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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

El cromosoma Calcuta (30 page)

BOOK: El cromosoma Calcuta
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—Le dije a la que tengo en casa —dijo el jefe de estación—, le dije: «Ya verás como no hay que preocuparse, estará perfectamente.»

Phulboni cerró los ojos. Sintió tal alivio al ver que estaba sano y salvo, que se le aflojó todo el cuerpo.

—Me ha costado tanto trabajo sacarle de ahí,
sahib
—le contó el jefe de estación—. Ni que ese enorme cuerpo suyo estuviera hecho de bronce. Tuve que tirar y tirar y tirar: yo solo, además. Pero me he dicho: «Budhhu Dubey, pase lo que pase tienes que sacarlo de este horrible sitio; aunque te rompas la espalda. Mientras siga ahí dentro, no hay esperanza para él. Tienes que sacarlo.»

—¿Qué ha pasado? —preguntó Phulboni—. ¿Dónde estaba cuando me ha encontrado usted?

—He venido lo antes posible —contestó el jefe de estación—. La que tengo en casa me ha despertado cuando aún estaba oscuro y me ha dicho: «Ve a ver si ese pobre hombre se encuentra bien.» Y he venido a toda prisa. Lo he encontrado tumbado en el suelo con el rifle sobre el cuerpo. Al principio creí que estaba muerto, pero luego he visto que respiraba; así que lo he sacado.

—¿Y el farol? —inquirió Phulboni—. Le disparé. ¿Ha visto cristales en la garita?

El jefe de estación frunció el ceño.

—¿Qué farol?

—El farol de señales. El que estaba ayer en la habitación.

—Seguía en su sitio. Limpio y bien pulido: nadie lo toca nunca. Siempre está así, en el mismo sitio: siempre limpio, sin una mota de polvo.

El jefe de estación abanicó vigorosamente a Phulboni con una hoja de plátano.

—Esta estación es un sitio horrible —afirmó—. No hay nadie de ningún pueblo de la zona que se acerque a un kilómetro de aquí después de oscurecer. No se les podría hacer venir ni por todo el oro acumulado en el cielo. Intenté avisarle, pero no me escuchó.

—Ahora sí le escucharé —dijo Phulboni—. Quiero saber lo que ha pasado.

El jefe de estación suspiró.

—No sé qué decirle, a un gran
sahib
como usted. Sólo puedo decirle lo que la gente cuenta por esta parte: gente de pueblo como yo…

Phulboni, que escuchaba con los ojos cerrados, se pasó la mano por la frente.

—¿Qué es lo que cuenta la gente? —dijo—. Quiero saberlo.

Y entonces, por suerte o por desgracia, movió hacia atrás una mano y rozó la vía, un trozo de acero frío y vibrante. Abrió los ojos y se encontró ante una visión ininterrumpida de hojas y árboles, recortados contra el rosáceo cielo del amanecer. No había rastro del jefe de estación ni de nadie más. Miró a su alrededor y descubrió que estaba tendido entre las vías del apartadero, en un colchón. Titubeando, alargó el brazo y tocó el raíl.

Y una vez más Phulboni se apartó rápidamente de la vía. Pero en esta ocasión logró evitar la caída, de modo que se encontraba sólo a unos centímetros cuando el tren pasó con gran estruendo por el apartadero sobre el colchón en el que él estaba tumbado un momento antes, haciéndolo trizas. Esta vez el tren era real: vio los horrorizados rostros de fogoneros y maquinistas cuando pasaba la máquina a toda velocidad; oyó el chirrido de los frenos y el agudo pitido del silbato.

Se puso trabajosamente en pie y echó a correr. Alcanzó al tren un kilómetro y medio más adelante, donde finalmente se había detenido.

Fogoneros y maquinistas examinaban las agujas y cambiavías, tratando de averiguar por qué se había desviado el tren a la vía muerta. Incomprensible, sentenció el jefe de maquinistas, un angloindio de pelo entrecano; ese apartadero no se había utilizado desde hacía decenios, el mecanismo se había desmantelado años atrás. Casi habían descarrilado, era un milagro, con todos aquellos escombros y hierbajos sobre las vías oxidadas.

