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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

El cromosoma Calcuta (28 page)

BOOK: El cromosoma Calcuta
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Al joven se le cayó el alma a los pies al contemplar aquel lugar desolado. No tenía idea de adónde ir ni cómo. No se veía ni carretera ni camino. La estación, anclada en lo alto del terraplén del ferrocarril, era una islita en el espejeante mar de la crecida.

Le habían hecho creer que habría alguien esperándole en la estación: un tendero o el dueño de algún puesto que comerciara con los productos de Palmer. Pero allí estaba, en Renupur, y por lo que veía, era el único ocupante de la estación. Cogiendo la bolsa, se puso el rifle al hombro y se encaminó hacia la garita de señales para ver si encontraba al jefe de estación. Nada más dar los primeros pasos oyó una voz a su espalda, que gritaba:


Sahib, sahib
.

Dándose la vuelta, vio a un hombre menudo y patizambo que subía gateando por el terraplén. Llevaba un
dhoti
lleno de manchas y una chaqueta de ferroviario, y traía un jarro de latón cogido por los bordes.

Phulboni sintió tanto alivio al ver a un ser humano que de buena gana lo hubiera abrazado. Pero, consciente de su posición como representante de Palmer Brothers, enderezó la espalda e irguió el mentón.

El hombre alcanzó a Phulboni y le cogió la bolsa.

—Arrey,
sahib
—se presentó, jadeante—. ¿Qué voy a hacer? Cada vez que vienen las lluvias me pasa lo mismo: al campo y otra vez aquí, no paro. Si como algo, aunque sólo sea un plátano, me entra y me vuelve a salir disparado como una bala de cañón. Es una enfermedad. La que tengo en casa siempre me dice: «Arrey Budhhu Dubey, si fueras una vaca en vez de jefe de estación, al menos podría encender la estufa y hacerte la comida con tu estiércol.» Y yo le digo: «Mujer, piensa un poco antes de hablar. Sólo pregúntate una cosa: si yo fuese una vaca en vez de jefe de estación, ¿qué necesidad tendrías de hacerme la comida?»

Phulboni movió nerviosamente los labios, pero al ser nuevo en el trabajo no estaba seguro del tono que debía adoptar un representante de Palmer Brothers en situaciones como aquélla. Notando su vacilación, Budhhu Dubey parecía la imagen misma del arrepentimiento.

—Ay,
sahib
—se lamentó—. Budhhu Dubey es un estúpido, hablando de su estiércol a un gran sahib como usted. Perdóneme, perdóneme…

Se arrojó a los pies de Phulboni. Y el escritor a duras penas logró impedir que le limpiara los zapatos con la frente. Le cogió y le obligó a levantarse con un brusco tirón.

—Ya basta —le dijo—. Dígame, ¿cómo se va a Renupur?

—Ésa es la cuestión —contestó el ferroviario en tono de disculpa—. Ni en barca, si la tuviera, podría llegar hoy a Renupur.

Phulboni se quedó horrorizado.

—Pero ¿y dónde me alojaré? ¿Qué voy a hacer?

—No se preocupe,
sahib
—le animó el jefe de estación, dedicándole una amplia sonrisa—. Se queda en mi casa.

Le explicó que un tendero de Renupur le había enviado recado de que se ocupase de él.

Phulboni sopesó la invitación con cierto detenimiento.

—¿Dónde vive usted? —preguntó al cabo.

—Ahí mismo, detrás de esos árboles —dijo el jefe de estación, señalando un lejano bosquecillo de mangos situado en lo alto de una suave colina. A Phulboni le pareció que el sitio estaba separado de la estación por unos cuatro o cinco kilómetros de llanura inundada.

—No se tarda más que un momento —aseguró el jefe de estación—. Dejaremos su equipaje en la garita de señales y luego nos pondremos en camino. Ya verá, cuando lleguemos, la que tengo en casa le tendrá preparado algo especial.

Cogió la bolsa de Phulboni y echó a andar hacia la garita, balanceándose sobre las piernas zambas. El escritor fue tras él, con el estuche de lona del rifle. Abriendo la puerta con suavidad, el jefe de estación le hizo pasar. Nada más entrar, una ráfaga de viento cerró violentamente la puerta. Se vieron súbitamente envueltos en una polvorienta penumbra.

La estancia era muy pequeña, y sólo tenía una puerta y una ventana con los postigos echados. En un rincón había un escritorio destartalado. Por lo demás, la garita parecía abandonada y sin usar.

Sólo cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, vislumbró un camastro de cuerdas arrimado a la pared del fondo. Era un viejo
charpoy
, cubierto con una esterilla desgarrada. Phulboni se acercó y dio una palmada a la estera, levantando una nube de polvo.

—¿De quién es? —preguntó.

—Ah, eso ha estado siempre aquí. Es de las culebras y las ratas —contestó el jefe de estación en tono despreocupado. Abrió la puerta, saliendo rápidamente y añadiendo—: Vámonos, sahib, pronto se hará de noche.

