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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (63 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—¿Qué encuentras tan divertido?

—Nada de particular. Me acordaba de que alguien dijo que la importancia de cualquier personalidad pública se puede medir por el número de jóvenes melifluos que le rodean.

—Molly, imagino...

—Pues sí, es verdad. ¿Cuántos tienes, por curiosidad?

—Un par de docenas, supongo.

—El primer ministro no podría alardear de tantos.

—Seguramente no. Anna, ¿por qué te pones así?

—Yo sólo pretendía conversar.

—En ese caso, te ahorraré la molestia... Quiero hablarte acerca de Marion.

¿Sabías que se pasa todo el tiempo con Tommy?

—Me lo ha dicho Molly, y también que ya no bebe.

—Viene a la ciudad por la mañana, compra todos los periódicos y va a leérselos a Tommy. Vuelve a casa a las siete o las ocho... De lo único que sabe hablar es de Tommy y de política.

—Ya no bebe —insistió Anna.

—¿Y qué ocurre con los niños? Les ve durante el desayuno, y si tienen suerte, una hora por la noche. Imagino que la mitad del tiempo ni se acuerda de que existen.

—Pienso que deberías emplear a alguien, de momento.

—Oye, Anna, te he pedido que vinieras para discutirlo seriamente.

—Hablo en serio. Te sugiero que contrates a una buena mujer para que se ocupe de los niños hasta... que las cosas se aclaren.

—¡Dios mío, lo que va a costar eso...! —exclamó Richard, quien inmediatamente calló, frunciendo el ceño y sintiéndose azorado.

—¿Quieres decir que no deseas a una extraña en la casa, ni por una temporada? Porque es imposible que te preocupe el dinero. Marion dice que ganas treinta mil al año, sin contar los gastos pagados y los descuentos.

—Lo que Marion diga acerca de dinero es, normalmente, una tontería. De acuerdo, pues no quiero a una extraña en la casa. ¡Toda la situación es absurda!

Marión jamás se había preocupado de política. De repente, se pone a recortar trozos de periódicos y recita el
New Statesman
.

Anna se echó a reír.

—Richard, ¿qué ha ocurrido, realmente? En fin, ¿de qué se trata? Marion se embrutecía bebiendo y ya no lo hace. Seguro que eso vale la pena, ¿no? Imagino que como madre debe de ser mejor que antes.

—¡Desde luego eres una gran ayuda!

Los labios de Richard comenzaron a temblar, y el rostro se le hinchó, enrojecido. Al ver la expresión de Anna, que le diagnosticaba con toda franqueza lástima de sí mismo, se recobró apretando el timbre, y cuando otro discreto y atento joven hubo entrado, le entregó la carpeta, al tiempo que decía:

—Llama a sir Jason y pídele que almuerce conmigo el miércoles o el jueves, en el club.

—¿Quién es sir Jason?

—Sabes perfectamente que no te importa.

—Es por interés.

—Es un hombre encantador.

—Estupendo.

—Además, es muy aficionado a la ópera... Lo sabe todo sobre música.

—Qué bien.

—Y vamos a comprar una participación en su compañía.

—Bueno, todo esto marcha muy bien, ¿verdad? Quisiera que hablaras de lo importante, Richard. ¿Qué te preocupa, realmente?

—Si pagara a una mujer para que ocupase el lugar de Marion con los niños, toda mi vida se trastocaría... Sin hablar del gasto —añadió, sin poder evitarlo.

—Se me acaba de ocurrir que debes de ser tan raro en cuestiones de dinero por causa de tu fase bohemia, en los años treinta. Nunca había conocido a un hombre rico de nacimiento que tuviera esta actitud hacia el dinero. Supongo que, cuando la familia te dejó sin un chelín, fue un golpe muy duro para ti, ¿no? Te comportas como el director de una fábrica oriundo de los suburbios a quien las cosas le han ido mejor de lo que esperaba.

