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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (4 page)

BOOK: El contador de arena
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»De modo que nos trasladamos a su propiedad y nos pusimos manos a la obra. Cuando terminamos el primer caracol de agua, empezó a acudir gente para verlo. En Egipto llevan estudiando nuevos sistemas de riego desde que se creó el mundo. Creían saberlo todo sobre el tema, pero nadie había visto nada parecido a un caracol de agua. Y todo el mundo, creedme, todo el mundo que tenía un pedazo de tierra en el Delta quería uno. Subí el precio a cuarenta dracmas, luego a sesenta, luego a ochenta: no importaba. La gente seguía haciendo cola para comprarlos. Pero, claro, los más ricos no estaban dispuestos a esperar. Entonces empezaron a acudir directamente a mí, me daban un dracma y me decían: «Encárgate de que tu amo fabrique primero mi pedido.» Así es como conseguí mi dinero: vendiendo las virutas de la inventiva de Arquímedes.

—Si tan rentable era el negocio, ¿por qué no seguisteis construyendo caracoles de agua? —preguntó con escepticismo Straton.

—Arquímedes se aburrió de ellos —respondió enseguida Marco—. Siempre pierde el interés por sus máquinas una vez que las ha puesto en funcionamiento. Prefiere pasar el tiempo dibujando círculos… perdón, cuboides. Naturalmente, hubo otros que comenzaron a realizar caracoles de agua, copiándolos de los nuestros lo mejor que podían. Pero, aun así, todo el mundo sabía que era un invento de Arquímedes, y éramos los fabricantes preferidos de todos. Podríamos haber hecho una fortuna, ¡de verdad! Pero tan pronto como mi amo pudo permitirse retomar sus estudios geométricos, encontró a un colega emprendedor dispuesto a pagarle cien dracmas por su diseño, le entregó nuestra lista de clientes y regresó a Alejandría a dibujar círculos. Me dan ganas de echarme a llorar cada vez que pienso en ello. ¡Y eso fue lo que sucedió la última vez que Arquímedes se dedicó a fabricar máquinas! Pero ahora volverá a hacerlo.

Apuesto por él contra cualquier ingeniero que el rey Hierón pueda haber contratado. ¿Aceptáis la apuesta?

—¿Puedo ver ese caracol de agua?

Marco sonrió.

—Por supuesto —respondió, y mientras el soldado se acercaba a la cesta de mimbre, añadió: —Pero cobro dos óbolos por demostración.

Straton se detuvo, enfadado, con una mano en las asas de la cesta.

—¿Tu amo te permite hacerlo?

—Me permite encargarme del dinero —dijo con descaro—. ¿Es que no me habéis escuchado?

Straton examinó un momento a Marco y luego se echó a reír.

—¡De acuerdo! —exclamó—. Siento haberme reído de tu amo e insultado tu fidelidad. Eres un buen esclavo.

—¡No lo soy! —declaró apasionadamente—. Nací libre, y no he olvidado mi condición. Pero soy honrado. ¿Aceptáis la apuesta o no?

—¿Veinte dracmas a cambio de una moneda si a tu amo le ofrecen el trabajo de su predecesor en el plazo de seis meses?

—Eso es.

Straton se lo planteó. Era una apuesta interesante y, a pesar de lo que Marco le había contado, estaba convencido de que la ganaría. Al fin y al cabo, el esclavo era fiel a su amo, pero el amo no le había parecido muy impresionante. Diez contra uno era una buena oferta.

—De acuerdo —dijo—. Acepto.

Arquímedes apareció en el momento en que se estrechaban la mano. Portaba una antorcha que centelleaba con fuerza en la creciente oscuridad, y lo seguía un niño que tiraba de un asno. Straton le dedicó a su nuevo conocido una mirada evaluativa, como si de un caballo de carreras se tratara, y se sintió aliviado. No, aquel joven larguirucho, vestido con una sucia túnica de hilo y un manto gastado, no parecía un genio formidable. Necesitaba un buen corte de pelo, un afeitado y un baño, tenía una rodilla ensangrentada y la otra sucia, y su rostro mostraba una expresión vaga y perdida. Pensó que la moneda egipcia estaba a buen recaudo.

Cargaron el baúl en el asno, lo cual no pareció agradar mucho al animal, y confirmaron que volverían a verse al día siguiente. Arquímedes le entregó la antorcha a Marco, y la pequeña expedición descendió al trote por la calle.

—¿Por qué os dabais la mano? —le preguntó Arquímedes a su esclavo cuando ya empezaban a ascender la colina situada al otro lado de la Acradina.

Marco sonrió con suficiencia.

—He hecho una apuesta con ese soldado. Para recuperar la moneda que le habéis dado.

Arquímedes lo miró, inquieto.

—Espero que no pierdas tu dinero.

—No os preocupéis. No lo perderé.

