—Pues he aquí que se os presenta una buena ocasión, ocasión la más oportuna que desearse pueda.
—¿Tenéis a punto vuestro coche?
—No; pero poco importa, porque es mi costumbre el tener siempre uno prevenido y enganchado noche y día.
—¿Enganchado?
—Sí; soy muy caprichoso, preciso es confesarlo; muchas veces al levantarme, al acabar de comer, a medianoche, me ocurre marchar a un punto cualquiera, y parto en seguida.
El conde tiró de la campanilla y se presentó su ayuda de cámara.
—Que saquen el coche y sacad las pistolas de las bolsas. En cuanto al cochero, es inútil que se le despierte, porque Alí lo conducirá.
Al cabo de un instante oyóse el ruido del carruaje, que se detuvo delante de la puerta. El conde sacó su reloj.
—Las doce y media —dijo—; hubiéramos tenido tiempo hasta las cinco de la mañana para marchar, aún habríamos llegado a tiempo, pero tal vez esta demora hubiese hecho pasar una mala noche a vuestro compañero. Vale más que vayamos en seguida a arrancarle del poder de los infieles. ¿Estáis aún decidido a acompañarme?
—Más que nunca.
—Venid, pues.
Franz y el conde salieron, seguidos de Pepino. A la puerta encontraron el carruaje. Alí estaba ya en el pescante y Franz reconoció en él al esclavo mudo de la gruta de Montecristo. Franz y el conde montaron en el carruaje, Pepino fue a sentarse al lado de Alí, y los caballos arrancaron a escape. Seguramente había recibido instrucciones de antemano, puesto que se dirigió a la calle del Corso, atravesó el campo Vacciano, subió por la Vía de San Gregorio y llegó a la Puerta de San Sebastián. Al llegar a ella el conserje quiso oponer dificultades, mas el conde de Montecristo le presentó un permiso del gobernador de Roma para entrar y salir de la ciudad a cualquier hora, así de día como de noche. Abrióse, pues, el rastrillo, recibió el conserje un luis por este trabajo, y pasaron.
El camino que siguió el coche fue la antigua Vía Appia, que ostenta una pared de tumbas a uno y otro lado. De trecho en trecho, a la luz de la luna que comenzaba a salir, parecíale a Franz ver un centinela destacarse de las ruinas, mas al punto, a una señal de Pepino, volvía a ocultarse en la sombra y desaparecía. Un poco antes de llegar al circo de Caracalla, el carruaje se paró. Pepino fue a abrir la portezuela, y el conde y Franz se apearon.
—Dentro de diez minutos —dijo el conde a su compañero— habremos llegado al término de nuestro viaje.
Llamó a Pepino aparte, le dio una orden en voz baja, y Pepino se marchó después de haberse provisto de una antorcha que sacó del cajón del coche. Transcurrieron cinco minutos, durante los cuales Franz vio al pastor entrar por un estrecho y tortuoso sendero practicado en el movedizo terreno que forma el piso de la llanura de Roma, desapareciendo tras los gigantescos arbustos rojizos, que parecen las erizadas melenas de algún enorme león.
—Ahora —dijo el conde—, sigámosle.
Franz y el conde avanzaron a su vez por el mismo sendero, el que, a unos cien pasos, declinando notablemente el terreno, les condujo al fondo de un pequeño valle, en el que divisaron dos hombres platicando a la sombra de los arbustos.
—¿Hemos de seguir avanzando —preguntó Franz al conde— o será preciso esperar?
—Avancemos, porque Pepino debe haber comunicado al centinela nuestra llegada.
En efecto, uno de aquellos dos hombres era Pepino, el otro un bandido que estaba de centinela. Franz y el conde se le acercaron, y el bandido les saludó.
—Excelencia —dijo Pepino dirigiéndose al conde—, si queréis seguirme, la entrada que conduce a las catacumbas está a dos pasos de aquí.
—No tengo inconveniente —contestó el conde—, marcha delante.
En efecto, detrás de un espeso matorral y en medio de unas rocas veíase una abertura por la que apenas podía pasar un hombre.
Pepino se deslizó el primero por aquella hendidura, mas apenas se internó algunos pasos, el subterráneo fue ensanchándose. Entonces se detuvo, encendió su antorcha y volvió el rostro para ver si le seguían.
El conde fue el primero que se introdujo por aquella especie de lumbrera y Franz siguió tras él. El terreno se inclinaba en una pendiente suave, y a medida que se iba uno internando, mayores dimensiones presentaba aquel conducto subterráneo, mas Franz y el conde se veían aún precisados a caminar agachados y en manera alguna podían avanzar dos personas a la vez. Anduvieron así trabajosamente como unos cincuenta pasos, cuando se vieron detenidos por un ¡quién vive!, viendo al mismo instante brillar en medio de la oscuridad sobre el cañón de una carabina el reflejo de su propia antorcha.
—¡Amigos! —dijo Pepino.
