En los muelles no se veían indicios de guerra, excepto por el hecho de que todo estaba más tranquilo de lo normal. La destrucción era algo todavía remoto, un asunto de ejércitos que maniobraban muy lejos de allí, una tormenta devastadora cuyas consecuencias podían vislumbrarse aún desde la distancia. Sin embargo, como una confirmación de sus temores, el funcionario de aduanas habitual en tiempo de paz esperaba en el muelle, flanqueado por dos soldados. El estampado de letras sigma de color carmesí sobre los escudos redondos que llevaban colgados al hombro los declaraba ciudadanos de Siracusa, pero Arquímedes no reconoció a ninguno de ellos. Aunque Siracusa era una población lo bastante grande como para que sólo pudiera conocer a parte de sus habitantes, observó a los hombres con recelo. Podían ser mercenarios extranjeros, y, como todo el mundo sabía, esos individuos tenían que ser tratados con más cautela que los escorpiones. Durante el gobierno anterior, podían darle una paliza a cualquier ciudadano cuya expresión los ofendiera sin temor a las represalias. Las cosas habían mejorado mucho con el gobernador actual, pero sólo un necio daría por sentado que el carácter de ese tipo de hombres había cambiado. Aunque, al menos, aquellos dos soldados parecían griegos, no pertenecientes a cualquier estirpe impredecible de bárbaros: el peto que vestían era el habitual de los griegos (una coraza fabricada con capas de tejido superpuestas y un borde de placas imbricadas a la altura de las caderas), y el casco que les cubría la cabeza tenía el popular diseño del Ática, con piezas con bisagra sobre las mejillas y sin protección nasal. Pero resultaba imposible deducir nada más sobre su origen a partir de su voz, ya que no decían nada. Se limitaban a mantenerse firmes, apoyados en sus lanzas y observando con expresión de aburrimiento, mientras el anciano funcionario de aduanas se ocupaba de sus asuntos.
El funcionario habló con el capitán del barco, mientras la docena de pasajeros esperaba agrupada junto a la plancha de desembarque.
—¿Venís de Alejandría? —preguntó, despejando cualquier duda sobre su origen: hablaba en el claro dialecto dórico de la ciudad.
Arquímedes se descubrió sonriendo al oírlo. Lo único que no le gustaba de Alejandría era que todo el mundo se reía de su manera de hablar. Después de todo, regresar a casa tenía algunas cosas buenas… y la mejor de ellas sería ver de nuevo a su familia. Cruzó los brazos, esforzándose por reprimir la impaciencia. No había podido anunciar a los suyos en qué nave partiría ni el día de su llegada, y estaba ansioso por darles una sorpresa.
El capitán confirmó que, en efecto, el barco procedía de Alejandría, vía Cirene, y que el cargamento consistía en tejidos, cristal y algunas especias. Mostró el certificado de embarque, y el funcionario de aduanas se dispuso a examinarlo. Mientras tanto, Arquímedes se distrajo mirando alrededor. En el agua, junto al barco, flotaba un pez muerto. Yacía de costado, con la cola ligeramente levantada. Los peces vivos nadaban boca abajo: ¿por qué los muertos flotaban siempre de lado? Se imaginó un pedazo de madera de la misma longitud y anchura que el pez. También debería flotar de lado. ¿Y si el pedazo de madera fuera más ancho, en forma de caja? ¿Flotaría sobre uno de los costados más anchos o sobre uno de los más largos?
El funcionario de aduanas había empezado a chismorrear con el capitán. Era evidente que, antes de que se produjera el feliz encuentro, la espera sería larga. Arquímedes restregó con la sandalia la sucia piedra del muelle, se puso en cuclillas y se sacó el compás del cinturón. Era una suerte que se hubiera olvidado de entregárselo a Marco para que lo guardara en el equipaje.
Estaba enfrascado en el equilibrio de los cuboides cuando una mano le dio un golpecito en el hombro y una voz le preguntó:
—¿Y bien?
Levantó la vista de sus dibujos y vio que quien le hablaba era el funcionario de aduanas. Los dos soldados lo miraban, burlones, y advirtió que el sol estaba mucho más bajo. Marco esperaba pacientemente sentado sobre el equipaje, a los pies de la plancha, pero los demás pasajeros habían desaparecido.
Arquímedes se incorporó de un salto, sofocado e incómodo por la situación.
—¿Qué decíais? —preguntó, luchando todavía por alejar de su cabeza los cuboides flotantes.
—¡Os he preguntado vuestro nombre! —repitió el funcionario de aduanas, enfadado.
—Lo siento… Mi nombre es Arquímedes, hijo de Fidias. Soy ciudadano de Siracusa. —Hizo un leve ademán en dirección a Marco—. Ése es mi esclavo y ésas son mis cosas.
El funcionario se ablandó al descubrir que estaba tratando con un conciudadano. Arquímedes: un nombre original, sobre todo en una ciudad donde la mitad de la población masculina se llamaba Hierón, Gelón o Dionisos, en honor a los grandes líderes del pasado. El nombre de Fidias, sin embargo, le resultaba vagamente familiar, relacionado con alguna historia sobre excentricidades intelectuales.