Y entonces Phulboni sugirió al jefe de maquinistas:

—A lo mejor el jefe de estación cambió de agujas por equivocación.

El jefe de maquinistas era un viejo veterano. Miró a Phulboni con una extraña sonrisa y dijo:

—Hace más de treinta años que no hay jefe de estación en Renupur.

Entonces apareció el revisor, tan obsequioso como siempre, y condujo a Phulboni a un coche cama vacío. Más tarde, cuando el tren había arrancado con destino a Darbhanga, se acercó sigilosamente a él y le dijo:

—Ha tenido suerte; al menos sigue vivo.

—¿Por qué? —preguntó Phulboni—. ¿Es que ha habido otros que…?

—El año que empecé a trabajar aquí —contestó el revisor—, en 1894, hubo otro que no fue tan afortunado: murió ahí… de la misma forma, tumbado en la vía, al amanecer. El cadáver estaba tan destrozado que nunca averiguaron exactamente su identidad, pero se rumoreaba que era extranjero.

Miró a Phulboni con una sonrisa melancólica y añadió:

—De noche nadie se acerca a esa estación.

—¿Y por qué no me lo dijo? —inquirió Phulboni.

—Lo intenté —dijo el revisor, con su retorcida sonrisa—. Pero usted no me hubiera creído. Se habría reído, diciendo: «Esos aldeanos tienen la cabeza llena de fantasías y supersticiones.» Todo el mundo sabe que, para los hombres de ciudad como usted, tales advertencias siempre tienen el efecto contrario.

Reconociendo la verdad de sus palabras, Phulboni se disculpó y pidió al revisor que se sentara y le contase todo cuanto sabía.

Durante muchos años, dijo el revisor, la garita de señales había sido el hogar de un muchacho llamado Laakhan. El chico fue a parar allí desde algún sitio al norte de la línea poco después de inaugurada la estación. Era un niño abandonado, huérfano por la hambruna, con un cuerpo flaco y macilento y una mano deforme. Entonces no había nadie en la garita de señales, porque ningún empleado quería vivir en un lugar tan aislado y solitario. Así que Laakhan lo convirtió en su hogar. Los revisores y fogoneros que pasaban le enseñaron a utilizar el farol de señales y a manejar el cambio de agujas. Se hizo útil para el ferrocarril y le permitieron quedarse.

El chico era ya adolescente cuando por fin encontraron un jefe de estación para Renupur. Resultó ser un ortodoxo, de las castas superiores: cobró una inmediata aversión por el chico, considerándolo un agravio a su persona. Dijo a los aldeanos que Laakhan era peor que intocable, que tenía una infección contagiosa; que probablemente era hijo de una prostituta; que la deformidad de su mano izquierda era la marca de una enfermedad hereditaria. Hizo lo que pudo por echar al chico de la estación, pero Laakhan no tenía adónde ir. El chico construyó una cabaña de bambú en las vías del apartadero inutilizado y trató de pasar inadvertido.

Eso aumentó la furia del jefe de estación. En una noche sin luna de Amavasya, durante una tormenta, el jefe de estación intentó matar al chico cambiando las agujas y conduciéndolo delante de un tren. Pero nadie conocía la estación mejor que Laakhan, y logró salvarse. En cambio, el jefe de estación tropezó en la vía y cayó al paso del tren.

Ésa fue la última vez que Renupur tuvo jefe de estación.

La mente de Phulboni rebosaba de preguntas: tras escapar a una muerte similar, le consumía la curiosidad por el destino del muchacho.

—Siga contando —rogó al revisor—. ¿Qué fue de Laakhan? Tengo que saberlo; debe decírmelo.

—No hay mucho más que contar —dijo el revisor—. Dice la gente que se ocultó en un tren y se fue a Calcuta. Cuentan que vivía en la estación de Sealdah cuando una mujer lo encontró y le dio casa.

