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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (60 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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De repente, saca la pipa de la boca y dice:

—Anna, me parece que tu alma está en peligro.

—Es más que probable. ¿Y qué hay de terrible en ello?

—Te encuentras en una situación muy peligrosa. Ganas el dinero suficiente para no tener que trabajar, debido a las arbitrarias compensaciones de nuestro sistema editorial...

—Nunca he pretendido que se hubiera debido a un mérito especial mío.

(Noto que mi voz vuelve a adoptar un tono chillón, y añado una sonrisa.)

—No, no lo has pretendido nunca. Pero es posible que esa linda velita continúe proporcionándote el suficiente dinero como para que no te veas obligada a trabajar durante una buena temporada. Por otra parte tienes a tu hija en el colegio y no te causa muchas preocupaciones. De modo que nada te impide quedarte en una habitación cualquiera, sin hacer mucho más que cavilar sobre todo.

Me río. (El tono con que me habla suena irritado.)

—¿De qué te ríes?

—De que una vez tuve una maestra, durante mi agitada adolescencia, que me decía: «No discurras, Anna. Deja de discurrir, sal y haz algo».

—Tal vez tuviera razón.

—La cuestión es que yo no creo que la tuviera. Y no creo que tú la tengas.

—En fin, Anna, no hay nada que añadir.

—Y no creo ni por un instante que tú mismo creas tener razón.

Al oír esto se sonroja ligeramente y me lanza a la cara una mirada hostil. Me asombra que, de repente, surja este antagonismo entre los dos, sobre todo en el momento de separarnos. Porque en los momentos de antagonismo, separarse no es tan doloroso como yo suponía. Los ojos de los dos están empañados. Nos besamos en la mejilla y nos abrazamos por un instante, pero no cabe duda de que esta última discusión ha transformado nuestros sentimientos recíprocos. Me apresuro hacia mi despacho, cojo el abrigo y el bolso, y bajo la escalera, agradeciendo que Rose no esté por allí y que no deba darle explicaciones.

Está lloviendo otra vez, fina y monótonamente. Los edificios, grandes y oscuros, aparecen mojados, en medio de una aureola de luz reflejada. Los rojos autobuses están llenos de vida. Es demasiado tarde para llegar a tiempo a la escuela y recoger a Janet, aun tomando un taxi. Así que subo a un autobús y me siento entre gente húmeda que huele a moho. Lo que deseo más en estos momentos es tomar un baño, en seguida. Mis muslos se rozan, pegajosos y, tengo los sobacos húmedos. En el autobús me desmorono, pero decido no pensar en ello, en mi vaciedad. Tengo que estar animada para Janet. Y es así como me despido de la Anna que va al despacho, discute sin parar con Jack, lee cartas tristes y frustradas, siente desagrado por Rose.

Al llegar a casa no encuentro a nadie. Llamo por teléfono a la madre de la amiga de Janet, y me dice que se presentará a las siete: están terminando un juego. Abro el grifo del baño. Todo el cuarto de aseo se llena de vapor, y me baño, con gusto, despacio. Después reviso el vestido negro y blanco, descubriendo que el cuello tiene un poco de mugre, por lo que no me lo puedo poner. Me irrita j haber echado a perder el vestido poniéndomelo para ir al despacho. Me vuelvo vestir, con los alegres pantalones a rayas y la chaqueta de terciopelo negro. Pero en mi mente oigo a Michael que dice: «¿Por qué tienes ese aspecto de muchacho esta noche, Anna?», y pongo mucho cuidado en cepillarme el pelo, de modo que no parezca el de un muchacho.

Tengo ya todas las estufas encendidas. Empiezo a cocinar las dos comidas: una para Janet, la otra para Michael y yo. Estos días Janet está chiflada por las espinacas con bechamel y huevos al horno. Y también por las manzanas al horno. Me he olvidado de comprar azúcar moreno. Bajo corriendo a la tienda, en el preciso momento en que están cerrando las puertas. Me dejan pasar, haciendo broma, y me encuentro siguiéndoles el juego a los tres dependientes: con sus delantales blancos, me toman el pelo y me llaman cariño y patito. Soy la pequeña Anna, la niña a quien todos quieren.

Me apresuro otra vez escalera arriba. Molly ha llegado ya, y Tommy está con ella. Los dos discuten en voz alta, y yo hago ver que no les oigo y me voy arriba. Janet también está en casa. La encuentro muy animada, pero distante de mí: ha estado en el mundo de los niños, en el colegio, y después con su amiguita, en un mundo también de niños, y no quiere salir de él.

—¿Puedo cenar en la cama? —me pregunta. Y yo, por guardar las formas, le contesto:

—¡Qué perezosa eres!

—Sí, pero no me importa.