—Vuestro padre es el astrónomo, ¿verdad? He oído hablar de él. —Miró de reojo las figuras geométricas garabateadas en el suelo y resopló—. Por lo que veo, sois digno hijo suyo. ¿Qué hacíais en Alejandría?
—Estudiar —respondió Arquímedes, tragándose la rabia que le subía por la garganta, aunque el comentario sobre el parecido con su padre no era ningún insulto—. Estudiaba matemáticas.
Uno de los soldados le dio un codazo a su compañero y le susurró algo al oído, y el otro se echó a reír, pero el funcionario no se inmutó.
—¿Volvéis a causa de la guerra? —dijo en tono de aprobación, y viendo que Arquímedes asentía con la cabeza, prosiguió, en un tono aún más aprobatorio—. ¡He aquí un joven valiente que regresa para combatir por su ciudad!
Arquímedes le respondió con una falsa sonrisa. Era fiel a su ciudad, como todo hombre de bien, pero no tenía la menor intención de alistarse en el ejército, si podía evitarlo. Estaba seguro de que sería mucho más útil a Siracusa dedicándose a construir máquinas de guerra y, además, no había seguido la habitual formación militar que se impartía en la escuela, que, por otra parte, le resultaba detestable. Entrenamiento físico, lanzamiento de jabalina, peleas y carreras protegido con coraza; agotamiento y manos llenas de ampollas; humillaciones por parte de los altivos campeones durante el periodo de instrucción y luego, en los baños, insinuaciones sexuales más humillantes aún. Cuando finalmente terminó su año obligatorio con la jabalina, partió en pedazos la odiosa arma y utilizó los trozos para fabricar un instrumento de topografía. No pensaba coger de nuevo un arma. Pero sabía que lo mejor era no mostrarse disconforme con un funcionario de aduanas.
El anciano le devolvió la sonrisa de forma mecánica y se dispuso a inspeccionar a Marco y el equipaje.
—¿Es un esclavo de vuestra propiedad? —preguntó en voz alta por encima del hombro. Marco, educadamente, se apartó del baúl.
—Sí —respondió también en voz alta Arquímedes, relajándose—. Mi padre lo compró aquí hace años y lo puso a mi servicio cuando me marché a Alejandría.
—Entonces no tenéis que pagar aranceles por él. ¿Son vuestras todas las mercancías? ¿Para vuestro uso privado? ¿No hay nada que penséis vender? —Lo observaba todo con mirada experta: un baúl grande de madera y cuero con forma de ataúd, muy estropeado, y una cesta nueva de mimbre atada a él con una cuerda. Sin duda alguna, el baúl había transportado a Egipto el equipaje de su propietario, y la cesta había sido adquirida para el inevitable exceso de carga a la hora de volver—. ¿Qué hay en la cesta?
—Una… máquina —dijo Arquímedes con torpeza.
El hombre lo observó levantando las cejas, y los soldados mostraron cierto interés por vez primera. «Máquina.» En esos momentos esa palabra significaba, básicamente, «máquina de guerra».
—¿De qué tipo? —preguntó el funcionario.
—Es para levar agua —respondió, y los soldados perdieron el interés.
El que le había dado el codazo a su compañero volvió a cuchichear, pero esa vez Arquímedes oyó el comentario:
—¡Lo que los no matemáticos llamarían un cubo!
Se sonrojó.
—¿Pensáis venderla?
—Bueno, no, ésta no. Es un prototipo. Se trata sólo de una maqueta. La he traído para mostrar cómo funciona. Si alguien quiere una, la construiré a mayor escala. —Extendió los brazos para indicar el tamaño, nada parecido al de un cubo, que tendría la máquina de verdad.
El funcionario de aduanas reflexionó sobre el concepto de «prototipo». No recordaba haber visto nunca semejante cosa.
—Esto no está sujeto a aranceles —decidió—. No tenéis por qué preocuparos. Sois libre de partir. —Señaló la puerta más cercana de la muralla.
Marco levantó un extremo del baúl. Arquímedes miró alrededor en busca de un porteador, pero no vio a nadie y se dirigió al otro lado para cogerlo él mismo, justo en el momento en que su esclavo, cansado de esperar, soltaba su extremo. Los soldados se dieron codazos de nuevo, entre risas, y Arquímedes se sonrojó una vez más.
—¡Marco! —gritó, irritado, apoyándose el pesado baúl sobre la rodilla.
Al oír el nombre, los soldados dejaron de reír de golpe.
—¿Marco? —repitió uno de ellos secamente. Avanzó a grandes zancadas y se quedó mirando al esclavo, que permanecía junto al equipaje.
Marco le devolvió la mirada, impasible, con los brazos caídos.
—Así me llamo —dijo sin alterarse.
—Es un nombre romano —repuso el soldado, en tono acusador.
Arquímedes dejó el baúl en el suelo y frunció el entrecejo con una expresión mezcla de alarma y disgusto. Era evidente que un romano, aun siendo esclavo, no podía pasear a sus anchas por la ciudad, pero ninguna persona con dos dedos de frente creería que un romano fuese esclavo: la esclavitud era el destino que los hijos de Roma solían imponer a los demás.
