—Tal vez se lo pregunte a él.
—Hacedlo —gruñó Marco, vertiendo el agua que quedaba en el interior del caracol sobre la tierra del patio.
—Mientras tanto —dijo Filira, irguiéndose—, saca del baúl la ropa sucia y deja el resto para que mi hermano pueda clasificarlo.
—Sí, señora —respondió con amargura.
Luego le dio la espalda y empezó a guardar el caracol con gestos ostentosos. Cuando notó que la joven partía, se volvió para mirarla. Caminaba con paso firme y rígido, la espalda recta y el cabello recogido en un moño. Se dirigió a la habitación situada al otro lado del patio, donde Fidias agonizaba. El rencor de Marco se desvaneció, y dejó paso a la tristeza. La muchacha tenía a su padre enfermo, y su madre estaba dedicada por completo a su cuidado. Filira intentaba ser una guardiana prudente de la casa, no una carga; de haber sido libre, Marco la habría aplaudido por ello. Era joven e ingenua. No era culpa suya que él fuese un esclavo.
Arquímedes se presentó en el patio unos minutos después con su túnica nueva, que, al llevarla sin cinturón y arrugada, tenía el mismo aspecto lastimoso que la que vestía el día anterior. Miró con asombro el montón de ropa sucia que había junto al baúl, como si estuviera viendo fragmentos de algo que se había roto e intentara averiguar de qué se trataba.
—Le he dicho a vuestra hermana que no abriera el baúl porque había regalos dentro—dijo rápidamente Marco—. Siguen ahí.
—Oh —exclamó Arquímedes, aunque dio la impresión de no haber registrado el mensaje. Luego miró a Marco con una expresión más vaga y preocupada de lo habitual.
—¿Queréis que saque los regalos y los entregue a la familia? —sugirió con intención—. Vuestra hermana tiene prisa por vaciar esto.
—Oh —repitió, y se acercó a mirar en el interior del baúl.
Marco había puesto los presentes a un lado: un frasco de mirra para Arata, un laúd para Filira y el rompecabezas para Fidias.
Arquímedes se agachó y cogió la caja, que, al igual que las piezas, era de marfil y estaba decorada con un dibujo del dios Apolo y las nueve musas. Recordó el día en que lo vio en la tienda y unió las piezas, imaginándose el placer que también experimentaría su padre cuando lo hiciera. Fidias ya no jugaría con el rompecabezas. Estaba demasiado cansado y enfermo, demasiado ocupado con la muerte. Uno más que se vería obligado a abandonar… A lo largo de su vida, se le habían presentado muchos, muchísimos rompecabezas que no había podido solucionar por estar demasiado cansado. Tenía que ganar dinero para la casa y conseguir pan para los hijos. Debía ejercer como esposo, padre y ciudadano, antes que como matemático y astrónomo. Arquímedes se había aprovechado de ello, y ahora contemplaba entumecido la mitad vacía de sí mismo, una deuda impagable que le había sido transmitida.
Marco vio cómo el rostro se le apagaba y quedaba vacío de expresión, como la cara de un idiota, y se sintió preocupado. Le rozó el codo.
—Todavía podéis dárselo, señor —dijo—. Es un buen regalo para un inválido.
Arquímedes se puso a llorar en silencio. Luego levantó la cabeza y miró a Marco sin verlo.
—Se está muriendo.
—Eso me han dicho —replicó sin alterarse.
—Debería haber regresado el año pasado.
Era lo que Marco le había recomendado en su momento, pero se encogió de hombros y dijo:
—Ahora ya estáis de vuelta. Vuestro padre muere después de haber tenido una buena vida, señor, rodeado de toda su familia. Ningún hombre puede pedir más a los dioses.
—¡Ha vivido toda su vida a trozos! —respondió Arquímedes con energía—. ¡Un poco de aquí y un poco de allá, arañando horas al tiempo! ¡Por Apolo! ¡Pegaso, enganchado a un arado!… ¿Por qué le ponen alas al alma, si nunca se le permite volar?
Todo aquello no tenía ningún sentido para Marco.
—¡Señor! —dijo secamente—. ¡Soportadlo como un hombre!
Arquímedes le lanzó una perpleja mirada de incomprensión, como si el esclavo se hubiera dirigido a él en un idioma extranjero que no identificaba. Pero dejó de llorar y se secó la cara restregándosela con el brazo desnudo. Miró de reojo la puerta del otro lado del patio, suspiró y se encaminó hacia ella portando la caja. Marco cogió el frasco de perfume y el laúd, y lo siguió.
Arata y Filira estaban en la habitación atendiendo al enfermo. Cuando la muchacha vio el laúd en manos de Marco, se quedó paralizada, pero sus ojos despertaron enseguida con una intensidad repentina. Arquímedes miró de reojo a su esclavo y le hizo un ademán con la cabeza. Marco saludó y le entregó el frasco de mirra a Arata, luego volvió a saludar y le ofreció el laúd a Filira, que se sonrojó al tomar el regalo; sus manos se doblaron sobre el instrumento con una ternura posesiva. Después miró a su hermano.