Se dirige al baño, sin que se lo digan, y abre el grifo. Oigo cómo ella y Molly ríen y hablan tres rellanos más abajo. Molly, sin hacer ningún esfuerzo, se transforma en una niña cuando está con niños. Oigo que cuenta una historia absurda de unos animales que toman un teatro y lo administran, sin que nadie note que no son personas. La historia me absorbe y salgo al rellano para escuchar mejor. En el rellano de abajo está Tommy, que también escucha, aunque con una expresión de mal humor, crítica, en el rostro: su madre le irrita más que nunca cuando está con Janet o con cualquier otro niño. Janet ríe y chapotea en el agua del baño, que cae al suelo. Ahora soy yo la que se irrita, porque tendré que recoger el agua del suelo. Janet sube, con su bata blanca y el pijama también blanco, y ya con cara de sueño. Bajo y recojo el agua del cuarto de baño, que forma como un mar. Cuando vuelvo, Janet está en la cama con todos sus tebeos alrededor. Le llevo la bandeja con las espinacas, los huevos al horno y la manzana asada con una bola de crema que se desmorona. Janet me pide que le cuente una historia.

—Había una vez una niña pequeña que se llamaba Janet...—empiezo, y ella sonríe de placer.

Le cuento que la niña fue a la escuela un día de lluvia, escuchó las lecciones, jugó con los otros niños, se peleó con su amiga...

—No, mamá, no es verdad. Eso fue ayer.
Quiero
a Marie y la querré siempre.

Así que cambio la historia haciendo que Janet quiera a Marie para siempre jamás. Janet come medio en sueños, acompañando la cuchara adentro y afuera de su boca y escuchando cómo yo recreo para ella el día que ha pasado, le doy forma. La observo, viendo a Anna observando a Janet. En la habitación vecina, el bebé está llorando. Empieza de nuevo la sensación de continuidad, de alegre intimidad y yo termino la historia:

—Y entonces, Janet se comió una cena muy buena de espinacas, huevos y manzanas con crema, y el bebé de al lado lloró un poco, y luego paró de llorar, y se durmió, y Janet se limpió los dientes y se fue a dormir.

Le cojo la bandeja y Janet pregunta:

—¿Tengo que lavarme los dientes?

—Claro que sí, sale en la historia.

Saca los pies por el borde de la cama, se calza las zapatillas, va al lavabo como una sonámbula, se lava los dientes, regresa, apago la estufa y corro las cortinas... Janet tiene una manera adulta de permanecer echada en la cama antes de dormirse: cara arriba, con las manos en la nuca y los ojos clavados en el balanceo suave de las cortinas. Está lloviendo otra vez, con fuerza. Oigo que se cierra de golpe la puerta de la casa: es Molly que se ha ido al teatro. Janet lo ha oído y dice:

—Cuando sea mayor, seré actriz.

Ayer dijo que sería maestra. Añade soñolienta:

—Cántame. —Cierra los ojos y murmura—: Esta noche soy un bebé. Soy un bebé.

Así que yo canto una y otra vez, mientras Janet escucha para descubrir qué nuevo cambio voy a introducir, pues la serie de variaciones en la letra es infinita:

—Meciéndote, nena, en tu cama caliente, con sueños suaves y muy bonitos que florecen en tu cabeza, soñarás, soñarás durante toda la noche negra, y despertarás salva y reconfortada en la mañana luminosa.

A menudo, si Janet encuentra que la letra que he escogido no va bien con su humor de aquel día, me obliga a parar y me pide otra versión; pero esta noche he acertado; y repito la letra una y otra vez, hasta que se duerme. Cuando está dormida tiene un aspecto tan indefenso, tan de cosa diminuta, que debo controlar el fuerte impulso que me embarga por protegerla, por ampararla de los posibles peligros. Esta noche es más fuerte que nunca; pero ya sé que es debido a que tengo la regla, y que yo misma necesito ampararme en alguien. Salgo de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Y ahora he de hacer la comida para Michael. Extiendo la ternera que esta mañana golpeé hasta dejarla bien plana, impregno los trozos con yema de huevo y con el pan rallado que tosté ayer y que sigue oliendo a recién hecho —incluso está crujiente, pese a la humedad del aire—, y corto los champiñones en rodajas, que luego, mezclo con crema de leche. Tengo una lata de gelatina en la nevera, que hago derretir y condimento, mientras preparo las manzanas al horno que han sobrado después de cocer las de Janet. Separo la pulpa de la piel, que aún está caliente y crujiente, la paso por el colador, la mezclo con crema de vainilla y, una vez batido el conjunto hasta que se hace espeso, lo introduzco de nuevo en las pieles de las manzanas y pongo éstas en el horno para que se doren. La cocina entera está impregnada de los buenos olores de la comida que se cuece. Y, de súbito, me siento feliz, tan feliz que llego a notar cómo el calor me traspasa el cuerpo. Luego siento algo frío en el estómago, y pienso: «Ser feliz es un engaño, es un hábito que nace de momentos similares a éste, acaecidos durante los últimos cuatro años». De pronto, la felicidad se desvanece y me siento muy cansada. Y, junto con el cansancio, me invade un sentimiento de culpabilidad, cuyas formas y variantes me son tan familiares que llegan a producirme hastío. Sin embargo, tengo que luchar contra ello. Tal vez no paso suficiente tiempo con Janet. Pero no, ¡qué tontería! No podría ser tan feliz y estar tan a sus anchas si yo no hiciese lo debido. Soy demasiado egoísta. Jack tiene razón: debería preocuparme sólo de un trabajo y no cavilar tanto sobre mi conciencia. ¡Bah! Tonterías; no me lo creo. No debería encontrar a Rose tan desagradable, aunque esto sólo podría hacerlo un santo, pues es una mujer horrible. Vivo del dinero que no me he ganado, porque si mi libro fue un bestseller se debió tan sólo a una cuestión de suerte. Sí, ya sé que gente con más talento tiene que sudar y sufrir. Pero ¡tonterías! No es culpa mía. La lucha contra las diversas formas de la insatisfacción me cansa; pero sé que no es una lucha personal. Si hablo con otras mujeres, me cuentan que ellas tienen que luchar contra toda suerte de sentimientos de culpabilidad, que ellas mismas reconocen como irracionales, como relacionados, en la mayoría de los casos, con el trabajo o con el deseo de tener tiempo para ellas solas. De modo que el sentimiento de culpabilidad es un hábito nervioso del pasado, al igual que la felicidad de hace unos instantes era el hábito nervioso de una situación que ya ha terminado.

