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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

El cromosoma Calcuta (23 page)

BOOK: El cromosoma Calcuta
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El caso es, desde luego, que no podemos pretender que la condesa sea un testigo digno de confianza ni que pueda construirse una narración precisa con las escuálidas asociaciones de palabras de su diario. No obstante, sus relatos se ven con frecuencia corroborados por lo que se sabe de las formalidades y procedimientos de las sesiones de Mme Salminen, hechos que por lo general no se discuten. Normalmente, después de tomar el té Mme Salminen y su pequeño rebaño se retiraban a una sala únicamente iluminada con una vela. Sentándose en torno a una sólida mesa de madera, los congregados juntaban las manos y trataban de enfocar su dispersa energía mental, con Mme Salminen haciendo de lente, por decirlo así, para agrupar sus capacidades de concentración. Para que una de esas sesiones se considerase un éxito, tenía que producir algunas de las «manifestaciones» de energía psíquica tan caras a los espiritistas: fenómenos tales como golpeteos en la mesa, escritura automática, voces incorpóreas, etcétera. En ciertas ocasiones especiales, los pocos afortunados se veían incluso recompensados con el más valioso de los premios psíquicos, por así decir, una especie de luz que se describía como «aura ectoplásmica». El hecho de que «manifestaciones» de esa naturaleza pueden producirse con mucha facilidad en circunstancias de histeria colectiva es algo que, por supuesto, se ha demostrado repetidas veces y no requiere más comentarios aquí.

Cabe observar, no obstante, que el fenómeno del «aura» era un acontecimiento raro e inhabitual. Solía producirse únicamente al final de la sesión, y venía invariablemente precedido de otras manifestaciones como golpes en la mesa, etcétera.

En la ocasión que ahora nos ocupa, ocurrió que la condesa de Pongrácz fue elegida para sentarse al lado de Mme Salminen y enfrente del huésped no invitado, el supuesto señor C. C. Dunn. Pero resulta que, pese a las explícitas instrucciones en contra de Mme Salminen, en aquellas sesiones la condesa tenía la costumbre de lanzar ocasionales miradas alrededor de la mesa. Así fue como observó que, al cabo de unos veinte minutos, Mme Salminen y el señor Dunn habían caído en una especie de trance, con la cabeza inclinada hacia adelante, casi tocando la mesa. Al ver que tal estado persistía más allá de un tiempo prudencial, la condesa empezó a considerar el paso, impensable en otras circunstancias, de interrumpir el proceso (impensable porque solía creerse que la interrupción dejaba algún «espíritu» atrapado en un limbo interplásmico).

Sin embargo, cuando se encontraba pensando en esa posibilidad, la cabeza de Mme Salminen se proyectó hacia atrás súbita y violentamente, de modo que se quedó mirando al techo con los cabellos sueltos y soltando hilillos de saliva por la boca abierta y desencajada. Entonces el cuerpo del señor Dunn salió lanzado de la mesa para quedar pegado a la pared con los pies a varios centímetros por encima del suelo. Un momento después se apagó la única vela y la estancia quedó repentinamente sumida en una impenetrable tiniebla aterciopelada. La sólida mesa se derrumbó con fuerte estrépito y el señor Dunn cayó al suelo, gritando en una lengua que parecía indostaní:

—Sálvame… de su… persecución… imploro… gracia…

El aspecto más extraño de esas alucinaciones, anota la condesa, es el de que incluso en aquella oscuridad —que no consistía simplemente en ausencia de luz sino más bien en su contrario, antítesis que sólo podía concebirse en el ojo interno de la mente—, incluso en aquella profunda oscuridad veían con toda claridad al señor Dunn, si bien no se trataba de la clase de visión que depende de la luz; le vieron forcejear; observaron la angustia que recorría sus facciones; sus inútiles esfuerzos por liberarse de lo que le tuviera encadenado a aquel potro de tortura: todo eso vieron, pero ni por un momento vislumbraron ni imaginaron el agente de su angustia, ni con qué arma o instrumento, ni con qué medios se llevó a cabo aquella terrible agonía. Tenía el rostro lívido de miedo, y le vieron agitar el brazo para apartar algo, quizá una mano, o posiblemente un artefacto. Le vieron encogerse en el suelo, postrado pero no inconsciente, pero entonces mudó con igual brusquedad el signo de su forcejeo, pues pareció que pasaba a pelear con un animal, luchando para que no cerrara los colmillos en torno a su garganta, gritando una reiterada serie de invocaciones.