Phulboni echó otro vistazo a la habitación. Esta vez su mirada reparó en un pequeño nicho en la pared. Dentro había un farol de señales. Se acercó a mirarlo mejor y se llevó una agradable sorpresa al ver que lo habían limpiado y pulido hacía poco. La armadura de latón estaba reluciente y el círculo de cristal rojo en la ventanilla lanzaba cárdenos destellos con el reflejo del sol. Phulboni alargó la mano para dar un golpecito con el dedo en el cristal, pero el jefe de estación se lo impidió, precipitándose en la habitación y apartándole bruscamente la mano.

—¡No, no! —gritó—. ¡No haga eso!

Sorprendido, Phulboni dio un respingo y el jefe de estación dijo con vehemencia:

—No, no, eso no hay que tocarlo.

—Pero ¿no lo toca usted? —inquirió Phulboni, aún más perplejo—. ¿Quién lo limpia, entonces? ¿Quién le saca brillo?

El jefe de estación desvió la pregunta con un gesto de la mano, murmurando algo sobre la propiedad del ferrocarril.

—Debemos ponernos ya en camino,
sahib
—dijo, tratando de conducir a Phulboni hacia la puerta—. Está anocheciendo; tenemos que darnos prisa.

El escritor se encogió de hombros y se agachó a coger su bolsa de viaje.

—No —dijo, tirándola sobre el camastro—. Esta noche me quedo aquí.

El jefe de estación se quedó con la boca abierta. Una expresión de alarma cubrió sus facciones, joviales y un tanto estúpidas.

—No, no, sahib —dijo, alzando la voz—. No puede hacer eso; es imposible. No puede ser.

—¿Por qué no? —replicó Phulboni.

Pese a estar hecho polvo, la perspectiva de una noche en aquella habitación le parecía enormemente preferible a la de vadear cuatro kilómetros de campos inundados.

—No, no. Quíteselo de la cabeza —exclamó el jefe de estación. Había una nota de pánico en su voz, y su frente estaba perlada de sudor.

—Pero aquí estaré perfectamente —protestó Phulboni.

—No, sahib. No debe quedarse aquí —le imploró el jefe de estación—. Venga a casa conmigo; no permitiré que se quede aquí solo.

Eso hizo decidirse a Phulboni.

—Estaré muy cómodo aquí —afirmó—. No se preocupe por mí.

Empezó a abrir la bolsa antes de que el jefe de estación pudiera contestarle.

Como todos los viajeros que utilizaban el tren en aquella época, Phulboni iba enteramente preparado para una eventualidad como aquélla: metido en la bolsa llevaba un colchón ligero, una almohada y varias sábanas y toallas. Al desatar las correas, la bolsa se abrió como una cama ya hecha.

—Fíjese —dijo con un gesto de triunfo—. Aquí dormiré estupendamente.

—No. No puede: no es seguro —insistió el jefe de estación, tirando inútilmente de la bolsa.

—¿Que no es seguro? ¿Por qué? ¿Qué puede pasarme aquí?

—Cualquier cosa. Al fin y al cabo, esto no es la ciudad. En sitios solitarios como éste puede ocurrir todo tipo de cosas: hay ladrones y bandidos y
dacoit

Phulboni soltó una carcajada.

—Con tanta agua alrededor, los
dacoit
necesitarán barcas para venir hasta aquí —objetó, y palmeando el estuche de lona del rifle añadió—: Y si vienen, tendrán que vérselas con esto.

—¿Y las serpientes? —preguntó el jefe de estación.

—No me dan miedo las serpientes —contestó Phulboni, sonriendo—. Donde me crié, la gente utilizaba las serpientes de almohada.

El jefe de estación lanzó un desesperado vistazo a la garita, al mugriento y desvencijado escritorio y a las densas telarañas que colgaban del techo como panales negros.

—¿Y qué comerá,
sahib
?

—Como su casa está tan cerca —dijo Phulboni en tono ecuánime—, espero que no le cause demasiada molestia traerme algo de su cocina.

El jefe de estación emitió un suspiro.

—Está bien,
sahib
—concedió de mala gana—. Haga lo que quiera. Pero sólo le digo una cosa: después no eche la culpa a Budhhu Dubey.

—No se preocupe —repuso Phulboni. Se ufanaba de conocer a la gente de pueblo, y sabía que los campesinos solían tener ideas fijas sobre algunas cosas. Con una sonrisa, añadió—: Si me atacan las serpientes o los
dacoit
, la culpa será mía.

El jefe de estación se marchó y Phulboni se dedicó a deshacer el equipaje para instalarse. Abrió a la fuerza la ventana y el postigo y dejó la puerta abierta. Pronto, tras limpiar el polvo y arreglarla un poco, la caseta empezó a resultar mucho más acogedora.

Animado, Phulboni decidió sacudir y limpiar el camastro también. Quitó la bolsa de la cama, sacó fuera la vieja y raída estera y le dio una vigorosa sacudida. Salió una nube de polvo y, cuando se disipó, Phulboni observó una marca de extraña forma: una mancha desvaída, herrumbrosa y rojiza. Dejó la estera en el suelo y la observó mejor.

