. Esta mañana oiré un discurso del señor Danglars en la Cámara de los Diputados y esta noche, en casa de su mujer, una tragedia de un par de Francia. Llévese el diablo al gobierno constitucional y puesto que podíamos elegir, no sé cómo hemos elegido éste.

—Me hago cargo, tenéis necesidad de hacer acopio de alegría.

—No habléis mal de los discursos del señor Danglars —dijo Debray—, vota por vos y hace la oposición.

—Ahí está el mal. Así, pues, espero que le enviéis a discurrir al Luxemburgo para reírme de mejor gana.

—Amigo mío —dijo Alberto a Beauchamp—, bien se conoce que los asuntos de España se han arreglado. Estáis hoy con un humor insufrible. Acordaos de que la Crónica parisiense habla de un casamiento entre la señorita Eugenia Danglars y yo. No puedo, pues, en conciencia, dejaros hablar mal de la elocuencia de un hombre que deberá decirme un día: «Señor vizconde, ¿sabéis que doy dos millones a mi hija?».

—Creo —dijo Beauchamp— que ese casamiento no se efectuará. El rey ha podido hacerle barón, podrá hacerle par, pero no lo hará caballero, el conde de Morcef es un valiente demasiado aristocrático para consentir, mediante dos pobres millones, en una baja alianza. El vizconde de Morcef no debe casarse sino con una marquesa.

—Dos millones… no dejan de ser una bonita suma —repuso Morcef.

—Es el capital social de un teatro de boulevard o del ferrocarril del Jardín Botánico en la Rapée.

—Dejadle hablar, Morcef —repuso Debray— y casaos. Es lo mejor que podéis hacer.

—Sí, sí, creo que tenéis razón, Luciano —respondió tristemente Alberto.

—Y además, todo millonario es noble como un bastardo, es decir, puede llegar a serlo.

—¡Callad! No digáis eso, Debray —replicó Beauchamp riendo—, porque ahí tenéis a Château-Renaud, que, para curaros de vuestra manía, os introducirá por el cuerpo la espada de Renaud de Montauban, su antepasado.

—Haría mal —respondió Luciano—, porque yo soy villano, y muy villano.

—¡Bueno! —exclamó Beauchamp—, aquí tenemos al ministerio cantando el Beranger; ¿dónde vamos a parar, Dios mío?

—¡El señor de Château-Renaud! ¡El señor Maximiliano Morrel! —dijo el criado, anunciando a dos nuevos invitados.

—Ya estamos todos, mas si no me equivoco, ¿no esperaban más que dos personas?

—¡Morrel! —exclamó Alberto sorprendido—. ¡Morrel! ¿Quién será ese señor?

Pero antes de que hubiese terminado de hablar, el señor de Château-Renaud estrechaba la mano a Alberto.

—Permitidme, amigo mío —le dijo—, presentaros al señor capitán de
spahis
, Maximiliano Morrel, mi amigo, y además mi salvador. Por otra parte, él se presenta bien por sí mismo; saludad a mi héroe, vizconde.

Y se retiró a un lado para descubrir a aquel joven alto y de noble continente, de frente ancha, mirada penetrante, negros bigotes, a quien nuestros lectores recordarán haber visto en Marsella, en una circunstancia demasiado dramática para haberla olvidado. En su rico uniforme medio francés, medio oriental, hacía resaltar la cruz de la Legión de Honor.

El joven oficial se inclinó con elegancia; Morrel era elegante en todos sus movimientos, porque era fuerte.

—Caballero —dijo Alberto con una política afectuosa—, el señor barón de Château-Renaud sabía de antemano el placer que me causaría al presentaros. Sois uno de sus amigos, caballero, sedlo, pues, también nuestro.

—Muy bien —dijo el barón de Château-Renaud—, y desead, mi querido vizconde, que si llega el caso, haga por vos lo que ha hecho por mí.

—¿Y qué ha hecho? —inquirió Alberto.

¡Oh! —dijo Morrel—, no vale la pena hablar de ello, y el señor exagera las cosas.

—¡Cómo! ¡Que no vale la pena! ¡Conque la vida no vale nada…! Bueno, que digáis eso por vos, que exponéis vuestra vida todos los días, pero por mí, que la expongo por casualidad…

—Lo más claro que veo en esto es que el señor capitán Morrel os ha salvado la vida…

—Sí, señor; eso es —dijo Château-Renaud.

—¿Y en qué ocasión? —preguntó Beauchamp.

—¡Beauchamp, amigo mío, habéis de saber que me muero de hambre! —dijo Debray—, no empecéis con vuestras historias.

—¡Pues bien!, yo no impido que vayamos a almorzar, yo… Château-Renaud nos lo contará en la mesa.