—¡Medión! —susurró, en un tono mitad de protesta, mitad de adoración.
Pero Arquímedes no la miraba.
Fidias, que se había incorporado lentamente hasta sentarse, cogió la caja de marfil con manos temblorosas y estudió el dibujo de la tapa.
—Apolo y las dulces musas… —musitó—. ¿Cuál de ellas es Urania?
Arquímedes se lo indicó en silencio. Urania, la musa de la astronomía, aparecía de pie, dándole el brazo a Apolo y señalando algo que había en la mesa que el dios tenía delante, el rompecabezas, seguramente. Sus ropajes transparentes eran idénticos a los de sus ocho hermanas, pero se distinguía de ellas por su corona de estrellas.
Fidias sonrió.
—Junto al dios —dijo muy despacio—. Justo donde debe estar. —Levantó la vista para mirar a su hijo, sin abandonar la sonrisa. Sus ojos amarillentos expresaban la voluptuosa confianza de que ahora, al menos, iba a ser comprendido—. Es hermosa, ¿verdad? —preguntó.
—Sí —susurró Arquímedes, con la comprensión que su padre esperaba recorriéndolo por dentro como un líquido caliente—. Sí que lo es.
Arquímedes mantuvo su palabra de encontrarse por la tarde en el muelle con el soldado Straton.
El resto de la familia había aceptado su decisión de no seguir la carrera de su padre con la misma calma con que lo había hecho Filira. Arata incluso se sintió aliviada al ver que su hijo se dedicaría a buscar trabajo; le preocupaba que no se diera cuenta de lo necesario que era para la familia ganar dinero. Se encargó de que luciera el aspecto de un aspirante a ingeniero real, y lo hizo salir bañado, afeitado y vestido con su nuevo conjunto de túnica y manto. Él intentó librarse del manto, ¡resultaba demasiado caluroso para junio!, pero su madre se lo puso con firmeza sobre los hombros.
—Tienes que mostrar una apariencia distinguida —le dijo—. Debes impresionar a ese hombre.
—¡No es más que un soldado! —protestó Arquímedes—. ¡Lo único que va a decirme es con quién debo hablar!
—¡Aun así! Si lo impresionas, él se lo transmitirá a su superior.
Arata insistió en que Marco lo acompañara, pues un señor debía tener un esclavo a su servicio, pero Arquímedes temía que pudieran encontrarse de nuevo con Filónides, el mercenario tarentino. Les explicó a su madre y a su hermana lo que había sucedido en los muelles.
Filira escuchó el relato entre indignada y sorprendida. Luego miró de reojo el rostro impasible de Marco, recordando el golpe que tenía en el costado.
—¡Eso es ultrajante! —exclamó, enfadada—. ¡Tenemos derecho a conservar a nuestro esclavo! Deberías haber llevado a ese estúpido mercenario ante un magistrado.
Arquímedes se limitó a encogerse de hombros.
—¡Yo nunca amenazaría a un mercenario! —dijo—. Y los tribunales son lugares arriesgados, especialmente en época de guerra. Ignoro qué tipo de italiano es Marco, ¿lo sabes tú?
Filira miró de nuevo al esclavo. Nunca se le había pasado por la cabeza relacionarlo con el nuevo gran poder del norte. Sí, sabía que era italiano, pero en Italia siempre estaban en guerra, y en las guerras siempre había prisioneros que acababan en el mercado de esclavos de Siracusa. Siempre había bastado con llamarlos simplemente «italianos» y dar por sentado que la esclavitud había absorbido todas las diferencias que pudieran existir entre ellos.
—Y bien, ¿de qué parte de Italia eres? —le preguntó la joven sin rodeos.
El rostro de Marco era inexpresivo.
—No soy romano —respondió, incómodo—. Los ciudadanos romanos nunca son vendidos como esclavos… señora.
—No importa qué tipo de italiano sea —concluyó Arata con resignación—. Si el asunto llegara a los tribunales, nos veríamos enfrentados a problemas interminables. Mejor evitarlos, a ser posible.
Dio una palmada e hizo un ademán con la cabeza en dirección a Marco, que se retiró hacia el interior de la casa, aliviado.
Arquímedes se dirigió a la puerta, pero su madre lo agarró por el brazo y lo obligó a detenerse. En un tono de voz lo bastante bajo como para que el esclavo no pudiera oírla, dijo:
—Querido, ¿te has planteado si deberíamos vender a Marco?
—¡No, por supuesto que no! —repuso, sorprendido—. ¡No tenemos que venderlo por el simple hecho de que sea italiano!
—No es por eso —susurró Arata, haciéndole gestos para que no elevara la voz—. No necesitamos cuatro esclavos, especialmente desde que tu padre vendió la viña, y no podemos alimentarlos a todos. Si no vendemos a Marco, tendremos que desprendernos de Crestos. No podemos prescindir de Sosibia, después de tantos años. Y, desde luego, no podemos deshacernos de la pequeña Ágata… No estaría bien, pobrecita.
Arquímedes hundió la cabeza entre los hombros. Ahora lo comprendía. Su madre le estaba pidiendo que buscara un buen comprador para uno de los esclavos. La decisión de a quién vender y dónde era suya, pues no sería justo que recayera sobre su padre en aquel momento, y las mujeres carecían de autoridad ante la ley.
