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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (6 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Mientras tanto, Molly, que tenía aptitud para distintas cosas, hacía un poco de danza, aunque la verdad es que no tenía el tipo físico de bailarina. Interpretó un número de canto y baile en una revista, decidió que era demasiado frívolo... y lo dejó para tomar clases de dibujo. Luego, al comienzo de la guerra, abandonó el dibujo para ponerse a trabajar como periodista, profesión que poco después cedió ante su vehemente deseo de trabajar en una de las ramas culturales del Partido comunista. Finalmente, cesó en el Partido por la misma razón que lo hacían otros como ella: no podía soportar aquel mortal aburrimiento... y se convirtió en una actriz de segunda clase, resignándose, después de mucho sufrimiento, ante el hecho de que no era más que una diletante. Su orgullo era no haber cedido —así es como ella lo expresaba—, no haberse arrastrado hacia algún cobijo bien resguardado, hacia un matrimonio seguro.

Su secreta razón de malestar era Tommy, acerca del cual había tenido años de lucha con Richard. Éste le reprochaba, con más fuerza que nunca, el que ella se hubiera marchado lejos por un año, dejando al chico solo en la casa.

Resentido, le dijo:

—He visto a Tommy a menudo este año, al dejarle solo...

Ella le interrumpió:

—No me canso de explicarte, o al menos lo intento, que lo medité con cuidado y decidí que le haría bien quedarse solo. ¿Por qué siempre hablas de él como si fuera un niño? Había cumplido diecinueve años, y le dejé en una casa bien puesta, con dinero y todo organizado.

—¿Por qué no confiesas que lo pasaste bárbaro haciendo comilonas por toda Europa, libre de Tommy?

—Claro que lo he pasado bien. ¿Por qué no?

Richard rió fuerte y desagradablemente, y Molly dijo con impaciencia:

—¡Oh, por Dios! Claro que disfruté de sentirme libre por primera vez desde que tuve un hijo. ¿Por qué no? ¿Y tú? Tienes a Marion, la buena esposa, atada de pies y manos a los niños, mientras tú haces lo que te da la gana... Y hay algo más. Te lo he explicado cientos de veces, pero no escuchas. No quiero que se parezca a ninguno de estos malditos ingleses, pegaditos a las faldas de sus madres. Yo quiero que se despegue de mí. Sí, no te rías. No era sano permanecer los dos juntos en esta casa, siempre tan unidos y al corriente uno de lo que el otro hacía.

Richard hizo una mueca de disgusto y afirmó:

—Sí, ya conozco tus teorías sobre la cuestión.

En este punto, Anna intervino:

—No es sólo Molly... Todas las mujeres que conozco, quiero decir las mujeres de verdad, están preocupadas por si sus hijos van a crecer así... Y con mucha razón.

Ante esto, Richard reaccionó con una mirada hostil hacia Anna, mientras Molly les observaba con astucia.

—¿Así
cómo
, Anna?

—Quiero decir —contestó Anna, con estudiada suavidad— si estarán insatisfechos con sus relaciones sexuales. ¿O crees que exagero...?

Richard se ruborizó; era un rubor oscuro y de mal augurio. De pronto se dirigió nuevamente a Molly, diciéndole:

—De acuerdo, yo no digo que hicieras deliberadamente algo malo.

—Gracias.

—Pero ¿qué diablos le ocurre al chico? Jamás hizo un examen pasablemente correcto, se negó a ir a Oxford, y ahora se arrastra por los sitios, meditando y...

Anna y Molly soltaron una carcajada por la palabra «meditando».

—El chico me preocupa —afirmó Richard—. De verdad.

—Me preocupa a mí —dijo Molly en tono razonable—. Y de esto es de lo que vamos a hablar, ¿verdad?

—Me empeño en ofrecerle cosas. Le invito a toda clase de sitios para que conozca a gente que le pueda hacer bien.

Molly volvió a reír.