Entonces el ruido cesó repentinamente y la vela volvió a encenderse, de modo que ya no estaban a oscuras. Al abrir los ojos vieron que la mesa estaba exactamente como antes, y que todos se encontraban sentados en su sitio menos el huésped que se había presentado sin avisar, que se hallaba encogido en un rincón, completamente desnudo.

Y entonces Mme Dalminen pronunció sus primeras palabras, en un murmullo tan tenue que sólo lo oyó la condesa, sentada a su lado. Durante todo ese tiempo, Mme Salminen había permanecido desplomada en la silla, con la cabeza atrás, los ojos en blanco y sin ver. Cuando habló, aún no había recobrado del todo el conocimiento. La frase que escapó de sus labios fue:

—Yo no puedo hacer nada: el Silencio ha venido a buscarlo.

Tras decir esas palabras se derrumbó sobre la mesa. Sus alarmados acólitos la trasladaron de inmediato a su habitación, donde permaneció hasta bien entrado el día siguiente.

Al recobrar el conocimiento, lo primero que hizo fue llamar a la condesa. Ambas mujeres permanecieron a solas durante varias horas.

Lamentablemente, la condesa no nos ha dejado un relato escrito de su conversación de aquel día, pero se sabe que en varias ocasiones la calificó de momento decisivo de su vida.

Es discutible, sin embargo, la influencia real que Mme Salminen ejerció en la vida posterior de su discípula. Por ejemplo, cuando atribuyó a dicha influencia sus innovadores trabajos de excavación en primitivos emplazamientos arqueológicos maniqueos y nestorianos de Asia central, Nepal y Bengala, sus amigos supusieron que era simplemente una forma de hablar, el homenaje de un discípulo agradecido. Pero en su defensa de las enseñanzas de Valentinus, el filósofo alejandrino de comienzos de la era cristiana, se inclinaron más a aceptar sus afirmaciones en el sentido que les daba. Cuando aseguró que Mme Salminen fue quien le había revelado la verdad de la cosmología valentiniana, en la cual los dioses últimos son el Abismo y el Silencio, el uno masculino y el otro femenino, el primero símbolo de la mente y el otro de la verdad, pocos discutieron su exposición del asunto, pues tales creencias no merecían sin duda una explicación prosaica.

Sin embargo, pese a estar acostumbrados a sus excentricidades, sus amigos sintieron verdadera preocupación cuando se trasladó a Egipto a finales de los años cuarenta, en busca del emplazamiento más sagrado del antiguo culto valentiniano: el santuario perdido del Silencio. Algunos recordarían más tarde, después de su desaparición, que muchas veces había comentado una descripción que le había hecho Mme Salminen: la de una aldea al borde del desierto, con palmeras de dátiles y cabañas de adobe y norias chirriantes.

32

A pesar del pegajoso calor, Urmila sintió un escalofrío.