—Sí, es verdad. Aquello fue un golpe. Fue la primera vez en mi vida en que me di cuenta del valor del dinero. Nunca lo he olvidado. Y estoy de acuerdo: con el dinero muestro la misma actitud del que ha tenido que ganárselo. Marion nunca ha podido comprenderlo, ¡y tú y Molly no os cansáis de decirme que es una mujer tan inteligente!

Esto último lo dijo con un tono tan propio de víctima de una injusticia, que Anna volvió a reírse, sinceramente.

—Richard, eres un caso cómico. Sí, realmente lo eres. En fin, no discutamos. Sufriste un trauma muy grave cuando la familia se tomó en serio tu flirteo con el comunismo, y el resultado es que no puedes disfrutar del dinero. Por otro lado, siempre has tenido muy mala suerte con tus mujeres. Molly y Marion son bastante estúpidas, y las dos tienen un carácter desastroso.

Richard miraba de frente a Anna, con su testarudez característica.

—Así es como lo veo yo, sí.

—Bueno. ¿Y qué más?

Richard apartó los ojos de su interlocutora; se quedó frunciendo el ceño, clavando la mirada en una hilera de delicadas hojas verdes que se reflejaban en el cristal oscuro. Anna pensó que no quería verla por la razón de siempre, para atacar a Molly a través de ella, sino con objeto de anunciar un nuevo plan.

—¿Qué intenciones tienes, Richard? ¿Vas a dejar a Marion y a pasarle una pensión? ¿Es eso? ¿Tienes el plan de que Marión y Molly vivan juntas los años de la vejez, en alguna parte, mientras que tú...? —Anna se interrumpió, dándose cuenta de que aquella ocurrencia fantasiosa se acercaba, de hecho, a la verdad, y exclamó—: ¡Oh, Richard! No puedes abandonar a Marion ahora. Especialmente ahora que ha empezado a controlar la bebida.

Richard dijo con vehemencia:

—No le importo nada. Es incapaz de dedicarme un minuto. Parece como si yo no estuviera en la casa.

En su voz se reflejaba la vanidad herida. La huida de Marión para escapar a su situación de prisionera o de compañera víctima, le había dejado desamparado y ofendido.

—¡Por Dios, Richard! Te has pasado años sin hacerle ningún caso. Te has limitado a usarla como...

De nuevo los labios de él temblaron con vehemencia, y sus ojos, grandes y oscuros, se llenaron de lágrimas.

—¡Dios mío! —se limitó a decir Amia, con un suspiro.

Estaba pensando: «Resulta que Molly y yo somos unas estúpidas. Es sólo esto; ésta es su manera de querer a una persona, y se muestra incapaz de comprender otra cosa. Probablemente también Marion lo entiende así».

—¿Y cuál es tu plan? He tenido la impresión de que mantienes relaciones con esa chica de ahí fuera. ¿Es eso?

—Sí, es eso. Por lo menos ella me quiere.

—¡Richard! —exclamó Anna con desaliento.

—Pues es verdad. Para Marión, es como si yo no existiera.

—Pero si ahora te divorcias de Marion, puede que la destroces para siempre.

—Dudo que llegue a darse cuenta. De todos modos, no me proponía hacer nada con prisas. Por esto quería verte. Deseo sugerir que Marion y Tommy se vayan de vacaciones juntos a alguna parte. Al fin y al cabo, ya se pasan todo el tiempo juntos. Estoy dispuesto a mandarlos a donde les guste, por todo el tiempo que deseen. Lo que quieran. Y mientras ellos estén fuera, yo acostumbraría a los niños, poco a poco, a la presencia de Jean. Ya la conocen, claro, y les cae bien; pero así se harían a la idea de que, cuando sea oportuno, me casaré con ella.

Anna permaneció silenciosa hasta que él insistió:

—Bueno, ¿qué dices?

—¿Quieres que yo te dé la opinión de Molly?

—Te lo pregunto a ti, Anna. Me doy cuenta de que podría ser un choque para Molly.

—No sería ningún choque para Molly. Nada de lo que tú hagas puede afectarla, lo sabes muy bien. Así, pues, ¿qué deseas saber?