—Señores —dijo Morcef—, todavía no son más que las diez y cuarto, aún tenemos que esperar a otro convidado.

—¡Ah!, es verdad, un diplomático —replicó Debray.

—Un diplomático, o yo no sé lo que es. Lo que sé es que por mi cuenta le encargué de una embajada que ha terminado tan bien y tan a mi satisfacción, que si fuese rey, le hubiese hecho al instante caballero de todas mis órdenes, incluyendo las del Toisón de Oro y de la Jarretera.

—Entonces, puesto que no nos sentamos a la mesa —dijo Debray—, servíos una botella de Jerez como hemos hecho nosotros, y contadnos eso, barón.

—Ya sabéis todos que tuve el capricho de ir a África.

—Ese es un camino que os han trazado vuestros antecesores, mi querido Château-Renaud —respondió con galantería Morcef.

—Sí; pero dudo que fuese, como ellos, para libertar el sepulcro de Jesucristo.

—Tenéis razón, Beauchamp —repuso el joven aristócrata—; era sólo para dar un golpe, como aficionado. El duelo me repugna, como sabéis, desde que dos testigos, a quienes yo había elegido para arreglar cierto asunto, me obligaron a romper un brazo a uno de mis mejores amigos… ¡Diantre…!, a ese pobre Franz d’Epinay, a quien todos conocéis.

—¡Ah!, sí, es verdad —dijo Debray—, os habéis batido en tiempo de… ¿de qué?

—¡Que el diablo me lleve si me acuerdo! —dijo Château-Renaud—. De lo que me acuerdo bien es de que no queriendo dejar dormir mi talento, quise probar en los árabes unas pistolas nuevas que me acababan de regalar. De consiguiente, me embarqué para Orán, desde Orán fui a Constantina y llegué justamente para ver levantar el sitio.

Me puse en retirada como los demás. Por espacio de cuarenta y ocho horas sufrí con bastante valor la lluvia del día y la nieve de la noche, en fin, a la tercera mañana mi caballo se murió de frío. ¡Pobre animal! ¡Acostumbrado a las mantas y a las estufas de la cuadra!, un caballo árabe que murió sólo al encontrar diez grados de frío en Arabia.

—Por eso me queríais comprar mi caballo inglés —dijo Debray—, suponéis que sufrirá mejor el frío que vuestro árabe.

—Estáis en un error, porque he hecho voto de no volver más al Africa.

—¿Conque tanto miedo pasasteis? —preguntó Beauchamp.

—¡Oh!, sí, lo confieso —respondió Château-Renaud—, y había de qué tenerlo. Mi caballo había muerto, yo me retiraba a pie, seis árabes vinieron a galope a cortarme la cabeza, maté a dos con los tiros de mi escopeta, y otros dos con mis dos pistolas, pero aún quedaban dos y estaba desarmado. El uno me agarró por los cabellos; por eso ahora los llevo cortos; nadie sabe lo que puede suceder; el otro me rodeó el cuello con su yatagán. Y ya sentía el frío agudo del hierro, cuando el señor que veis aquí cargó sobre ellos, mató al que me cogía de los cabellos de un pistoletazo y partió la cabeza al que se disponía a cortar la mía, de un sablazo. Este caballero se había propuesto salvar a un hombre aquel día, y la casualidad quiso que fuese yo. Cuando sea rico, mandaré hacer a Klayman o a Morocheti una estatua a la Casualidad.

—Sí —dijo sonriendo Morrel—, era el 5 de septiembre, es decir, el aniversario de un día en que mi padre fue milagrosamente salvado; así, pues, siempre que esté en mi mano, celebro todos los años ese día con una acción…

—Heroica, ¿no es verdad? —interrumpió Château-Renaud—. En fin, yo fui el elegido, pero aún no es eso todo. Después de salvarme del hierro me salvó del frío, dándome, no la mitad de su capa, como hizo San Martín, sino dándomela entera, y después aplacó mi hambre partiendo conmigo, ¿no adivináis el qué…?

—¿Un pastel de casa de Félix? —preguntó Beauchamp.

—No; su caballo, del que cada cual comimos un pedazo con gran apetito, aunque era un poco duro…

—¿El caballo? —inquirió Morcef.

—No; el sacrificio —respondió Château-Renaud—. Preguntad a Debray si sacrificaría el suyo inglés por un extranjero.

—Por un extranjero, seguro que no —dijo Debray—; por un amigo, tal vez.

—Supuse que juzgaríais como yo —dijo Morrel—, por otra parte, ya he tenido el honor de decíroslo, heroísmo o no, sacrificio o no, yo debía una ofrenda a la mala fortuna, en premio a los favores que nos había dispensado otras veces la buena.

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