Y adelantándose solo, dijo en voz baja algunas palabras a este segundo centinela, quien, como el primero, saludó a los nocturnos visitantes, dando a entender con un gesto que podían continuar su camino. El centinela guardaba la entrada de una escalera, que contendría unas veinte gradas, por las que bajaron el conde y Franz, hallándose en una especie de encrucijada de edificios mortuorios. Cinco caminos diferentes salían divergentes de aquel punto como los rayos de una estrella, y las paredes que los limitaban, llenas de nichos sobrepuestos y que guardaban la forma del ataúd, indicaban que habían por fin entrado en las catacumbas. En una de aquellas cavidades cuya extensión era imposible apreciar, divisábase una luz, o por lo menos sus reflejos. El conde golpeó amigablemente con una mano el hombro de Franz.
—¿Queréis ver un campamento de bandidos? —le dijo.
—Con muchísimo gusto —contestó Franz.
—Pues bien, venid conmigo… ¡Pepino, apaga la antorcha!
Pepino obedeció y Franz y el conde se hallaron sumidos en la más profunda oscuridad; tan sólo a unos cincuenta pasos de distancia continuaban reflejándose en las paredes algunos destellos rojizos, que se habían hecho más visibles cuando Pepino hubo apagado la antorcha. Avanzaron, pues, silenciosamente, guiando el conde a Franz como si hubiese tenido la singular facultad de distinguir los objetos a través de las tinieblas. Al fin, Franz empezaba a distinguir con mayor claridad los lugares por los que pasaba, a medida que se aproxima ban a los reflejos que les servían de orientación.
Tres arcos, de los cuales el del centro servía de puerta de entrada, les daban paso. Estos arcos daban por un lado al corredor en que estaba Franz y el conde, y por el otro a un grande espacio cuadrado, enteramente cuajadas sus paredes de nichos semejantes a los de que ya hemos hablado. En medio de este aposento se elevaban cuatro piedras que probablemente en otro tiempo sirvieron de altar, como lo indicaba la cruz en que terminaban. Una sola lámpara colocada sobre el pedestal de una columna iluminaba con su pálida y vacilante luz la extraña escena que se ofreció a la vista de los dos visitantes ocultos en la sombra.
Un hombre estaba sentado, apoyando el codo en dicha columna, leyendo, vuelto de espaldas a los arcos, por cuya abertura le observaban los recién llegados. Este era el jefe de la banda, Luigi Vampa. A su alrededor, agrupados a su capricho, envueltos en sus capas o tendidos sobre una especie de banco de piedra que circuía todo aquel
Columbarium
, se distinguían una veintena de bandidos, todos con las armas junto a sí. En el fondo, silencioso, apenas visible, y semejante a una sombra, paseábase un centinela por delante de una especie de agujero que apenas se distinguía, porque parecían ser en aquel punto las tinieblas mucho más densas.
Cuando el conde creyó que Franz había contemplado bastante este pintoresco cuadro, aplicó el dedo sobre sus labios para recomendarle silencio, y subiendo los tres escalones que mediaban entre el corredor y el
Columbarium
, entró en la sala por el arco del centro, dirigiéndose a Vampa, el cual estaba tan embebido en su lectura que ni tan siquiera oyó el ruido de sus pasos.
—¿Quién vive? —gritó el centinela, menos preocupado, y que distinguió a la luz de la lámpara una especie de sombra que aumentaba de tamaño a medida que se acercaba por detrás a su jefe.
A este grito, Vampa se levantó con prontitud, sacando al propio tiempo una pistola que llevaba en su cinturón. En un abrir y cerrar de ojos todos los bandidos estuvieron en pie, y veinte bocas de carabinas apuntaron al conde.
—¿Qué es eso? —dijo tranquilamente éste, con voz enteramente segura y sin que se contrajese un solo músculo de su rostro—. ¿Qué es eso, mi querido Vampa? ¡Creo que movéis mucho estrépito para recibir a un amigo!
—¡Abajo las armas! —gritó el jefe, haciendo con la mano un ademán imperativo, mientras que con la otra se quitaba respetuosamente el sombrero, y luego, dirigiéndose al singular personaje que dominaba en esta escena—: Perdonad, señor conde —le dijo—, pero estaba tan lejos de esperar el honor de vuestra visita que no os había reconocido.
—Creo, Vampa, que sois falto de memoria en muchas cosas —dijo el conde—, y que no tan sólo olvidáis las facciones de ciertos sujetos, sino también los pactos que median entre vos y ellos.
—¿Y qué pactos he olvidado, señor conde? —preguntó el bandido con un tono que demostraba estar dispuesto a reparar el error, caso de haberlo cometido.
—¿No habíamos convenido —dijo el conde—, en que no tan sólo mi persona, sino también las de mis amigos, os serían sagradas?
—¿Y en qué he faltado a tales pactos, excelencia?
—Habéis hecho prisionero esta noche y transportado aquí al vizconde Alberto de Morcef —añadió el conde con un timbre tal de voz que hizo estremecer a Franz—, que es uno de
mis amigos
, vive en la misma fonda que yo, ha paseado el Corso los ocho días de Carnaval en mi propio coche y, sin embargo, os lo repito, le habéis hecho prisionero, le habéis transportado aquí y —añadió el conde sacando una carta de su bolsillo— le habéis puesto el precio como si fuese una persona cualquiera.