Anna se negaba a ayudarle, no sólo por el desagrado que le producía él, sino por el que se producía a sí misma, juzgando las cosas crítica y tranquilamente, mientras él parecía tan desgraciado. Siguió sentada allí, en el alféizar de la ventana, fumando.

—¿Bueno, Anna?

—Si se lo preguntaras a Molly, creo que sería un alivio para ella que Marion y Tommy se fueran por una temporada.

—Claro que sí. ¡Se libraría de la carga!

—Escúchame, Richard: puedes insultar a Molly ante otras personas, pero ante mí no.

—¿Y cuál sería el problema, si a Molly no le iba a importar?

—Pues Tommy, naturalmente.

—¿Por qué? Marion me ha dicho que al chico no le gusta ni que Molly esté en el mismo cuarto; sólo es feliz con ella. Con Marion, quiero decir.

Tras una vacilación, Anna dijo:

—Tommy lo ha preparado todo para poder tener a su madre en casa, no junto a él, sino cerca. Como su prisionera. Y no es probable que renuncie a ello. Puede que acepte, como un gran favor, irse de vacaciones con Marion. Pero a condición de que Molly quede bien atada, bajo control...

Richard estalló en un ataque de furia:

—¡Dios mío, debí suponerlo! Sois un par de malpensadas, odiosas, con los sesos fríos y...

Acabó farfullando y se quedó mudo, sin poder articular nada más, respirando pesadamente. Sin embargo, la observaba con curiosidad, esperando oír lo que iba a decirle.

—Me has hecho venir para que dijera lo que he dicho y así poder insultarme. O insultar a Molly. Y ahora que ya te he hecho el favor de decirlo, me voy a casa.

Anna se dejó caer del alto alféizar de la ventana y se dispuso a salir de allí. Sentía un profundo desagrado de sí misma. «Está claro —pensó— que Richard me ha llamado aquí por las razones de siempre, para que acabara insultándole. Tenía que haberlo imaginado... Sí, estoy aquí porque tengo la necesidad de insultarle, a él y a lo que representa. Entro en el juego estúpido y debiera avergonzarme de mí misma.»

Pero, a pesar de que pensaba esto sinceramente, Richard permanecía frente a ella con la actitud del que espera a que lo azoten, y esto le hizo añadir:

—Hay gente que necesita tener víctimas, querido Richard. Seguro que me comprendes. Al fin y al cabo, es tu hijo. —Luego se dirigió hacia la puerta por la que había entrado, descubriendo que no se podía abrir; aquella puerta sólo funcionaba pulsando un botón situado en la mesa de la secretaria o en la de Richard.

—¿Qué puedo hacer, Anna?

—No me parece que puedas hacer nada.

—Pues no estoy dispuesto a dejar que Marion me tome el pelo.

A Anna le dio de nuevo un ataque de risa.

—¡Richard, por Dios, ya basta! Marion está harta, eso es todo. Incluso la gente de voluntad más blanda tiene caminos para escapar. Marion se ha dirigido a Tommy porque él la necesita. Y nada más. Estoy segura de que no existe premeditación por su parte. Hablar en términos de tomadura de pelo con respecto a Marion es tan...

—Es lo mismo. Sí, Anna, se da perfecta cuenta de la situación, la está gozando. ¿Sabes lo que me dijo hace un mes? Me dijo: «Puedes dormir solo Richard, y...» —pero se contuvo cuando estaba a punto de terminar la frase.

—Vamos, Richard, ¡si te quejabas de tener que compartir la cama con ella!

—Es como si no estuviera casado. Ahora Marion tiene su propia habitación. Y no está nunca en casa. ¿Por qué he de permitir que me estafen una vida normal?

—Pero, Richard... —una sensación de inutilidad le hizo callar. Sin embargo, como él todavía esperaba, deseando saber qué iba a decir, añadió—: Pero tú tienes a Jean, Richard. Seguro que existe alguna relación entre eso y lo que acabas de decirme. ¿Acaso no la ves? Tienes a tu secretaria.

—Ella no va a esperar siempre. Quiere casarse.

