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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

El cromosoma Calcuta (24 page)

BOOK: El cromosoma Calcuta
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33

Tras asegurarse de que Tara había recibido el mensaje, Antar fue a la cocina por un vaso de agua. El apartamento de Tara seguía a oscuras, pero sus blancos visillos de encaje se agitaban espectralmente en la suave brisa del atardecer. Se había vuelto a dejar las ventanas abiertas unos centímetros por abajo. Antar se mordió el labio: era raro que no se hubiera fijado antes. Siempre le preocupaba que las dejara así. Aún no se había acostumbrado a la idea de que ya vivía alguien en ese piso: otra persona que abría ventanas y cerraba puertas.

En una ocasión en que se había dejado las ventanas abiertas, estalló inesperadamente una tormenta por la tarde. Ava, interrumpiendo uno de sus interminables inventarios, había prevenido a Antar, comunicándole que venía una borrasca.

Él recorrió el piso cerrando todas las ventanas. Cuando entró en la cocina se dio cuenta de que Tara se había dejado las suyas abiertas, no del todo, sólo unos quince o veinte centímetros. Los blancos visillos de encaje del cuarto de estar se agitaban bajo el vendaval.

Volvió a mirar media hora después y los visillos habían desaparecido: el viento los había arrancado de la galería. La lluvia caía a cántaros, sacudida por el viento. Durante las horas siguientes, Antar no resistió el impulso de ir una y otra vez a la cocina. En cierto modo se sentía responsable; como si la culpa fuese suya.

Estaba demasiado oscuro para ver lo que el viento y el aguacero estaban haciendo en el interior del apartamento. Pero se lo imaginaba perfectamente: la lluvia corriendo por el entarimado, formando charcos en torno a las alfombras de junco que ella había colocado de forma tan cuidadosa y precisa.

Los amigos de Tara, Lucky y Maria, la habían ayudado a subir las cosas por la escalera cuando se mudó, unos meses atrás. Antar se había maravillado de las pocas cosas que tenía: un futón que servía de cama, sábanas y alfombras y unas cuantas mesas y sillas que parecían recogidas en la calle. En las paredes, la única decoración consistía en unos pergaminos caligrafiados. Y ahora los pergaminos estaban destrozados: los veía aletear contra las paredes del cuarto de estar en frenéticos jirones blancos, deshilachados por el viento.

Lo peor era que no había modo de hacérselo saber. Eso era antes del buscapersonas: estaba en el otro trabajo y él no tenía su teléfono. Lo único que podía hacer era esperar.

La tormenta había cesado cuando se encendieron las luces en el apartamento de Tara. Antar fue corriendo a la cocina para decirle lo que había pasado y descubrió que quien había entrado no era Tara, sino Lucky, que ya se había puesto a limpiar. Antar lo vigiló discretamente durante una hora poco más o menos: no parecía darse cuenta de que le veían. Se quitó la camiseta y los pantalones y se puso un trapo de cocina en torno a la cintura, a guisa de taparrabos. Luego se plantó de rodillas y fregó el suelo, no una sino dos veces. Antar le observaba inquieto, preguntándose si haría algún destrozo. Lucky tenía fama de torpe, siempre andaba dejando caer bandejas y vertiendo el té: «Es un manazas», solía decir Tara.

Poco después, Antar oyó que la puerta de Tara se cerraba de golpe. Fue a la cocina a ver si por fin había venido.

Llegó a tiempo para ver cómo se desprendía del bolso con gesto fatigado, dejándolo caer al suelo. Entonces Lucky salió precipitadamente de otra habitación haciendo algo que dejó perplejo a Antar. Se arrojó al suelo delante de Tara y le tocó los pies con la frente.

La primera reacción de Tara, instintiva, fue alzar la cabeza y mirar en dirección a la cocina de Antar. Se azoró mucho al verlo en la ventana. Lo saludó torpemente con la mano y murmuró algo a Lucky, que se puso en pie con aire avergonzado.

Antar también se sintió molesto, pero logró sonreír y devolverle el saludo. Siempre había supuesto que sólo eran amigos; incluso se había preguntado si serían amantes, aunque Lucky parecía un tanto joven para ella. Pero Tara le explicó más adelante que tenían una especie de complicado parentesco: de ahí la reverencia.

Y ahora lo había vuelto a hacer: había dejado la ventana abierta. Antar se encogió de hombros: bueno, al menos hoy no llovía. Inclinó el sudoroso rostro sobre la pila y se echó agua.

Se dirigía a su habitación cuando sonó el teléfono. Lo cogió en el cuarto de estar, dejándose caer en la silla frente a la pantalla de Ava.

Era Tara, que parecía un poco jadeante.

—¿Has recibido mi mensaje? —preguntó Antar.

—Sí, claro —contestó ella—. Parecías muy misterioso; tenía que averiguar lo que estabas haciendo.

—Ah, nada importante. Sólo un asunto de rutina que va a durar más tiempo del previsto.

—¿Ah, sí? Parece enormemente importante.

—Y tampoco me encuentro bien.

—¿Puedo ayudarte en algo? —La voz de Tara se llenó inmediatamente de preocupación—. ¿Puedo hacer alguna cosa?