—¿Por qué no me informasteis de todas estas circunstancias, vosotros? —dijo el jefe dirigiéndose hacia aquellos hombres, que retrocedían ante su mirada—. ¿Por qué me habéis expuesto de este modo a faltar a mi palabra con un sujeto como el señor conde, que tiene nuestra vida en sus manos? ¡Por la sangre de Cristo! Si llegase a sospechar que alguno de vosotros sabía que el joven era amigo de su excelencia, yo mismo le levantaría la tapa de los sesos.
—¿Lo veis? —dijo el conde dirigiéndose a Franz—. ¿No os había dicho yo que en esto había alguna equivocación?
—¿Qué, no venís solo? —preguntó Vampa con inquietud.
—He venido con la persona a quien iba dirigida esta carta, y a quien he querido probar que Luigi Vampa es un hombre que sabe guardar su palabra. Aproximaos, excelencia —dijo a Franz—, aquí tenéis a Luigi Vampa, que va a deciros lo contrariado que le tiene el error que ha cometido.
Franz se acercó, el jefe se adelantó unos pasos.
—Sed bien venido entre nosotros, excelencia —le dijo—; ya habéis oído lo que acaba de decir el señor conde y lo que yo he respondido. Ahora os añadiré que desearía, aunque me costara las cuatro mil piastras en que había fijado el rescate de vuestro amigo, que no hubiese acontecido semejante suceso.
—Pero —dijo Franz, mirando con inquietud a su alrededor—, no veo al prisionero… ¿Dónde está?
—Supongo que no le habrá sobrevenido alguna desgracia —preguntó el conde frunciendo las cejas casi imperceptiblemente.
—El prisionero está allí —dijo Vampa señalando con la mano el agujero ante cuya entrada se paseaba el bandido de centinela—, y voy yo mismo a anunciarle que está en libertad.
El jefe se adelantó seguido del conde y de Franz hacia el sitio que había destinado como cárcel de Alberto.
—¿Qué hace el prisionero? —preguntó Vampa al centinela.
—Os juro, capitán, que no lo sé —contestó éste—. Hace más de una hora que ni siquiera le he oído moverse.
—Venid, excelencias —dijo Vampa.
El conde y Franz subieron siete a ocho escalones, precedidos por el jefe, que descorrió un cerrojo y empujó una puerta. Entonces, a la luz de una lámpara, semejante a la que iluminaba el Columbarium, vieron a Alberto que, envuelto en una capa que le prestara uno de los bandidos, estaba tendido en un rincón gozando las dulzuras del sueño más profundo y pacífico.
—Vaya —dijo el conde sonriendo del modo que le era peculiar—, no me parece mal para un hombre que había de ser fusilado a las siete de la mañana.
Vampa miraba al dormido joven con cierta admiración, pudiéndose deducir muy bien de su mirada que no era en verdad insensible a una prueba, si no de valor, cuando menos de serenidad.
—Tenéis razón, señor conde —dijo—, este hombre debe ser uno de vuestros amigos.
Luego acercóse a Alberto y le tocó en un hombro.
—Excelencia —dijo—, haced el favor de despertaros, si os place.
Alberto extendió los brazos, se frotó los párpados y abrió los ojos.
—¡Ah! —dijo—. ¿Sois vos, capitán? Pardiez, que hubierais hecho muy bien en dejarme dormir. Tenía un sueño muy agradable y creía que bailaba un galop en casa de Torlonia con la condesa G…
Dicho esto, sacó el reloj y lo miró para saber el tiempo que había transcurrido.
—La una y media de la madrugada, ¿por qué diablos me despertáis a esta hora?
—Para deciros que estáis en libertad, excelencia.
—Amigo mío —dijo Alberto con perfecta serenidad—, en lo sucesivo guardad bien en la memoria esta máxima del gran Napoleón: «No me despertéis sino para las malas nuevas». Si me hubieseis dejado dormir, hubiera acabado mi galop y os hubiera estado reconocido toda mi vida… Pero, puesto que decís que estoy libre, quiere decir que habrán pagado mi rescate, ¿no es esto?
—No, excelencia.
—¿Pues cómo me ponéis en libertad?
—Un individuo al que nada puede negarse ha venido a reclamaros.
—¿Hasta aquí?
—Hasta aquí.
—¡Oh! ¡Por Cristo, que es una tremenda galantería!
Alberto miró a su alrededor y descubrió a Franz.
—¡Cómo! —le dijo—, ¿sois vos, mi querido Franz? ¿Es posible que vuestra amistad para conmigo haya llegado a tal extremo?
—No —contestó éste—; a quien se lo debéis es a nuestro vecino, el conde de Montecristo.
—Pardiez, señor conde —dijo con jovialidad Alberto, ajustándose el corbatín y arreglándose el traje—, que sois un hombre magnífico en todos conceptos. Espero que me consideraréis ligado a vos con los vínculos de una eterna gratitud, primero por la cesión de vuestro carruaje, luego, por este suceso —y tendió al conde su mano, que éste vaciló un momento en estrechar, pero se la estrechó al fin del modo más cordial.