Pongo a calentar una botella de vino y me voy a mi cuarto, donde me reconfortan su techo bajo y blanco, sus paredes pálidas y sombreadas, el resplandor rojo de la estufa. Me siento en el sillón grande, invadida por una depresión tal que debo dominarme para no llorar. Pienso, me doy ánimos a mí misma: el cocinar para Michael, el esperarle, ¿qué significa? Ya tiene otra mujer a la que quiere más que a mí. Lo sé. Esta noche vendrá por costumbre o para ser bueno conmigo. Pero debo luchar contra esta depresión, debo recobrar el sentimiento de seguridad y confianza (es como entrar en otro cuarto de mi interior), y lo consigo: «Vendrá pronto, comeremos juntos y beberemos vino, y él me contará anécdotas del trabajo de hoy, y luego fumaremos un cigarrillo, y me tomará en sus brazos... Entonces yo le diré que tengo la regla, y como siempre él se reirá de mí y dirá: "Mi querida Anna, no me transfieras tus sentimientos de culpabilidad". Sí, siempre que paso la regla tengo la certidumbre de que Michael va a hacerme el amor por la noche, despojándome del resentimiento contra la herida que hay dentro de mi cuerpo y que yo no pedí tener. Y luego dormiremos juntos, toda la noche».

Veo que se está haciendo tarde. Molly vuelve del teatro. Pregunta:

—¿Va a venir Michael?

—Sí.

Pero, por la cara que pone, veo que no se lo cree. Me pregunta qué tal ha ido el día y le contesto que he decidido borrarme del Partido. Afirma con la cabeza, diciendo que también ella ha notado cómo, mientras antes actuaba en media docena de comités y estaba ocupada siempre con algún trabajo para el Partido, ahora está sólo en un comité y le cuesta mucho trabajar para el Partido.

—De modo que el resultado es el mismo, supongo —concluye.

Pero lo que la preocupa esta noche es Tommy. No le gusta su nueva amiga. (A mí tampoco me gustó.)

—Se me acaba de ocurrir que todas sus amigas son del mismo tipo: del tipo que forzosamente tiene que sentir desaprobación hacia mí. Cuando están aquí no hacen más que irradiar desaprobación hacia mí. Y en lugar de darse cuenta de que no tenemos nada en común, Tommy nos fuerza a estar juntas. Es decir, que está usando a sus amigas como una especie de alter ego para expresar lo que piensa de mí, sin decirlo en voz alta. ¿Te parece que esta interpretación es demasiado absurda?

Pues no, no lo es, porque creo que tiene razón. Pero le digo que sí. Trato con tacto el tema Tommy, como ella trata con tacto el hecho de que Michael me está dejando: ambas nos protegemos. Luego vuelve a decir que le parece una pena que Tommy haya sido objetor de conciencia, porque los dos años en las minas le han convertido en una especie de héroe dentro de un pequeño círculo determinado. Y añade:

—No puedo soportar el aire de satisfacción y gloria con que va por ahí.

A mí también me irrita, pero le digo que es joven y que ya le pasará.

—Además, esta noche le he dicho una cosa horrible: le he dicho que miles de hombres se pasan la vida trabajando en las minas de carbón y que lo hacen con toda naturalidad, y que, por el amor de Dios, no exagere tanto. Pero, claro, es injusto decir esto, porque es algo realmente importante que un chico de su condición social trabaje en las minas de carbón. Y él lo aguantó hasta el final..., ¡hay que reconocerlo!

Enciende un cigarrillo, y observo sus manos, posadas sobre sus rodillas en un gesto fláccido, de desaliento.

—Lo que me aterroriza —prosigue— es que soy incapaz de ver nada puro en las acciones de la gente, ¿comprendes lo que quiero decir? Incluso cuando hace algo bueno, me encuentro adoptando una actitud de cinismo y de crítica psicológica. Es horrible, ¿verdad, Anna?

Sé demasiado bien a lo que se refiere, y se lo digo. Ambas permanecemos sumidas en un silencio deprimido, hasta que ella observa:

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