—Me las arreglaré; ya he tenido esto otras veces.

—Podría pasar a verte. Sólo tienes que decírmelo.

—No, gracias. —Antar decidió cambiar de tema y preguntó—: ¿Desde dónde llamas?

—Desde el parque de la esquina de la calle Noventa y seis con Riverside. Mi monstruito está intentando trepar por un dinosaurio de fibra de vidrio.

—¿Estás en el parque? —exclamó Antar, sorprendido—. Pero si no oigo a ningún niño.

—No —repuso ella, riendo—. La mayoría anda ahí abajo, con los aspersores, empapándose de lo lindo.

Antar hizo una pausa, perplejo. Parecía que algo no cuadraba.

—¿Y hay teléfono público en el parque? —preguntó.

—No. Y si hay, no lo estoy utilizando. Una de las niñeras me ha dejado el suyo, uno de esos aparatos portátiles, como se llamen. Bueno, será mejor que te deje ya. Si cambias de opinión sobre la cena, dímelo. Puedo estar en tu casa en unos minutos.

—¿Has dicho en unos minutos? Pero seguro que tardarás por lo menos media hora en venir desde la calle Noventa y seis hasta aquí. Incluso en taxi…

—Sólo es una manera de hablar… —se apresuró a decir ella.

Justo en aquel momento, Ava emitió una señal sonora para comunicarle que estaba a punto de pasar a standby. Poco después Antar oyó la misma señal transmitida por la línea telefónica.

—Tengo que colgar —dijo Tara.

Antar dio un respingo.

—Espera un momento… —exclamó, pero ya se había cortado la comunicación.

Antar se quedó mirando al teléfono sin estar muy seguro de lo que había pasado. Por un momento tuvo la impresión de que Tara estaba con él en la habitación y su teléfono había recibido la señal de Ava.

Se pasó el dorso de la mano por la frente y no se sorprendió de que estuviera muy caliente. Ahora sí que tenía fiebre.

Decidió que había llegado el momento de acostarse.

34

Con la agenda apoyada en la rodilla y protegiéndola con el brazo de las salpicaduras de lluvia, Murugan empezó a dibujar con un bolígrafo en una página en blanco. Cuando terminó, arrancó la hoja y se la entregó a Urmila. Era el boceto de una estatuilla redondeada y ojos pintados. A un lado había una pequeña paloma, y al otro, un pequeño instrumento semicircular.

—¿Alguna vez has visto algo así? —preguntó Murugan.

Urmila observó atentamente el dibujo, con el ceño fruncido por la concentración.

—Si lo he visto, no me he fijado. Es como muchas imágenes de los templos, salvo por esto que tiene encima —dijo ella, señalando el instrumento—. ¿Qué es?

—Me parece que es una versión de un microscopio anticuado.

—¿Y a qué o a quién representa?

—Puestos a adivinar, yo diría que al demiurgo del descubrimiento de Ron. Supongo que ésta es la que estuvo detrás de todo el experimento.

—¿Cres que se trata de una mujer?

Murugan asintió con la cabeza.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Urmila.

—Ahí —contestó Murugan, señalando a la pared con el bolígrafo: llovía tan fuerte ahora que no se veía el hueco, aun cuando sólo estaba a unos metros de distancia. Empezó a explicarle cómo había encontrado la efigie la noche anterior. Urmila escuchó con atención y, cuando él terminó, movió la cabeza como confirmando algo para sus adentros.

—Qué raro —dijo Urmila—. Justo el otro día estaba leyendo un libro de ensayos de Phulboni, ya sabes, el escritor a quien ayer dieron el premio en el Rabrindra Sadan. Lo que acabas de contarme me ha recordado algo que escribió hace mucho tiempo. Casi me sé el pasaje de memoria. «Nunca he sabido», así empieza, «si la vida consiste en palabras o en imágenes, en el habla o en la vista. ¿Cobra vida una historia en las palabras que suscito con la imaginación o ya existe en alguna parte, encerrada en barro y arcilla…, en una imagen, es decir, en la imitación artesanal de la vida?»

»Al parecer —continuó Urmila—, Phulboni escribió un relato hace muchos años sobre una mujer que se estaba lavando… —Su voz cobró un tono profundo, imitando la del escritor—. Una mujer en nada diferente a los cientos de mujeres que se ven todos los días desde la ventanilla del coche o del autobús, una mujer que se lavaba en el parque la suciedad del día en el agua viscosa y llena de algas de un estanque; un estanque entre los muchos de nuestra ciudad, como el del parque Minto, el Poddo-pukur o cualquier otro de las docenas que hay. La mujer se arrodilla en el barro blando, pegajoso, el agua se alza como una cortina negra hasta su cuello, permitiéndole retirar momentáneamente de los hombros el borde del sari manchado de barro marrón y pasarse por los pechos la punta de los dedos, restregar un trozo de jabón por los pezones de piel curtida por mordiscos de niños, y luego bajar la mano por los pliegues de un vientre devastado, y aún más allá, abajo, abajo, frotando el espumeante trozo por los labios abiertos que han vomitado una docena de hijos en la cama del marido, y aún más abajo, cerca de la aterciopelada humedad del barro, con el jabón aferrado a sus dedos, y entonces, bruscamente, se le resbala el pie y, durante un momento de pánico, se encuentra agarrándose al barro, que de repente es tan suave, flexible y complaciente como la misma muerte, sus manos arañando la insondable tiniebla, y entonces, cuando el rostro de la aniquilación parece mirarla seriamente a los ojos, con el borde de la uña roza de pronto algo sólido, algo que raspa, algo con bordes redentores, salvadores, que dan vida, algo benditamente duro, algo que puede darle el momentáneo asidero que necesita para izarse de nuevo a la superficie y aspirar un soplo de los hálitos de nuestra ciudad, cenagosos y vivificantes.