—Muy bien, ríete y búrlate. Pero al punto que han llegado las cosas, no podemos reírnos.

—Cuando has dicho hacerle bien, imaginé que querías decir en el aspecto emocional. Siempre me olvido de que eres pretencioso.

—Las palabras no hieren a nadie —dijo Richard, con insólita dignidad—.

Insúltame si quieres. Tú has vivido de una manera; yo, de otra. Lo que intento decir es que estoy en una posición en la que le puedo ofrecer a este chico..., en fin, lo que quiera. Y él ni caso. Si hubiera emprendido algo constructivo a tu manera, sería otra cosa.

—Tú siempre hablas como si yo tratara de predisponer a Tommy contra ti.

—¿Y acaso no es así?

—Si te refieres a que yo siempre he dicho lo que pensaba de tu manera de vivir, de tus principios, de tus ideas sobre el éxito, de todo eso, pues claro que sí. ¿Por qué tendría que callarme lo que yo creo? Pero yo siempre le he dicho: «Ahí está tu padre; tienes que conocer su mundo, pues, al fin y al cabo, existe».

—Muy magnánima.

—Molly siempre le apremia a que te frecuente más —aseguró Anna—. Yo lo he visto. Y también se lo he dicho...

Richard hizo un gesto de impaciencia con la cabeza, sugiriendo que lo que le hubieran
dicho
no tenía importancia.

—Tú eres muy estúpido con los niños, Richard. No les gusta que los partan en dos —intervino Molly—. Fíjate en la gente que ha conocido conmigo: pintores, escritores, actores...

—Y políticos. No te olvides de los camaradas.

—Bueno, ¿y qué? Crecerá con un conocimiento del mundo en que vive, lo que es más de lo que tú puedes presumir con tus tres hijos. Eton y Oxford, eso es lo que va a ser el mundo para los tres. Tommy conoce a toda clase de gente. Para él el mundo no será como para los que lo miran desde esa vitrina de la clase alta.

Anna dijo:

—No vais a conseguir nada si continuáis así.

Parecía enfadada, pero intentó arreglarlo con una broma:

—Lo que ocurre es que vosotros dos no debíais haberos casado y os casasteis.

O, por lo menos, no debíais haber tenido hijos, pero los tuvisteis... —Volvía a hablar con voz enojada, y otra vez lo suavizó diciendo—: ¿Os dais cuenta de que los dos os habéis dicho las mismas cosas, una y otra vez, durante años? ¿Por qué no os resignáis a que nunca vais a estar de acuerdo en nada y acabáis con ello?

—¿Cómo podemos acabar con ello, tratándose de Tommy?—inquirió Richard con irritación y en voz muy alta.

—¿Es necesario gritar? —le reprendió Arma—. ¿Cómo vas a estar seguro de que no lo ha oído todo? Seguramente de ahí vienen los problemas. Debe de sentirse como la manzana de la discordia.

Molly corrió hacia la puerta, la abrió y escuchó.

—Tonterías. Le oigo escribir a máquina arriba —aseguró, antes de añadir—: Anna, me cargas cuando tomas esta actitud de inglesa tan austera.

—Odio los gritos.

—Pues yo soy judía, y a mí me gustan.

Se veía que Richard volvía a agitarse.

—Sí, y te haces llamar señorita Jacobs. Señorita, para salvaguardar tu derecho a la independencia y a tu identidad... Entendiendo por tal Dios sabe qué. Pero Tommy tiene a la señorita Jacobs por madre.

—No es el señorita lo que te molesta —dijo Molly alegremente—. Es el Jacobs.

Claro que es eso. Siempre has sido antisemita.

—¡Oh, vete al diablo! —exclamó Richard con impaciencia.

—Dime, ¿cuántos judíos se cuentan entre tus amigos íntimos?

—Según tú, yo no tengo amigos íntimos, sólo tengo amigos de negocios.

—Si exceptúas a tus amigas, naturalmente. Me parece interesante el que, después de mí, tres de tus mujeres hayan sido judías.