—¿Y cree que todo está relacionado? —preguntó—. El mensaje que le enviaron y esos trozos de papel donde han envuelto el pescado…

—¿Y me lo pregunta? —exclamó Murugan—. Pues claro que están relacionados. El envoltorio de su pescado ata todos los cabos. Fíjese bien: Cunningham tenía el único laboratorio del continente donde Ron disponía de una remota posibilidad de realizar un descubrimiento; Ron lo sabía y, hacia finales de 1896, estaba desesperado por sentar sus reales en Calcuta. Pero Cunningham sencillamente no tragaba: había construido el laboratorio como si fuese la barbacoa de su jardín y no iba a permitir que un novato mocoso le estropeara la fiesta.
Ergo
, si Cunningham era el principal impedimento para que Ron se trasladara a Calcuta, se deduce que en aquel preciso momento, a finales de 1897, constituía el mayor obstáculo para la solución del rompecabezas de la malaria. Y si en aquella época alguien vigilaba a Ron, no podía tardar mucho en comprenderlo. ¿Qué hacen, entonces? Establecen un compás de espera, se reúnen en conciliábulo y vuelven a entrar en acción con una nueva estrategia: Cunningham tiene que largarse. Y, en efecto, eso es precisamente lo que pasa: en enero de 1898 Cunningham cambia súbitamente de opinión; arroja la toalla y se va a Inglaterra con el rabo entre las piernas. De camino hace una parada en Madrás, donde sufre una especie de episodio psicótico. Esos papeles, el mensaje en mi pantalla…, alguien trata de que establezca conexiones: quieren hacerme saber que me encontraba en el buen camino.

—Pero espere un momento —objetó Urmila—. ¿Qué significa eso de «quieren hacerme saber»? No fue usted quien encontró los papeles, sino yo. Y yo le he conocido por casualidad, porque resulta que usted estaba en la casa de Romen Haldar cuando yo… cuando yo he perdido el conocimiento.

—¿Ah, sí? Muy bien, pues ahora cuénteme cómo «ha encontrado» usted esos papeles y trataremos de ver si su teoría de la casualidad se tiene en pie.

Urmila empezó a contarle los acontecimientos de la mañana y la noche anterior, la llamada de teléfono a su familia, su promesa de preparar pescado y la providencial llamada al timbre a las siete y cuarto. Y poco a poco, a medida que contaba la historia, su relato iba flaqueando cada vez más hasta el punto de que cuando llegó al desconocido pescadero su voz se apagó hasta convertirse en un murmullo apenas audible.

—Pero ¿por qué tenían que hacerlo todo tan retorcido? —preguntó—. Si querían comunicarle algo, ¿por qué no se lo dijeron lisa y llanamente, por qué implicarme a mí y a Romen Haldar y a…?

Murugan hizo una pausa para rascarse la barba.

—El caso es que no lo sé —confesó—. Pero hay algunas cosas que están muy claras. Alguien intenta que establezcamos ciertas relaciones, tratan de decirnos algo; algo que ellos no quieren ensamblar, de modo que cuando lleguemos al final tengamos una historia completamente distinta.

—¿Por qué? ¿Qué sentido tiene? ¿Qué sacarán ellos tanto si llegamos al final como si no?

—No estoy del todo seguro, pero creo que podría esbozar una posible hipótesis.

—Siga —le apremió Urmila.

—Muy bien —empezó Murugan—. Suponga, es un suponer, que usted tiene el convencimiento (no me pregunte por qué ni nada, no son más que meras suposiciones), imagínese que tiene el convencimiento de que conocer algo es modificarlo, de lo que se desprendería, ¿no es así?, que dar a conocer algo constituiría un medio de efectuar un cambio. O de crear una mutación, si lo prefiere.

Urmila carraspeó con aire de duda.

—Ahora demos un paso más. Partiendo de que admitiera eso, se deduciría que si quisiera efectuar un cambio concreto, o una mutación, una de las maneras de conseguirlo consistiría en dar a conocer determinadas cosas. Tendría que tener mucho cuidado a la hora de hacerlo, porque el experimento no daría resultado a menos que condujera a un auténtico descubrimiento. No daría resultado, por ejemplo, si eligiera a alguien entre una multitud y le dijera: «Oiga, aquí tiene estas dos cosas y ahí otra; súmelas y ¿qué le da?» Ése no sería un verdadero descubrimiento, porque la respuesta se conocería de antemano. Así que lo que tendría que hacer sería orientar a sus cobayas en la justa dirección y esperar a que llegaran al final por sí solas.