»Y cuando su torso se eleva por encima del agua, los pechos desnudos, el pelo negro colgándole hasta las rodillas, sus brazos describen un arco húmedo en el aire y grita: “Ella me ha salvado; me ha salvado”, e inmediatamente los demás bañistas se zambullen, mientras sus pies agitan la sedosa agua marrón en una turba espumosa, y, cogiéndola de los brazos, la llevan arrastrando a la orilla al tiempo que ella sigue gritando, entre buches de agua: “Ella me ha salvado; me ha salvado.”

»Cuando está tendida en la hierba, le abren el puño a la fuerza y ven que aferra un objeto, una bruñida piedra gris con un remolino blanco en el centro que mira fijamente como un ojo que todo lo viera. Ella grita, balbuceando entre bocanadas de agua y barro tragados; no quiere desprenderse de aquella forma minúscula que le dio el asidero necesario para no ahogarse, pero los otros se la arrancan de la mano, porque saben que la piedra que la salvó, que el trozo de piedra que daba vida, no era sino una milagrosa manifestación de…, ¿de qué? No lo saben; sólo creen en la realidad del milagro…

Deteniéndose a tomar aliento, Urmila se volvió a Murugan.

—Y entonces —prosiguió—, un día, muchos años después, Phulboni pasaba por un parque y ¿qué vio sino un pequeño templo adornado con flores y ofrendas? Se detuvo a preguntar, pero nadie pudo decirle de quién era aquel templo ni por qué estaba allí. Resuelto a averiguarlo, fue a Kalighat, a una de esas callejas donde hacen esas figurillas. Y allí encontró a alguien que le contó una historia muy parecida a la suya, aunque el artesano nunca había oído hablar de Phulboni y jamás había leído ninguna de sus obras, y cuando terminó, Phulboni ya no sabía qué había ocurrido primero ni si todas aquellas circunstancias eran aspectos de la aparición de la imagen: el hallazgo en el barro, la creación de su relato, el descubrimiento de la bañista o la narración que acababa de oír en Kalighat.

Murugan se rascó la perilla con la uña.

—No lo entiendo —dijo.

Urmila sacó la mano para calibrar la lluvia. Había amainado y ya sólo era una ligera llovizna. Dio a Murugan un brusco codazo en las costillas.

—Venga —le dijo—. Vámonos.

—¿Adónde?

—A Kalighat. Vamos a ver si nos enteramos de algo de la estatuilla que viste.

35

De camino a Kalighat, contemplando las calles pulidas por la lluvia a través de la empañada ventanilla del taxi, Urmila tuvo un vívido recuerdo de la calle adonde iban: un callejón angosto, que serpenteaba entre chabolas con techado de aluminio, aceras flanqueadas por filas de figuras de arcilla de un color entre marrón y ceniciento, unas sólo torsos, con el pecho completo pero sin cabeza y con manojos de paja asomando por el cuello, otras sin piernas, o sin brazos, algunas con brazos que se curvaban en gestos fantasmales en torno a objetos invisibles…, armas, sitars, calaveras.

Una tía suya vivía cerca, en una casa grande y anticuada que sobresalía por encima de las callejas circundantes. De niña había pasado muchas veces por el callejón para visitar a su tía. Había contemplado maravillada cómo pechos y vientres cobraban forma bajo los moldeantes dedos del artesano, asombrándose de su íntimo conocimiento de aquellos cuerpos espectrales. En casa de su tía se asomaba al balcón y se quedaba mirando el callejón y sus hileras de figuras de arcilla, viendo trabajar a los fabricantes de imágenes; observando detalles de las diversas maneras en que modelaban cabezas y manos; fijándose en cómo cambiaban las figuras con las estaciones; cómo aparecían falanges de Ma Shoroshshoti en enero, adornadas todas con el cisne y el sitar de la diosa; Ma Durga en otoño, con todo su panteón familiar alrededor y Mahishashur retorciéndose a sus pies.

El taxi se detuvo en la esquina y, cuando bajaron, se encontraron con una fina llovizna que más parecía niebla. Murugan pagó y Urmila le condujo rápidamente al fondo del callejón, hacia los talleres de techo bajo y paredes de bambú. Mientras pasaban deprisa, cientos de rostros les envolvían con sonrisas beatíficas, algunos cubiertos con lonas, los ojos sin pupilas, los brazos extendidos en inmutable bendición.

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