—¡Por Dios! —atajó Anna—. Me marcho a casa.

Y, realmente, se bajó de la ventana. Molly se levantó riéndose y le dio un empujón para que volviera a sentarse, argumentando:

—Tienes que quedarte. Tú llevas la discusión; lo necesitamos.

—Muy bien —aceptó Anna, con firmeza—. Es lo que haré. Así que dejad de reñir. Vamos a ver, ¿de qué se trata? El hecho es que todos estamos de acuerdo, todos aconsejamos lo mismo, ¿no es eso?

—¿Eso es? —preguntó Richard.

—Sí. Molly opina que tú deberías ofrecer a Tommy algún trabajo en uno de tus tinglados.

Anna, lo mismo que Molly, hablaba con desprecio automático del mundo de Richard; éste compuso una mueca de irritación.

—¿En uno de mis tinglados? ¿Y tú estás de acuerdo, Molly?

—Si me das una oportunidad para opinar, pues sí.

—¡Ya está! —concluyó Anna—. No hay razón ni para discutir.

Richard se sirvió un whisky, con un gesto de paciente benevolencia, en tanto que Molly aguardaba, con benevolente paciencia.

—¿Así es que todo está solucionado? —dijo Richard.

—Naturalmente que no —replicó Anna—. Tommy tiene que estar de acuerdo.

—Así que volvemos a donde empezamos. Molly, ¿se puede saber por qué no estás en contra de que tu precioso hijo se mezcle con las huestes de Mamón?

—Porque yo le he educado de tal modo que... Es una buena persona, es honesto.

—¿O sea que no puede ser corrompido por mí? —Richard hablaba con ira contenida, sonriendo—. ¿Y se puede saber de dónde sacas esta fantástica seguridad en tus principios? Han sufrido sus altos y bajos estos dos años pasados, ¿no es así?

Las dos mujeres se miraron, como diciéndose: «No podía menos que decirlo; capeemos el temporal».

—¿No se te ha ocurrido nunca que el auténtico problema de Tommy es que la mitad de su vida la ha pasado rodeado de comunistas o de gente que pretendía serlo?

Casi toda la gente que él ha conocido estaba de un modo u otro implicada en ello. Y, ahora, todos salen del Partido o ya están fuera. ¿No crees que esto le ha debido de afectar?

—Pues claro que sí —repuso Molly.

—¡Naturalmente! —exclamó Richard con una sonrisa de exasperación—. Es obvio que se trata de eso. Pero ¿qué valen tus preciosos principios? Tommy ha crecido en la fe de la belleza y la libertad de la gloriosa patria soviética...

—No estoy dispuesta a discutir de política contigo, Richard.

—No, claro que no —dijo Anna—. No deberíais discutir de política.

—¿Por qué no, si concierne al caso?

—Porque tú no discutes —afirmó Molly—. Tú sólo usas frases de los periódicos.

—Bien, permíteme que te lo plantee del siguiente modo: hace dos años, tú y Anna ibais a muchos mítines y estabais siempre a punto de organizar lo que fuera...

—Yo no —negó Anna.

—No importa. Molly sí. Y ahora ¿qué? Rusia ha caído en desgracia, ¿y qué valen los camaradas ahora? La mayoría de ellos sufren depresiones nerviosas o están ganando mucho dinero, por lo que veo.

—La cuestión —argumentó Anna— es que el socialismo, en este país, está de capa caída...

—En este país y en todas partes.

—De acuerdo. Si quieres decir que uno de los problemas de Tommy es que creció en un ambiente socialista y que los tiempos no son fáciles para ser socialista...; bueno, estamos de acuerdo.

—Estamos
de acuerdo. Pero ¿ese plural es el real, el socialista o, simplemente, el de Anna y Molly?

—El socialista, para el caso —contestó Anna.

—Y, sin embargo, en estos dos últimos años, habéis dado un viraje.