Era la huella de dos manos, puestas una junto a la otra. Pero tenían algo inquietante, algo que no llegaba a encajar. Phulboni tuvo que mover la cabeza de un lado a otro hasta descubrir lo que era: la huella de la mano izquierda sólo tenía cuatro dedos. Le faltaba el pulgar.

Había algo un tanto espectral y amenazador en el extraño contorno impreso en el amarillento esparto. Enrolló la estera y la puso en un sitio apartado, fuera de la vista. Volvió a entrar, cogió la bolsa, la puso sobre las cuerdas del camastro y se hizo una cómoda cama. Luego se puso la ropa de dormir y colocó los utensilios de afeitarse en un estante limpio del nicho, junto al farol de señales, ya dispuestos para la mañana siguiente. Volviéndose, echó un vistazo a la habitación: todo estaba ya en orden, pero algo le seguía produciendo mal sabor de boca. Decidió salir a dar un paseo.

Ya estaba cayendo la tarde. Las nubes se habían abierto y el sol brillaba en el cielo limpio de lluvia, arrancando un irisado resplandor a todo lo que se veía. Phulboni caminó por la vía férrea, saltando de traviesa en traviesa, contemplando los raíles paralelos que se perdían en el horizonte, a través de los resplandecientes campos inundados que bordeaban el alto terraplén.

Al llegar al punto donde el tendido se bifurcaba, se volvió a mirar al apartadero cubierto de hierbas. Observó fugazmente que las agujas que unían la vía principal con la vía muerta estaban rígidas y oxidadas por falta de uso. Luego vio que una familia de airones utilizaba las vías cubiertas de hierba como percha para salir de caza. Cautivado, se acercó sigilosamente hacia los pájaros y se sentó en un raíl, a una distancia prudente. Entre los tendidos paralelos se elevaba un montículo, posiblemente una antigua plataforma. El escritor apoyó la espalda en la elevación y pasó casi una hora contemplando los airones, viendo cómo picoteaban entre las ranas que se asomaban a la superficie de los campos inundados de abajo.

Al fin, rebosante de una sensación de paz y bienestar, se levantó y se estiró. Ahora se alegraba doblemente de haberse quedado en la garita de señales en vez de ir a casa del jefe de estación: estaba en uno de esos sitios donde la soledad era una recompensa en sí misma.

Echó a andar, haciendo equilibrio sobre un raíl. Ya se acercaba el crepúsculo, y las nubes lisas y vaporosas se veteaban de festones de color rojo y púrpura. Cuando llegó a las agujas que unían en una sola vía la línea principal y la secundaria, Phulboni decidió volver. Se detuvo a echar una última mirada al espectacular panorama de los campos inundados que destellaban bajo el crepúsculo. Inadvertidamente, sus ojos pasaron por el mango rojo de la palanca de maniobras. Observó, sorprendido, que el mecanismo parecía en buen estado de mantenimiento. No había rastro de óxido en la palanca, ni hierba entre los cables que la conectaban a los carriles de cambio, aunque iban a ras de tierra. Por el contrario, los profundos surcos hechos en el suelo sugerían un mantenimiento periódico y un uso continuado.

Phulboni sentía un instintivo interés por todo lo mecánico. Le gustaba el tacto del metal frío, disfrutaba ante la vista de un objeto de hierro o acero bien fabricado. Cruzó la vía para observar de cerca la brillante palanca metálica: el hecho de ver un dispositivo bien cuidado en aquel entorno tan inverosímil le producía un oscuro sentimiento de satisfacción.

Al agacharse con el brazo extendido, oyó un grito. Incorporándose, vio al jefe de estación, que subía a gatas por el terraplén. Agitaba frenéticamente los brazos, haciéndole señas de que se apartase de la palanca de maniobras. Llevaba un hatillo en una mano y una jarra de arcilla en la otra. Phulboni se percató de pronto de que tenía una hambre voraz. Le saludó con la mano y volvió apresuradamente por la vía.

El jefe de estación lo esperaba a unos cien metros más atrás. Tenía la frente contraída en un ceño de cólera.

—Oiga —dijo al escritor—. Será usted un gran
sahib
y todo eso, pero si sabe lo que le conviene no toque nada de lo que hay por aquí. —Y, como se le acabara de ocurrir, añadió—: Eso es propiedad del gobierno; pertenece al ferrocarril.

Phulboni había pensado felicitar al jefe de estación por el buen mantenimiento de los mecanismos de cambio. Le escuchaba ahora amedrentado, incapaz de pensar en una respuesta adecuada.

El jefe de estación le puso en las manos el hatillo y la jarra de barro y, en tono brusco, le dijo:

—Cuando termine, póngalo en un rincón. Lo recogeré por la mañana.

Arrastrando los pies, se dirigió rápidamente al terraplén y empezó a bajarlo a gatas, hacia el campo anegado.

Recobrándose, Phulboni gritó:

—¿Por qué no se queda un momento? ¿A comer algo conmigo antes de marcharse?

—Volveré por la mañana —contestó el jefe de estación, mirando por encima del hombro.

Había algo en su apresurada marcha que inquietó a Phulboni. Acercándose al borde del terraplén, gritó:

—¿Hay algo que no me haya dicho,
masterji
?

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