Capítulo 2

Los primeros griegos que colonizaron Siracusa se establecieron en el promontorio de la Ortigia, una gran zona de templos y edificios públicos prudentemente fortificados y protegidos por guarniciones, donde residía el Gobierno. Sin embargo, la Acradina era el barrio más antiguo. Había surgido cuando las casas y las tiendas de la primitiva ciudad, en continua expansión, superaron la poblada ciudadela y se diseminaron de forma caótica a lo largo de la costa. Con el tiempo, a medida que la urbe crecía en riqueza y en poder, se creó en el interior la Ciudad Nueva, destinada a los ricos, mientras que los pobres se instalaron en el barrio de Tyche, un conjunto de edificios dispersos a lo largo de la carretera del norte. En la Acradina seguía residiendo la antigua clase media. Surcada por callejuelas sucias, y rodeada por las murallas que protegían la ciudad de los ataques por mar, era el corazón de Siracusa: oscuro, retorcido y lleno de placeres secretos.

Arquímedes la atravesó, feliz. Normalmente, una ciudad-estado despertaba en sus habitantes el más intenso y apasionado patriotismo y orgullo cívico, y, a pesar de que Arquímedes siembre había sido una especie de inadaptado en su propia ciudad, sentía que en todo polvoriento cruce de calles brillaba la gloria de Siracusa. Cada paso, además, lo acercaba a su hogar. Recorrió con la vista, impaciente, todos los lugares que le resultaban familiares: el pequeño parque con sus viejos plataneros, la panadería de la esquina donde la familia compraba el pan, la fuente pública con la estatua del león en la que se abastecían de agua para la casa. Del establecimiento de comidas situado más abajo, adonde de muchacho corría a buscar algo de cena cuando, por algún motivo, no habían podido prepararla en casa, llegaba un aroma de hierbas y carne asada. La casa de Nicómaco, la carnicería de Eufanes, con la vivienda en la planta superior… y, finalmente, allí estaba. Arquímedes se detuvo y observó en silencio la sencilla fachada de ladrillos de adobe y la madera erosionada por el tiempo de la única puerta. Empezó a sentir un dolor en el pecho y escozor en los ojos. En su día, aquel edificio había definido lo que significaba un hogar. Había sido el único sitio que le importaba, el centro del universo, el contenedor de todo lo que era importante en su pequeño mundo. Todas las personas que más quería estaban detrás de esa puerta.

Le habría gustado que vivieran en Alejandría.

Marco levantó la antorcha y observó también la casa, recordando la primera vez que la había visto, cuando Fidias lo había llevado encadenado hasta allí, después de comprarlo en el mercado de esclavos. «No es mi hogar —se recordó, negando, sin saber por qué, la alegría que se cernía sobre el umbral de su conciencia—. Sólo es la casa que habito como esclavo.» Recordó un momento su hogar en las colinas de la Italia central, a sus padres, pero los apartó rápidamente de su cabeza: lo más probable es que hubieran muerto. Se percató de que en la vivienda de Fidias habían caído algunos ladrillos, y de que el tejado necesitaba una buena reparación. No le sorprendía. Él había sido el único hombre de la casa, a excepción de los amos, y no se podía contar con ellos, al menos en lo que a mantenimiento se refería. Tenía trabajo por delante.

Gelón, el hijo del panadero, que había ido con ellos para encargarse del asno, preguntó:

—¿Es aquí?

Descargaron el asno, depositaron el baúl en el suelo y enviaron al muchacho de vuelta a casa con el animal, entregándole la antorcha para que se alumbrara durante el recorrido. Arquímedes respiró hondo el aire cálido del verano y llamó a la puerta.

Después de un prolongado silencio, volvió a llamar, hasta que finalmente abrieron. Por la rendija asomó la cabeza de una mujer, con las arrugas de su ajado rostro escondidas entre las sombras que proyectaba la luz de la lámpara que sostenía.

—¡Sosibia! —exclamó Arquímedes, con una enorme sonrisa.

La guardiana de la casa se quedó boquiabierta y gritó:

—¡Medión! —Era el diminutivo de su nombre, el apodo que utilizaba su familia, una palabra que llevaba tres años sin oír.

El encuentro fue tan ruidoso y feliz como Arquímedes se había imaginado. Enseguida llegó corriendo su madre, Arata, y lo estrechó entre sus brazos, y a continuación su hermana, que lo abrazó también tan pronto como su madre lo soltó.

—¡Te has hecho mayor, Filira! —le dijo, separándola de él para admirarla.

En el momento de su partida, ella tenía trece años: ahora, con dieciséis, era ya una jovencita, aunque no había cambiado mucho. Seguía siendo alta y delgada, desgarbada y con una mirada brillante. Llevaba su indomable melena castaña recogida en un moño detrás de la cabeza. Ella le apartó las manos para poder abrazarlo.

—¡Sin embargo, tú no! ¡Tienes el mismo aspecto desastrado de siempre! —respondió.

Sosibia y sus dos hijos, en un segundo plano, sonreían y lanzaban exclamaciones. Pero había una ausencia.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Arquímedes, y la algarabía cesó de pronto.

—Está demasiado mal para levantarse —dijo Filira, en medio del repentino silencio—. Hace meses que no puede levantarse de la cama. —En su voz había un tono de reproche. Llevaba meses cuidándolo y viéndolo debilitarse, mientras Arquímedes, el querido y único hijo varón, prolongaba su estancia en Alejandría.