—De manera que lo que sugiere es que le han dicho algo a través de mí, de esa forma tan retorcida, para hacer una especie de experimento porque están tratando de cambiar algo, ¿no es así?

—Yo no podría haberlo expresado mejor.

—¿Cambiar
qué
? —exclamó Urmila—. ¿Y por qué? ¿Qué quieren hacer con nosotros?

—No lo sabemos. No sabemos qué, ni tampoco por qué.

—Así que lo que pretende decir es que a usted y a mí nos han cogido para un experimento y no sabemos por qué ni con qué fin, ¿verdad?

—Exacto. El caso es que se trata de una gente cuya religión es el silencio. Ni si quiera sabemos qué es lo que no sabemos. Ignoramos quién está metido en esto y quién no; no sabemos cuánto carrete les queda. No sabemos cuántos cabos quieren que atemos nosotros ni cuántos quieren que queden sueltos para quien nos suceda.

—¿Quiere decir —preguntó Urmila— que pueden dejar algo para que otros resuelvan el asunto en un futuro?

—Sí, creo que así es. Esos tíos no tienen prisa para nada. Llevan facilitando pistas un siglo más o menos, y de cuando en cuando, por los motivos que sean, hacen que algunas personas seleccionadas se fijen en ellas. El hecho de que usted y yo estemos incluidos no significa que hayan cerrado la lista.

—¿Y adónde va a parar todo esto? —quiso saber Urmila—. ¿En qué acabará?

—No terminará —dijo Murugan—. Voy a decirle cómo va la cosa: han de tener mucho cuidado al escoger el momento adecuado de pasar la última página. Mire, para ellos, escribir la palabra «Fin» en esta historia es la forma con que cuentan incorporar el gran cambio al siguiente ciclo. Pero, para que eso ocurra, dos cosas han de coincidir exactamente: los títulos de crédito del final tienen que aparecer en el preciso momento en que la historia se revela al elegido.

—¿Y qué esperan?

—Pues puede que muchas cosas. A lo mejor esperan alguna variedad de malaria que no se haya conocido nunca. Quizá una técnica que facilite y acelere el traspaso de su historia al elegido: una técnica de montaje mucho más eficaz que cualquiera de las que disponen ahora. O tal vez ambas cosas. ¿Quién sabe?

Se interrumpió de pronto al oír un trueno. Echando una rápida mirada a su alrededor, Urmila divisó un sitio cubierto por el alero de la caseta abandonada. Se refugió debajo, sentándose en el suelo con las rodillas bajo el mentón. Murugan fue tras ella y, a gatas, se colocó a su lado cruzando las piernas con un crujido de huesos. Al cabo de unos minutos la lluvia caía a cántaros frente a ellos, resbalando por el alero.