—¿Eso es todo? —insistió Phulboni—. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué pasó con Laakhan?

El revisor adoptó un aire de disculpa.

—Eso es todo lo que sé. Salvo que…

—¿Salvo qué?

—En una ocasión, mi antecesor en este trabajo me contó algo. Me dijo que había hablado con el extranjero; con el que murió en Renupur. El extranjero se acercó a él cuando estaba a punto de dar salida al tren con el banderín. Dijo que había viajado con un joven, oriundo de Renupur. Naturalmente, el extranjero, al ser un
sahib
, viajaba en primera clase, mientras que el otro iba en tercera. Pero ahora no encontraba al joven: había desaparecido. Mi predecesor no pudo ayudarle; no había visto que nadie más se bajase en Renupur. El extranjero estaba muy molesto y dijo que esperaría en la estación. El revisor, mi predecesor, le advirtió de que, pasara lo que pasase, no debía pernoctar en la estación. Hizo todo lo que pudo para que se marchara, pero el
sahib
se echó a reír y dijo: «Caray con ustedes, los aldeanos…»

40

—¡Ay Dios mío! —exclamó de pronto Urmila, tirando de la cortina de plástico del reservado.

—¿Qué? —preguntó Murugan.

—Sonali-
di
—repuso Urmila—. Tengo que encontrar un teléfono.

Cruzó apresuradamente la sala hasta el escritorio del gerente, al fondo del restaurante, y cogió el teléfono. Murugan esperó para pagar la cuenta y luego fue a reunirse con ella.

Cuando llegó a su lado, ella miraba fijamente el teléfono, conmocionada.

—Sonali-
di
ha desaparecido —anunció—. No se ha presentado en su despacho y no está en su casa. Esta mañana no ha asistido a una reunión de redactores y están tratando de localizarla. Nadie la ha visto desde anoche. En su piso no contestan al teléfono. Al parecer, yo fui la última persona que habló con ella.

—¿A qué hora fue eso?

—Sobre las diez y media, me parece. Fuimos juntas a su casa y me marché sobre esa hora.

—Tengo noticias para ti, Calcuta —le dijo Murugan—. Yo la vi después que tú.

—¿Cómo? —exclamó Urmila—. Pero si ni siquiera la conoces.

—Pero la vi a pesar de todo —afirmó Murugan—. Anoche salí al balcón a eso de la una, y la vi apearse de un taxi: entró en el número tres de la calle Robinson…

Con un gemido de desesperación, Urmila le apartó a un lado.

—¿Por qué no me lo has dicho?

Salió corriendo y paró un taxi.

—Vamos —le gritó, volviendo la cabeza—. Tenemos que darnos prisa.

Murugan subió tras ella y cerró de un portazo.

—A la calle Robinson. Entre Loudon y Rawdon —ordenó Urmila al taxista. Luego se volvió a Murugan para decirle—: Debemos encontrar a Sonali. Tenemos que intentar prevenirla.

—¿Por qué a ella?

—¿No lo entiendes? Porque ella también está metida en esto: ella fue quien me contó esa historia.

Acababa de empezar la hora punta de la tarde y, cuando el taxi llegó a Chowringhee, el tráfico ya era denso. Urmila se inclinó hacia el asiento delantero, instando al taxista a que avanzara.

Cuando Murugan volvió a dirigirse a Urmila, su voz era extrañamente tranquila.

—Escucha, Calcuta —le dijo—. Llevas sin parar desde esta mañana; quizá debas tomarte un pequeño descanso, sólo para pensar bien las cosas.

—¿Qué tengo que pensar bien? —repuso Urmila en tono distraído.

Ya estaban en la calle del Teatro, junto al Hotel Kennilworth, y en el aire se respiraba el aroma de los
kebabs
.

—Si quieres seguir adelante con esto —dijo Murugan.