—Pero Richard, el surtido de secretarias no tiene límites. ¡Oh, no pongas esta cara de herido! Has tenido asuntos por lo menos con una docena de tus secretarias, ¿verdad?

—Quiero casarme con Jean.

—Bueno, pues me parece que no va a ser fácil. Tommy no permitirá que lo hagas, aunque Marion se divorcie de ti.

—Ha dicho que no quiere divorciarse.

—Entonces, dale tiempo.

—¡Tiempo! Yo no rejuvenezco. El año que viene cumpliré los cincuenta; no puedo perder tiempo. Jean tiene veintitrés años. ¿Por qué he de esperar, echando a perder oportunidades, mientras Marion...?

—Deberías hablar con Tommy. ¿Seguro que te das cuenta de que él es la clave de todo?

—¡Como si fuera a obtener alguna comprensión de su parte! Ha estado siempre del lado de Marión.

—Tal vez si trataras de ponerle a favor tuyo...

—No va a ocurrir ni en sueños.

—Sí, es verdad. Me parece que tendrás que bailar al son que Tommy te toque.

Igual que Molly y que Marion.

—Justamente lo que esperaba de ti. El chico tiene una desgracia física, y tú hablas de él como si fuera un criminal.

—Sí, ya sé que eso era lo que esperabas. No me perdono el no haberte defraudado. Por favor, déjame ir a casa, Richard. Abre. —Se acercó a la puerta, esperando a que él la abriera.

—Y tú llegas y te burlas de todo este desgraciado lío.

—Me río, como sabes muy bien, ante el espectáculo de una de las fuerzas financieras de nuestro gran país, pataleando rabiosamente como un niño de tres años, en medio de una alfombra tan cara. Por favor, déjame salir, Richard.

Richard, con un esfuerzo, fue hasta su mesa y apretó un botón; la puerta se abrió.

—Yo, en tu lugar, esperaría unos meses y ofrecería un puesto aquí a Tommy. Uno bastante importante.

—¿Quieres decir que ahora tendría la amabilidad de aceptarlo? Estás loca. Atraviesa una etapa de izquierdismo político, lo mismo que Marion, y ambos se muestran muy indignados por las injusticias que en este preciso instante se cometen con los condenados e infelices negros.

—Vaya, vaya. ¿Y por qué no? Está muy de moda, ¿lo sabías? No tienes idea de la oportunidad que se te ofrece, Richard. Nunca lo has entendido, ¿sabes? Esto no es ser de izquierdas, es seguir lo que está
a la mode
.

—Creí que la noticia te iba a gustar.

—¡Ah! Pues sí. Recuerda lo que te he dicho: si llevas las cosas con tino, a Tommy le gustará aceptar un trabajo aquí. Seguramente, incluso estará dispuesto a sustituirte.

—Pues me alegraría. Nunca has acertado conmigo, Anna. La verdad es que este tinglado no me divierte. Quiero retirarme, lo más pronto posible, y marcharme a gozar de una vida tranquila con Jean, tener más hijos, tal vez. Esto es lo que me propongo. No estoy hecho para los tinglados financieros.

—Salvo que desde que tomaste la dirección has cuadriplicado las acciones y los beneficios de tus dominios, según Marion. Adiós, Richard.

—Anna.

—Bueno, ¿qué pasa ahora?

Había dado la vuelta de prisa, para interponerse entre ella y la puerta, medio abierta. Entonces la cerró de un empujón, con una sacudida impaciente de sus nalgas. El contraste entre este gesto y la pomposidad del secreto funcionamiento de aquel lujoso despacho o sala de exhibición, tuvo en Anna el efecto de recordarle su propia persona, tan fuera de lugar, aguardando de pie para salir de allí. Se vio a sí misma, pequeña, pálida, bonita, manteniendo una sonrisa inteligente y crítica. Se sentía, bajo esta forma ordenada, como un caos de incomodidad y ansiedad. Aquel feo empujoncito de las bien vestidas nalgas de Richard concordaba con su propia agitación, apenas ocultada. Ante tales pensamientos, se sintió exhausta y dijo:

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