Él no deseaba vender a nadie. Pensó que a Marco no le gustaría nada esa idea, en absoluto, independientemente de quién fuera el comprador. Al joven le gustaba Marco, confiaba en él: no podía infligirle esa humillación. Pero Crestos… Lo recordaba entre sus brazos de recién nacido. ¿Cómo podía aceptar dinero a cambio de un miembro de la familia? No había cifra que pagara aquello. Odiaba pensar en dinero, incluso en las peores circunstancias.
—¡No hay prisa! —dijo finalmente—. Lo que he traído de Alejandría nos durará un mes o dos y, después de eso, todo puede suceder. En la ingeniería se mueve mucho dinero. ¡Tal vez nos hagamos ricos! Sería una estupidez vender si no es necesario.
Arata suspiró. Podía haber quien se enriqueciera con la ingeniería, pero no creía que su hijo llegara nunca a conseguirlo. Era demasiado ingenuo, demasiado bondadoso. Igual que su padre. Y no podía quejarse por eso: era una cualidad de ambos que estimaba mucho. Sin embargo, no le gustaba retrasar las decisiones difíciles, sobre todo en épocas de tanta inseguridad como aquélla.
—Si esperamos hasta el último momento —replicó muy despacio—, tendremos que aceptar al primer comprador que encontremos, mientras que si vendemos ahora, estaremos en condiciones de elegir una buena casa para él.
Arquímedes se retorció, incómodo.
—¿No podemos aguardar al menos a ver si obtengo ese trabajo? —suplicó.
Su madre volvió a suspirar, resignada esa vez. Ella tampoco quería vender a ningún esclavo de la casa, y era cierto que disponían de aproximadamente un mes de gracia. Asintió con la cabeza, y su hijo suspiró aliviado.
Filira, que se había quedado en la puerta escuchando la conversación, regresó al patio, donde Marco estaba ocupado con la colada de su amo. La muchacha lo observó durante un rato, preguntándose por vez primera qué habría sido antes de convertirse en esclavo. No tenía recuerdos muy claros de la época en que llegó a la casa: siempre había estado allí.
A primera hora de la mañana le había confesado sus sospechas a su hermano, que las había rechazado al instante.
—¿Marco? —había dicho—. ¡Oh, no! Él mismo opina que los esclavos que roban se merecen el látigo, y se enorgullece de su honradez. No, no, yo le confiaría toda mi fortuna.
Y acababa de respaldar esa fe negándose en redondo a plantearse su venta.
Pero lo cierto era que le había confiado una fortuna, y ella seguía sin poder imaginarse cómo esa fortuna había desaparecido en un año. La seguridad de Arquímedes hacía que se sintiera culpable por sus sospechas.
El esclavo sintió la mirada de la muchacha y se giró hacia ella, cargado con la colada, observándola con bondad y curiosidad. Filira se percató por primera vez de la marcada hendidura en el punto donde él se había partido la nariz, y se preguntó cómo y dónde habría sucedido aquello.
—¿De qué parte de Italia eres? —volvió a preguntarle.
Marco soltó un prolongado suspiro y apartó la vista.
—Señora… —empezó, y luego sacudió la mano, rozando la ropa—, soy un esclavo. El esclavo de vuestro hermano. Sabéis que eso es verdad. Cualquier otra cosa que dijera podría ser mentira.
Ella lo observó muy seria.
—¿Dónde te partiste la nariz?
Marco depositó con cuidado la colada en una tina y regresó al tendedero para recoger lo que quedaba de ropa.
—Hace mucho tiempo, señora. Antes de llegar a Sicilia.
Se la había partido un soldado durante su primer año de esclavitud. Aquel hombre había intentado sodomizarlo y, ante su resistencia, lo había golpeado hasta dejarlo sin sentido. Al despertar, Marco estaba a los pies del soldado y del mercader de esclavos de Campania que se lo había vendido. Ambos discutían sobre si el militar podía recuperar su dinero.
—¡Mira lo que le has hecho en la cara! —se quejaba el vendedor—. ¿Quién va a quererlo ahora?
Marco permaneció tendido en el suelo, con la boca llena de sangre y los músculos doloridos. Albergaba la esperanza de que nadie lo quisiera, pues no se veía capaz de resistirse otra vez. Pero ceder habría sido prostituirse. Tenía entonces diecisiete años.
—¿Fue en una batalla? —insistió Filira.
Marco negó con la cabeza. Dobló la última túnica, la dejó encima de las otras y cogió el montón de ropa.
—No, en una pelea, simplemente.
—Pero participaste en una batalla. Sé que te hicieron esclavo después de una batalla.
—Sí —dijo él, mirándola a los ojos—. Participé en una batalla, y perdimos.
Filira permaneció un instante en silencio, pensando en la guerra del norte, en la precariedad de la libertad de Siracusa. Movió la cabeza, y Marco interpretó aquel gesto como una orden de que se retirara. Asintió y partió hacia el piso superior con su montón de ropa limpia.