Urmila contemplaba la cristalina muralla de lluvia, abrazándose las rodillas. Todo era muy confuso: la llamada del Club, el pescadero a primera hora de la mañana, Romen Haldar, Sonali Das. Ahora le resultaba muy difícil distinguir lo que formaba parte de aquella historia y lo que no: la ventana de la cocina, desde donde se veía la casa de Haldar, ¿era parte de la intriga? ¿Sus padres? ¿Sus hermanos? ¿Su cuñada? (No, ella no.) ¿Y el hecho de que estuviera vestida con aquel horrible y sucio sari, salpicado de manchas de cúrcuma y sangre de pescado? ¿O el de que hubiera llamado a casa de los Gangopadhyaya y los hubiese despertado? Y qué raro que todo aquello hubiese ocurrido cuando lo único en que pensaba era en cómo preparar un
shorse ilish
lo antes posible para coger el microbús de la BBD Bagh y llegar al Gran Hotel Oriental a tiempo para la conferencia de prensa del ministro de Comunicaciones. Pensándolo ahora, parecía que había pasado mucho tiempo; apenas recordaba por qué era tan importante el ministro de Comunicaciones y su conferencia de prensa, por qué había tenido tanta prisa por llegar, por qué había insistido tanto el redactor jefe: ¿qué habría dicho el ministro, de todos modos? ¿Que las comunicaciones iban bien? ¿Que ocuparse de ellas era la misión de su vida? Qué extraño habría sido estar sentada frente a un teclado, intentando pensar en una buena frase para empezar:
El ministro de Comunicaciones ha anunciado hoy en una conferencia de prensa su firme creencia en que las comunicaciones constituyen la clave del futuro de la India
. En cierto modo casi parecía menos raro estar allí, sentada en aquel porche goteante, con aquel olor a mierda por todas partes, que escuchar a un viejo gordo de Delhi hablando por un chirriante micrófono; era más fácil entender por qué estaba ahí, agachada en aquel húmedo rincón de aquella decrépita caseta, que saber por qué había intentado guisar pescado para que su hermano entrara en un equipo de fútbol de primera división; tenía más sentido escuchar las explicaciones de Murugan sobre Ronald Ross que preocuparse de si conseguiría subir a empujones al microbús de la BBD Bagh para no llegar tarde a la conferencia de prensa del Gran Oriental. A pesar de que nunca había oído hablar de Ronald Ross, ni conocido a ese hombre, que se pegaba ahora a ella, apretando la pierna contra la suya. No se parecía a nadie que conociera, pero eso no tenía nada de malo, por supuesto, era bonito conocer a alguien, y su barba también era bonita, como una especie de cepillo duro. Qué sensación daría tocársela —la barba—, empezó a pensar, y luego, para su sorpresa, se dio cuenta de que, vaya, le estaba tocando, pero no la barba, el muslo de él estaba contra el suyo, agradablemente cálido, nada pegajoso. Fuera, en la calle, los autobuses pasaban rugiendo bajo la lluvia; se imaginaba gente acurrucada tras ventanas empañadas, viandantes que se apresuraban por la acera con sus paraguas, metiéndose precipitadamente en el complejo del cine Kandan y en la Academia de Bellas Artes. Qué raro era pensar que lo único que los separaba de ella y de Murugan era una valla insignificante, sólo un pequeño muro, pero servía lo mismo que la Gran Muralla China, porque no los veían ni a él ni a ella. En cierto modo era como estar en un tubo de ensayo: ésa era quizá la sensación que se tenía, sabiendo que algo iba a pasar dentro del cristal pero no fuera, que había un muro entre uno y los demás, toda aquella gente metida en autobuses y microbuses que se apresuraba al trabajo desde Kankurgachi y Beleghata y Bansdroni después de tomar el arroz matinal, con el olor a
dal
todavía incrustado entre las uñas; estaban tan lejos, aunque sólo les separaba la valla; ni siquiera se enterarían de si él se había quitado la camisa y ella le pasaba las uñas por el pecho hasta el vientre; ni siquiera sabrían que él tenía los pantalones bajados, hasta los tobillos, y la mano de ella estaba entre las piernas de él en vez de en su propio regazo, con el dedo enroscándose entre el rizado vello del pubis; no se enterarían de si ella se había quitado la blusa y él la rodeaba con el brazo mientras que con la otra mano le cogía un pecho acariciándole el pezón con el pulgar; no se enterarían, no tendrían ni la menor idea al pasar apresuradamente hacia el trabajo, y no era tan difícil de imaginar, en realidad, el brazo de él por su hombro y la mano en su pecho. También sería como un experimento; así sería exactamente, sentirle entre las piernas, los labios en su cuello, la sensación de algo vivo muy dentro de ella. Qué otra palabra podía haber para eso, sino «experimento», algo nuevo, algo que sabía que iba a cambiarla aunque sólo durase unos minutos, o incluso segundos; algo que estaba ocurriendo de una forma que superaba su propia imaginación, que era absolutamente incapaz de remediar.

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