—Marco no es romano —declaró—. Es de algún lugar del norte de Italia.
—¿Por qué entonces tiene un nombre romano? —replicó el soldado, y la sensación de alarma y disgusto de Arquímedes aumentó al reconocer su acento. Era dórico, pero no del tipo siciliano: esa forma de tragarse el final de las palabras era característica de Tarento, que en su día fue Taras, la más orgullosa de las ciudades griegas del sur de Italia. Era probable que un tarentino al servicio de Siracusa hubiese huido de su ciudad cuando los romanos la conquistaron, y era seguro que odiaría cualquier cosa romana. Aquel soldado en concreto deseaba evidentemente que Marco fuese romano para poder castigarlo.
—No puedo evitar llamarme así —dijo en voz baja Marco—. Hoy en día hay muchos italianos con nombres romanos. Eso es consecuencia de haber sido conquistados por Roma.
Los soldados lo observaban con los ojos entrecerrados.
—Si no eres romano, ¿qué eres, entonces?
—Samnita —respondió de inmediato.
Los samnitas habían librado tres batallas contra Roma y corría el rumor de que, a pesar de que en las tres habían sido aplastados y sometidos, seguían esperando la oportunidad de librar una cuarta. Ni siquiera un tarentino podía poner objeciones a un samnita.
Aquél, sin embargo, demostró no sólo que era vengativo, sino, además, que estaba bien informado.
—Si fueras samnita te llamarías Mamerto —apuntó—. ¿Por qué utilizar la forma latina del nombre si hablas osco?
La verdad era que, a lo largo del tiempo, Arquímedes había oído de boca de Marco diferentes versiones sobre su nacionalidad. El tratante que se lo vendió a su padre dijo que era latino, pero Marco se declaraba unas veces sabino y otras, marso. Arquímedes no estaba seguro de cuál era su verdadera procedencia, pero sabía que tanto latinos como sabinos y marsos formaban parte de la alianza romana. La sensación de disgusto fue eclipsada por completo por la de alarma: podían perfectamente enviar a Marco a las canteras del Estado durante todo el tiempo que durara la guerra. Y dadas las condiciones en que vivían los esclavos en las canteras, tendría suerte de salir de allí con vida.
—Marco es samnita y lleva años con mi familia —declaró con firmeza—. Mi padre lo compró cuando yo tenía nueve años. ¿Piensas que introduciría clandestinamente al enemigo en mi propia ciudad? Si quieres acusarme de algo, hazlo delante de un magistrado.
El tarentino le dirigió una dura mirada antes de volver a evaluar al esclavo; éste lo observaba con la misma serenidad imperturbable que había adoptado desde el principio. El soldado se cambió la lanza de mano y ordenó:
—Di: «¡Que los dioses destruyan a Roma!»Marco dudó, luego levantó ambos brazos al cielo y exclamó:
—¡Que los dioses destruyan a Cartago y otorguen la victoria a la amada Siracusa!
El soldado agitó en todas las direcciones la lanza, que emitió un silbido rasgado; la punta golpeó a Marco bajo el brazo izquierdo y lo envió hacia donde se encontraba Arquímedes. El esclavo cayó sobre su amo, y ambos fueron al suelo con un gruñido.
Mientras luchaba por ponerse de nuevo en pie, Arquímedes cobró conciencia del tupido silencio que se había generado. Notaba a Marco encima de él, temblando, aunque no sabía si era de rabia o de miedo. Entonces, el cuerpo del esclavo se apartó, y él pudo incorporarse, gateando. Marco permaneció arrodillado en el muelle, con la mano derecha contra el costado izquierdo. Arquímedes advirtió que la sangre se le deslizaba a lo largo de las piernas. Estaba tan furioso que quiso pegar al soldado: ¿qué derecho tenía aquel forastero a tumbarlo en el muelle de su propia ciudad? Respiró hondo y recordó que aquel hombre era un mercenario extranjero y que debía andarse con tiento, pues iba armado y él no; además, no quería causarle problemas a Marco.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó, luchando por tragarse la rabia—. ¡Puede que mi esclavo no haya repetido lo que le has dicho, pero ha rogado por la victoria de la ciudad!
—Ha rogado por la destrucción de Cartago —replicó el tarentino. Estaba sofocado, casi sin aliento: había llegado más lejos de lo que pretendía. Pegar a esclavos era una cosa, pero golpear a ciudadanos nacidos libres era otra muy distinta. Su camarada y el funcionario de aduanas lo miraban con aversión.
—¿Y no es lo que queremos todos? —dijo Arquímedes. Cartago había sido la enemiga de Siracusa desde la fundación de la ciudad, casi quinientos años atrás.
—Cartago es nuestra aliada —sentenció el soldado.
Arquímedes estaba demasiado alterado como para recordar la cautela con la que debía proceder con los mercenarios.
Miró al tarentino, luego a su compañero y después al funcionario de aduanas.