—¿Y qué otra cosa podría hacer? —exclamó ella, sorprendida.

—Podemos parar el taxi aquí mismo y tú podrías bajarte y volver a casa —sugirió Murugan—. A seguir con lo que estuvieras haciendo.

Una sombra cayó sobre el rostro de Urmila.

—¿Volver a casa? —dijo para sí, en un murmullo, posando la mirada en los pulcros y relucientes edificios del Instituto Británico. Si volvía a casa tendría que comprar pescado por el camino. Su madre no le creería si le dijese que Romen Haldar no iría a su casa por la noche a ofrecer a su hermano un contrato para primera división. Ya la estaba oyendo: «Bueno, lo que pasa es que no te importamos nada: tu familia no significa nada para ti; sólo te preocupas de ti y de tu carrera. Por eso no hay nadie que quiera casarse contigo; por eso decía el otro día la señora Gangopadhya que…»

Urmila se volvió a Murugan y, sacudiendo enérgicamente la cabeza, le contestó:

—No. No quiero volver a casa.

—Es tu vida, Calcuta. Tú sabrás —comentó filosóficamente Murugan.

En el cruce de Loudon creció el tráfico y el taxi se detuvo traqueteando. Urmila apartó la vista de la tienda de Pierre Cardin de la esquina. Al volverse a Murugan, sus ojos chispeaban de curiosidad.

—Y tú, ¿qué? —le dijo—. ¿Por qué vas a seguir? ¿Por qué llevas tanto tiempo con esto?

—¿No lo adivinas?

Urmila sacudió la cabeza.

—No.

Murugan la miró con una desconsolada sonrisa.

—No soy yo —dijo—. Sino lo que tengo dentro.

—¿Malaria, quieres decir?

—Eso también.

—¿Qué más?

Hubo una breve pausa y luego, en voz baja, Murugan dijo:

—Sífilis.

Urmila dio un respingo, encogiéndose involuntariamente. Murugan se volvió hacia ella, con los ojos entornados.

—No tienes por qué preocuparte. No es contagioso: hace mucho que estoy oficialmente curado.

—Lo siento…

Urmila no fue capaz de decir nada más.

Murugan mantuvo los ojos en las tiendas, puestos de comida y agencias de viajes que flanqueaban la calle. Sin volver la cabeza, dijo:

—Creo que todo empezó por ahí. —Hizo un gesto vago hacia la línea donde los edificios se juntaban con el horizonte—. En la calle Free School. Tenía quince años: acababa de ver una película en el Globe, después del colegio. Camino de casa, pasaba por delante del Mercado Nuevo cuando un individuo se me acercó y me musitó algo al oído. Supuse que era un chapero: estaba leyendo muchas novelas policíacas americanas. Yo llevaba los pantalones manchados de tinta del colegio y una camisa sudada de todo el día, con mis libros de texto y mis cuadernos de notas colgados al hombro. Él iba con un
lungi
verde a cuadros y tenía un bigotito fino y los ojos inyectados en sangre. Antes de murmurarme al oído, me guiñó un ojo y me sonrió enseñando los dientes. El aliento le oía a betel y alcohol rancio. Fue irresistible. Yo sólo tenía cinco rupias, pero bastaron. Me llevó por uno de esos pequeños callejones que rodean la calle Free School, justo a la vuelta de la esquina del colegio armenio, donde nació William Thackeray. Subimos por una oscura y maloliente escalera que parecía conducir al ano del mundo. Pero cuando llegamos arriba hubo un gran estallido de luz y ruido y voces y música: fue como entrar en una verbena, una estancia enorme, flanqueada de pequeños cubículos con cortinas, y vendedores de té y betel, y todas aquellas mujeres sentadas en sillas alineadas contra la pared, con guirnaldas de flores en las muñecas. No me eché atrás; estaba enganchado. Me fascinaban; me encantaba todo lo de ellas, incluso la forma en que se reían a mi espalda cuando bajé corriendo la escalera, después, con los pantalones a medio abrochar.

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