—No, no es verdad. Es una cuestión de cómo se enfoca la vida.

—¿Me haréis creer que ser socialista consiste en enfocar la vida como lo hacéis vosotras, como una especie de anarquía, según me parece a mí?

Anna miró a Molly, y ésta hizo un movimiento imperceptible con la cabeza pero Richard lo vio y dijo:

—No se discute en presencia de los niños, ¿verdad? Lo que me deja atónito es vuestra fantástica arrogancia. ¿De dónde la sacas, Molly? ¿Qué eres tú? De momento, tienes un papel en una obra maestra llamada
Las alas de Cupido
.

—Las actrices de segunda clase no podemos escoger las piezas. Además, he pasado un año revoloteando, sin ganar dinero, y estoy en la ruina.

—¿O sea que tu aplomo procede de holgazanear por ahí? Porque seguro que no viene del trabajo que haces.

—Alto —dijo Anna—. Yo soy el moderador... Se terminó esta discusión.

Hablemos de Tommy.

Molly no hizo caso de Anna y pasó al ataque:

—Lo que dices de mí puede que sea o no sea verdad. Pero tú, ¿de dónde sacas el aplomo? Quiero que Tommy sea un hombre de negocios. Y tú, precisamente tú, no puedes ponerte como modelo de lo buena que es esa vida. Cualquiera puede dedicarse a los negocios, tú mismo me lo has dicho. Vamos, Richard, ¿cuántas veces has venido a verme y, sentado en este sillón, me has dicho cuán vacía y tonta era tu vida?

Anna hizo un rápido gesto de advertencia, y Molly añadió, con despego:

—De acuerdo, no soy oportuna. ¿Por qué debería serlo? Richard dice que mi vida no vale mucho; de acuerdo, también. Pero ¿y la suya? Tu pobre Marion se ve tratada como ama de casa o como anfitriona, pero jamás como ser humano. Tus chicos están marcados por el molde de las clases altas por mero capricho tuyo, a la fuerza. Tus amoríos son estúpidos. ¿Qué razón me das para admirarte?

—Por lo visto habéis estado hablando de mí —arguyó Richard con una mirada de abierta hostilidad hacia Anna.

—No, no es verdad —aseguró Anna—. O, por lo menos, no hemos dicho nada nuevo. Además, estamos hablando de Tommy. Me vino a ver y yo le dije que se dirigiera a ti, Richard, que a lo mejor podía hacer uno de esos trabajos de expertos, no de negocios —es ridículo hacer sólo negocios—, sino algo constructivo, como las Naciones Unidas o la Unesco. Tú le podrías conseguir un puesto, ¿no es verdad?

—Sí, es posible.

—¿Qué dijo él, Anna? —preguntó Molly.

—Dijo que quería estar solo y pensar. ¿Y por qué no? Tiene veinte años. ¿Por qué no puede reflexionar y experimentar con la vida, si esto es lo que desea hacer?

¿Qué razón hay para forzarle?

—El problema de Tommy es que nadie le ha forzado nunca a hacer nada —afirmó Richard.

—Gracias —dijo Molly.

—No ha tenido nunca una orientación. Molly se ha limitado a dejarle solo, como si fuera un adulto, desde siempre. ¿Qué imaginas que significa para un niño la libertad, el «decide por tu cuenta», el «no quiero forzarte...» y, al mismo tiempo, los camaradas, la disciplina, el sacrificio personal y la sumisión a la autoridad...?

—Lo que debes hacer es lo siguiente —le cortó Molly—: Búscale un puesto en uno de tus tinglados, que no sea vender acciones o fomentar la producción o ganar dinero. A ver si encuentras algo constructivo. Entonces se lo presentas a Tommy y déjale que decida.

Richard tenía el rostro rojo de ira, por encima de aquella camisa demasiado amarilla y demasiado estrecha, y sujetaba el vaso de whisky con las dos manos, dándole vueltas, los ojos fijos en él.

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