Él la miró, abatido. Sabía que su padre estaba enfermo. Esa certeza lo había acosado mentalmente durante un par de meses, salpicando de ansiedad todos los preparativos de su regreso a casa. No obstante, esperaba encontrarlo más o menos como lo había dejado. Pensaba que la enfermedad no pasaría de una tos persistente, un dolor de espalda, una indigestión crónica. No imaginaba que un monstruo deformante se hubiera instalado en la casa para aposentarse en el lecho de su progenitor.

—Lo siento, querido —dijo delicadamente su madre. Siempre había sido la pacificadora de la familia, la voz del espíritu práctico y la calma. Era de menor estatura que sus hijos, ancha de caderas y de frente despejada; tenía más canas de las que Arquímedes recordaba—. Me temo que verlo te producirá una conmoción. No podías saber lo enfermo que estaba. Pero doy las gracias a los dioses de que por fin hayas vuelto sano y salvo a casa.

—Quiero verlo —dijo con un murmullo ronco.

El lecho de Fidias estaba instalado en la habitación que Arquímedes recordaba como el taller de su madre, al otro lado del pequeño patio que comunicaba con la calle y que constituía el centro de la casa. Las escaleras que conducían a los dormitorios de los pisos superiores eran empinadas y estrechas, y la planta baja resultaba mucho más cómoda para un inválido. Cuando el joven entró en el antiguo taller, iluminado tan sólo por una lámpara, vio a su padre sentado y mirando ansioso hacia la puerta: había oído todo aquel ruido y esperaba impaciente la aparición de su hijo. Arquímedes titubeó en el umbral. Fidias siempre había sido alto y delgado, pero ahora estaba esquelético. El blanco de sus ojos, que lo observaban desde unas cavidades profundas, se había tornado amarillo, al igual que su piel, que se veía arrugada y seca. Había perdido casi todo el pelo, y el poco que le quedaba era blanco. Cuando tendió los brazos hacia su hijo, le temblaban las manos.

El joven cruzó precipitadamente la estancia, se arrodilló junto a la cama y estrechó el demacrado cuerpo de su padre.

—¡Lo siento! —dijo, sofocado—. No lo sabía… De haberlo sabido…

—¡Mi Arquimedión! —exclamó Fidias, y rodeó a su hijo con sus escuálidos brazos—. ¡Gracias a los dioses que has vuelto a casa!

—¡Padre! —gritó Arquímedes, y se deshizo en lágrimas.

Marco se encontraba en el patio, después de haber metido el equipaje y cerrado la puerta. Una vez dentro de la casa, Sosibia lo cogió por los hombros y le dio un beso en la mejilla.

—¡Tú también eres bienvenido! —dijo en voz baja—. Desearía que, a partir de ahora, ésta fuese una casa más feliz.

El esclavo la miró, conmovido a su pesar. Él y Sosibia nunca habían hecho buenas migas. Cuando Marco llegó, la principal preocupación de ella fue dejar claro que, aunque lo habían comprado para sustituir al anterior esclavo, no tenía la menor intención de permitirle ocupar en su cama el puesto del hombre fallecido. De entrada, Marco no entendió lo que la mujer quería decir con aquello (entonces él tenía dieciocho años, acababa de llegar de Italia y apenas conocía el griego), pero cuando por fin lo comprendió, dejó claro a su vez que no le apetecía en absoluto la idea de acostarse con una esclava cuarentona y simple. Evidentemente, aquella unanimidad en cuanto a lo de irse a la cama juntos no generó entre ellos ningún sentimiento de buena voluntad, y pasaron años peleando. Sosibia se burlaba de Marco por ser un bárbaro salvaje, y él la desdeñaba por ser una vieja servil. Y ahora ella le daba la bienvenida.

—Bien… —acertó a decir—. Es agradable estar en casa otra vez.

Después de un breve silencio, saludó con un ademán de cabeza a los dos chicos, que permanecían detrás de su madre, observando: Crestos, un muchacho de quince años, y Ágata, de trece.

—Los dos habéis crecido —señaló. «Otro motivo para no ser bienvenido», pensó para sus adentros. Cuatro esclavos adultos eran demasiados para una familia de clase media: ahora que él estaba de vuelta, era bastante probable que vendiesen a Crestos. Pero, al parecer, Sosibia no había previsto esa incómoda posibilidad, de modo que él también la apartó y dijo en cambio: —Mientras veníamos hacia aquí, se me ha ocurrido que habría mucho trabajo esperándome. Había olvidado que ahora tenemos un hombre más.

Crestos sonrió.

—Bienvenido a casa, Marco —dijo—. ¡Y bienvenido eres a hacer mi trabajo, si así lo deseas!

Su hermana pequeña rió, se adelantó de pronto y besó tímidamente al hombre en la mejilla.

—¡Bienvenido a casa! —musitó.

«No es mi casa», se recordó Marco, aunque una parte de él se alegraba de haber regresado. Aún sudaba al recordar su primer año de esclavitud, pero aquella pesadilla había terminado en el hogar de Fidias, donde se había despertado de nuevo en un mundo gobernado por reglas civilizadas.

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